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—Quédate ahí —dijo ella—. Te llamaré.

Colgó y me quedé mirando la casa. La estaba observando desde un ángulo forzado, y no podría seguir haciéndolo sin lesionarme el cuello, así que di media vuelta y encaré el coche hacia la esquina donde la casa se alzaba mofándose de mí, y entonces… apareció. Asomó su cabeza henchida entre los árboles, derramó rayos de luz legañosos sobre el paisaje rancio. Aquella luna, aquel faro de luna siempre risueño. Allí estaba.

Sentí que los dedos fríos de la luz de luna me asaeteaban, cosquilleaban, provocaban y me apremiaban a hacer algo loco y maravilloso, y había pasado tanto tiempo desde la última vez que los había escuchado, que los sonidos eran el doble de altos, se derramaban sobre mi cabeza y mi columna, y la verdad, ¿qué había de malo en que me asegurara por completo antes de que Deborah llamara?

No iba a cometer ninguna estupidez, por supuesto, tan sólo salir del coche y pasar por delante de la casa, un paseo por una calle tranquila bajo la luz de la luna. Y si aparecía la oportunidad de practicar algunos jueguecitos con el doctor…

Me disgustó un poco reparar en que respiraba con cierta dificultad cuando bajé del coche. Qué vergüenza, Dexter. ¿Dónde está el famoso control de hierro? Tal vez se había aflojado por haber estado entre paños calientes tanto tiempo, y tal vez ese mismo período había provocado que me sintiera ansioso en exceso, pero no podía ser. Respiré hondo para serenarme y avancé por la calle, un monstruo despreocupado que había salido a pasear de noche por delante de una clínica de vivisecciones improvisada. Hola, vecino, bonita noche para cortar una pierna, ¿eh?

A cada paso que me acercaba a la casa sentía que Aquel Algo se hacía más alto y duro en mi interior, y al mismo tiempo los dedos de hielo lo inmovilizaban. Era hielo y fuego, vivo de luz de luna y muerte, y al llegar a la altura de la casa los susurros internos empezaron a cobrar volumen cuando oí los tenues sonidos que surgían de la casa, un coro de ritmos y saxos que recordaban mucho a Tito Puente, y no fue preciso que los susurros me dijeran que tenía razón, que éste era el lugar donde el doctor había instalado su clínica.

Estaba aquí, trabajando.

Y ahora, ¿qué iba a hacer yo? Lo más sensato habría sido regresar al coche y esperar a que Deborah llamara, pero ¿de veras reclamaba esta noche sabiduría, con aquella luna burlona tan baja en el cielo, el hielo que recorría mis venas y me azuzaba a continuar adelante?

Una vez pasé de largo de la casa, me refugié en las sombras que rodeaban la casa vecina y atravesé con sigilo el patio trasero hasta que vi la parte posterior de la casa de Ingraham. Se veía una luz muy brillante en la ventana trasera. Entré en el patio y me adentré en la sombra de un árbol, cada vez más cerca. Unos cuantos pasos furtivos más y casi podría mirar por la ventana. Me acerqué un poco más, justo al borde de la línea que la luz arrojaba sobre el suelo.

Desde ese punto podía ver por la ventana el techo de la habitación. Y allí estaba el espejo que a Danco le gustaba tanto utilizar, el cual me revelaba la mitad de la mesa…

… y poco más de la mitad del sargento Doakes.

Estaba inmovilizado por completo, e incluso con la cabeza recién afeitada sujeta a la mesa. No podía distinguir demasiados detalles, pero pude ver que sus manos habían desaparecido a la altura de las muñecas. ¿Primero las manos? Muy interesante, un enfoque muy diferente del utilizado con Chutsky. ¿Cómo decidía el doctor Danco lo que era más adecuado para cada paciente?

Me descubrí cada vez más intrigado por el hombre y su obra. Manifestaba un sentido del humor extravagante, y por tonto que parezca, deseaba saber algo más sobre su funcionamiento. Avancé medio paso.

La música paró y yo con ella, y cuando el ritmo del mambo se reanudó, oí una voz metálica detrás de mí y sentí que algo golpeaba mi hombro, algo punzante y cosquilleante. Giré en redondo y vi a un hombrecillo con gafas gruesas y grandes que me miraba. Sujetaba en la mano algo parecido a una pistola de paintball, y apenas tuve tiempo de sentir indignación porque estuviera apuntada en mi dirección, cuando alguien me quitó todos los huesos de las piernas y me derretí sobre la hierba iluminada por la luna, donde todo era oscuro y plagado de sueños.

29

Yo estaba cortando a pedacitos tan ricamente a una persona muy mala, a la que había sujetado con cinta aislante a una mesa, pero el cuchillo estaba hecho de goma y sólo oscilaba de un lado a otro. Agarré una sierra para cortar huesos y la hundí en el caimán de la mesa, pero no experimenté auténtica alegría, sino dolor, y vi que me estaba cortando los brazos. Mis muñecas ardían y corcoveaban, pero no pude detener la amputación, y entonces seccioné una arteria y el rojo espantoso salpicó todo, una niebla escarlata me cegó y empecé a caer, a caer sin parar en la oscuridad del vacío, donde formas aterradoras se retorcían, gimoteaban y tiraban de mí, hasta que me precipité en el horroroso charco rojo del suelo, junto al que dos lunas huecas me miraban y exigían: abre los ojos, estás despierto…

Y todo adquirió definición en las dos lunas huecas, que eran un par de lentes gruesas encajadas en grandes marcos negros sobre el rostro de un hombre pequeño y nervudo con bigote, que estaba inclinado sobre mí con una jeringa en la mano.

El doctor Danco, supongo.

No pensé haberlo dicho en voz alta, pero el hombre asintió.

—Sí, así me llamaban. ¿Quién es usted?

Su acento era un poco forzado, como si tuviera que pensar mucho en cada palabra. Había deje cubano, pero no como si el español fuera su lengua nativa. Por alguna razón su voz me desagradó en grado sumo, como si oliera a Repelente Dexter, pero dentro de mi cerebro de lagarto un viejo dinosaurio alzó la cabeza y rugió, de manera que no me encogí para alejarme de él tal como había deseado al principio. Intenté sacudir la cabeza, pero descubrí que me costaba mucho por algún motivo.

—No intente moverse aún —dijo—. No servirá de nada. Pero no se preocupe, podrá ver todo lo que le hago a su amigo de la mesa. Y pronto llegará su turno. Podrá verse en el espejo. —Parpadeó, y un toque caprichoso se insinuó en su voz—. Los espejos son maravillosos. ¿Sabía que si alguien está mirando desde fuera de una casa a un espejo usted puede verle desde el interior?

Parecía un profesor de primaria explicando una broma a un estudiante al que apreciaba, pero que era demasiado tonto para captarla. Y yo me sentía lo bastante tonto para que eso fuera lógico, porque me había metido hasta el cuello en esto sin ningún pensamiento más profundo que «Caramba, qué interesante». Mi impaciencia y curiosidad, espoleadas por la luna, me habían llevado a ser descuidado, y él me había visto mientras espiaba. En cualquier caso, el tipo se estaba refocilando, lo cual resultaba muy irritante, de manera que me sentí obligado a decir algo, por débil que fuera.

—Pues sí, lo sabía —dije—. ¿Sabe que esta casa tiene puerta delantera? Y esta vez no hay pavos reales montando guardia. El hombre parpadeó.

—¿Debería sentirme alarmado? —preguntó.

—Bien, nunca se sabe quién puede presentarse sin previo aviso.

El doctor Danco movió la comisura izquierda de su boca hacia arriba un par de centímetros.

—Bien —dijo—, si su amigo de la mesa de operaciones es un buen ejemplo, creo que no me puede pasar nada, ¿verdad?

Me vi obligado a admitir que estaba en lo cierto. Los jugadores del primer equipo no habían causado una gran impresión. ¿Qué debía temer del banquillo? Si yo no hubiera estado un poco colocado por culpa de las drogas que me había administrado, estoy seguro de que habría dicho algo mucho más brillante, pero la verdad es que vivía todavía en plena niebla química.