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Mi apartamento estaba igual como lo había dejado, lo cual era reconfortante. Hasta la cama estaba hecha, porque Deborah ya no residía allí. Mi ordenador no tardó en zumbar y empezar a buscar. Primero examiné la base de datos de bienes inmuebles, pero no había nuevas adquisiciones que encajaran en la pauta de las otras. De todos modos, era evidente que el doctor Danco tenía que estar en alguna parte. Le habíamos expulsado de sus escondrijos, pero yo estaba seguro de que no esperaría para empezar con Doakes y el miembro de la lista de Chutsky que hubiera llamado su atención.

¿Cómo decidía el orden de las víctimas? ¿Por edad? ¿Por el cabreo que le habían provocado? ¿O era al azar? Si averiguaba eso, al menos cabía la posibilidad de encontrarle. Tenía que ir a algún sitio, y sus operaciones no podían llevarse a cabo en una habitación de hotel. ¿Adonde iría?

No fue una piedra arrojada a través de mi ventana y que rebotara en mi cabeza, a fin de cuentas, pero una idea muy pequeña empezó a gotear sobre el suelo del cerebro de Dexter. Danko tenía que ir a alguna parte para trabajar con Doakes, eso era evidente, y no podía esperar a instalarse en otra casa segura. Tenía que estar en la zona de Miami, cerca de sus víctimas, y no podía correr el riesgo de todas las variables que implicaba elegir un sitio al azar. Una casa en apariencia vacía podía ser invadida de repente por compradores en potencia, y si se apoderaba de una ocupada podía ser que el primo Enrico se presentara de improviso. Por lo tanto… ¿por qué no utilizar la casa de su siguiente víctima? Debía creer que Chutsky, el único que conocía la lista hasta ahora, estaría fuera de juego una temporada y no le perseguiría. Al avanzar hacia el siguiente nombre de la lista podía amputar dos extremidades con un solo escalpelo, utilizando la casa de su siguiente víctima para acabar con Doakes y empezar sin prisas a continuación con el feliz propietario.

Era bastante sensato, y un punto de partida más sólido que una lista de nombres. Pero aunque tuviera razón, ¿cuál de los hombres sería el siguiente?

Un trueno retumbó fuera. Volví a mirar la lista de nombres y suspiré. ¿Por qué no estaría yo en otro sitio? Hasta jugando al ahorcado con Cody y Astor sería mucho mejor que este frustrante coñazo. Debía encargarme de que Cody encontrara primero las vocales. Después, el resto de la palabra empezaría a definirse. Cuando dominara eso, podría empezar a enseñarle otras cosas, más interesantes. Era muy extraño tener ganas de educar a un niño, pero la verdad era que ardía en deseos de empezar. Era una pena que ya se hubiera ocupado del perro de la vecina. Habría sido una oportunidad perfecta de aprender tanto seguridad como técnica. El diablillo tenía mucho que aprender. Todas las lecciones de Harry transmitidas a una nueva generación.

Y mientras pensaba en ayudar a Cody a abrirse camino en la vida, me di cuenta de que el precio era aceptar mi compromiso con Rita. ¿Podría soportarlo? ¿Renunciar a mis costumbres despreocupadas de soltero e instalarme en una vida de felicidad doméstica? Aunque parezca raro, pensé que sería capaz. Valía la pena sacrificarse por los niños, y convertir a Rita en un disfraz permanente atenuaría mi perfil. Los hombres felizmente casados no suelen hacer las cosas para las que yo vivo.

Tal vez lo sobrellevaría. Ya lo veríamos. Lo dejaríamos para más adelante, por supuesto. No me estaba acercando más a mi salida nocturna con Reiker, ni a descubrir el escondite de Danco. Llamé al orden a mis sentidos dispersos y miré la lista de nombres: Borges y Aubrey liquidados. Acosta, Ingraham y Lyle todavía sueltos. Todavía ignorantes de que tenían una cita con el doctor Danco. Dos finiquitados, tres por finiquitar, sin incluir a Doakes, que estaría sintiendo la hoja en este momento, mientras Tito Puente tocaba su salsa al fondo y el doctor se inclinaba con su reluciente escalpelo y conducía al sargento en su danza de despiece. Baila conmigo, amigo, como diría Tito Puente. Es un poco difícil bailar sin piernas, desde luego, pero bien valía el esfuerzo.

Entretanto, aquí estaba yo bailando en círculos, como si el buen doctor me hubiera amputado una pierna.

Muy bien: supongamos que el doctor Danco estaba en casa de su víctima actual, sin contar a Doakes. No sabía quién podía ser, claro está. ¿Adonde me conducía eso? Cuando la investigación científica se eliminaba, quedaba la conjetura afortunada. Elemental, querido Dexter. Pito pito, colorito…

Mi dedo aterrizó sobre el nombre de Ingraham. Bien, eso era definitivo, ¿verdad? Claro que sí. Y yo era el rey Olaf de Noruega.

Me levanté y caminé hacia la ventana, desde la que había mirado tantas veces al sargento Doakes aparcado al otro lado de la calle en su Taurus marrón. No estaba allí. Pronto no estaría en ningún sitio, a menos que le encontrara. Me quería muerto o en la cárcel, y yo sería más feliz si desaparecía, pieza a pieza o de una sola vez, eso me daba igual. Y no obstante, aquí estaba yo haciendo horas extras, dando cuerda a la maquinaria mental de Dexter con el fin de rescatarle…, para que él pudiera matarme o encarcelarme. ¿Tan raro es que considere sobrevalorada la idea de la vida?

Tal vez espoleada por la ironía, la luna casi perfecta se rió por lo bajo entre los árboles. Cuanto más miraba, más sentía el peso de aquella luna perversa, que petardeaba justo bajo el horizonte y ya me producía escalofríos en la espina dorsal, incitándome a entrar en acción, hasta que me descubrí en el acto de recoger las llaves del coche y dirigirme hacia la puerta. Al fin y al cabo, ¿por qué no salir a echar un vistazo? No me ocuparía más de una hora, y no tendría que explicar mis cabalas a Debs y a Chutsky.

Comprendí que la idea se me antojaba atractiva en parte porque era rápida y sencilla, y si todo salía bien volvería a mi libertad ganada con tanto esfuerzo a tiempo para la cita de mañana por la noche con Reiker, y aún más, empezaba a acariciar la idea de un aperitivo. ¿Por qué no calentar motores un poco con el doctor Danco? ¿Quién me culparía por hacer con él lo que hacía de tan buena gana a los demás? Si tenía que salvar a Doakes con tal de cazar a Danco, bien, nadie había dicho que la vida era perfecta.

De modo que me dirigí al norte por Dixie Highway y seguí la I-95 hasta la calzada elevada de la calle 79, y después recto hasta la zona de Miami Beach llamada Normandy Shores donde Ingraham vivía. Ya era de noche cuando entré en la calle y pasé por delante despacio. Una camioneta verde oscuro estaba aparcada en el camino de entrada, muy parecida a la blanca que Danco había estrellado pocos días antes. Estaba aparcada al lado de un Mercedes nuevo, y parecía fuera de lugar en aquel barrio pijo. Vaya, vaya, pensé. El Oscuro Pasajero empezó a murmurar palabras de aliento, pero yo doblé por la esquina de la calle y aparqué en un espacio libre.

La camioneta verde estaba fuera de lugar en aquel barrio. Podía ser que Ingraham estuviera enluciendo las paredes y los obreros hubieran decidido quedarse hasta terminar el trabajo, pero yo no creía que fuera así, ni tampoco el Oscuro Pasajero. Saqué el móvil y llamé a Deborah.

—Puede que haya encontrado algo —le dije cuando contestó.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó.

—Creo que el doctor Danco está trabajando en la casa de Ingraham en Miami Beach.

Siguió una breve pausa, en la cual casi pude verla fruncir el ceño.

—¿Por qué lo crees?

La idea de explicarle que mi suposición no era más que una suposición no era terriblemente atractiva, de modo que me limité a decir:

—Es una larga historia, hermanita, pero creo que estoy en lo cierto.

—Crees —dijo—. Pero no estás seguro.

—Lo estaré dentro de unos minutos —contesté—. Estoy aparcado en la esquina de su casa, y hay una camioneta aparcada delante que parece un poco fuera de lugar en este barrio.