—Espero que no debo suponer que va a recibir refuerzos, ¿eh? —preguntó.
Yo me estaba preguntando lo mismo, pero no me pareció inteligente reconocerlo.
—Crea lo que le dé la gana —dije, en la esperanza de que era una frase lo bastante ambigua para darle que pensar, y maldije la lentitud de mis poderes mentales, por lo general veloces.
—Muy bien —dijo—. Creo que ha venido solo. Aunque siento curiosidad por saber el motivo.
—Quería estudiar su técnica —dije.
—Ah, vaya —dijo—. Será un placer hacerle una demostración… de primera mano. —Me dedicó de nuevo su diminuta sonrisa—. Y luego los pies —añadió.
Esperó un momento, probablemente para ver si me reía de su hilarante juego de palabras. Lamenté decepcionarle, pero tal vez más tarde me parecería divertido, si salía con vida de ésta.
Danco me palmeó el brazo y se agachó un poco más.
—Tendremos que saber su nombre. Sin eso, no es tan divertido.
Me lo imaginé tuteándome, conmigo sujeto a la mesa, y no fue una imagen divertida.
—Rumplestilskin[10] —dije.
Me miró, con los ojos enormes detrás de las gruesas gafas. Después, alargó la mesa hacia mi bolsillo y sacó el billetero. Lo abrió y encontró mi permiso de conducir.
—Ah. Así que usted es Dexter. Felicidades por su compromiso. —Dejó caer el billetero a mi lado y me dio palmaditas en la mejilla—. Mire y aprenda, porque muy pronto le haré lo mismo.
—Es usted maravilloso —dije.
Danco me miró con el ceño fruncido.
—Tendría que estar más asustado —dijo—. ¿Por qué no lo está? —Se humedeció los labios—. Interesante. La próxima vez aumentaré la dosis.
Se puso en pie y se alejó.
Yo estaba tendido en un rincón a oscuras, al lado de un cubo y una escoba, y le vi trajinar en la cocina. Se preparó una taza de café instantáneo cubano y le añadió un montón de azúcar. Después, volvió al centro de la sala y contempló la mesa, mientras bebía con aire pensativo.
—Bajda —suplicó la cosa de la mesa que había sido el sargento Doakes—. Njjj. Bajda.
Le había cortado la lengua, por supuesto, una simbología evidente para la persona que Danco creía que le había vendido.
—Sí, lo sé —dijo el doctor Danco—. Pero todavía no has adivinado ninguna.
Casi dio la impresión de que sonreía cuando dijo eso, aunque su cara no expresaba nada más que un interés pensativo. No obstante, fue suficiente para que Doakes sufriera un ataque de gimoteos y tratara de liberarse de sus ataduras. No le salió muy bien, y tampoco pareció preocupar al doctor Danco, quien se alejó bebiendo café y tarareando la canción de Tito Puente, sin acertar en el tono. Mientras Doakes se debatía, vi que su pie derecho también había desaparecido, así como sus manos y la lengua. Chutsky había dicho que le había quitado la parte inferior de la pierna de una sola tacada. Era evidente que el doctor estaba prolongando este proceso operatorio. Y cuando llegara mi turno… ¿Cómo decidiría qué eliminar y cuándo?
Mi cerebro iba emergiendo poco a poco de la niebla. Me pregunté cuánto rato habría estado inconsciente. No parecía un tema conveniente para comentarlo con el doctor.
La dosis, había dicho. Sostenía una jeringa cuando desperté, y se sorprendió de que no estuviera más asustado… Pues claro. Qué idea maravillosa, inyectar a sus pacientes una especie de droga psicotrópica para aumentar su sensación de terror e impotencia. Ojalá supiera hacerlo yo. ¿Por qué no había estudiado medicina? Era un poco tarde para preocuparse por eso, desde luego. En cualquier caso, daba la impresión de que la dosis era la ideal para Doakes.
—Bien, Albert —dijo el doctor al sargento, con una voz muy agradable y cordial, mientras bebía su café—, adivina.
—¡Njjj! ¡Na!
—Creo que te has equivocado —dijo el doctor—. Aunque es posible que, si tuvieras lengua, lo hubieras adivinado. Bien, en cualquier caso —dijo, se agachó sobre el borde de la mesa e hizo una pequeña marca en un pedazo de papel, casi como si tachara algo—. Es una palabra bastante larga —dijo—. Ocho letras. Aun así, hay que aceptar tanto lo bueno como lo malo ¿verdad?
Dejó el lápiz y cogió una sierra, y mientras Doakes se debatía como un poseso contra sus ligaduras, le aserró el pie izquierdo, justo por encima del tobillo. Lo hizo con rapidez y pulcritud, y después depositó el pie cortado al lado de la cabeza de Doakes, al tiempo que buscaba en su despliegue de instrumentos y elegía lo que parecía un hierro de soldar de buen tamaño. Lo aplicó a la nueva herida y un silbido húmedo de vapor se elevó cuando cauterizó el muñón para minimizar la hemorragia.
—Tranquilo, tranquilo —dijo. Doakes emitió un sonido estrangulado y se desmayó sobre la mesa cuando el olor a carne quemada impregnó la habitación. Con suerte, estaría inconsciente un rato.
Yo, menos mal, cada vez estaba más consciente. A medida que los productos químicos de la pistola de dardos del doctor abandonaban mi cerebro, una especie de luz fangosa empezaba a filtrarse.
Ay, la memoria. ¿No es adorable? Incluso cuando nos hallamos en el peor de los momentos, los recuerdos nos alegran. Yo, por ejemplo, tendido allí indefenso, sólo podía mirar las cosas horrorosas que le sucedían al sargento Doakes, consciente de que pronto llegaría mi turno. Pero aun así, recordaba.
Y lo que recordaba ahora era algo que Chutsky había dicho cuando le rescaté. «Cuando me subió allí», había dicho, «dijo, “Siete”, y “Adivina”». En aquel momento me pareció bastante raro, y me pregunté si Chutsky lo había imaginado como consecuencia de las drogas ingeridas.
Pero acababa de oír al doctor decir las mismas cosas a Doakes: «Adivina», seguido de «ocho letras». Y después, hizo una marca en el papel pegado con celo a la mesa.
Al igual que había un trozo de papel pegado con celo cerca de cada víctima que habíamos encontrado, cada vez con una sola palabra escrita, cada letra tachada de una en una. HONOR. LEALTAD. Una ironía, por supuesto: Danco recordaba a sus antiguos cantaradas las virtudes a las que habían renunciado cuando le entregaron a los cubanos. El pobre Burdett, el hombre de Washington al que habíamos encontrado en el armazón de una casa de Miami Shores. No había valido la pena llevar a cabo un esfuerzo mental verdadero. Sólo unas rápidas cinco letras, BULTO. Y le habían cortado a toda prisa y separado del cuerpo los brazos, las piernas y la cabeza. B-U-L-T-O. Brazo, pierna, pierna, brazo, cabeza.
¿Era posible? Sabía que mi Oscuro Pasajero tenía sentido del humor, pero era una pizca más oscuro. Éste era juguetón, caprichoso, incluso tontorrón.
Como la matrícula de Elige la Vida. Y como todo lo demás que había observado sobre el comportamiento del doctor.
Parecía muy improbable, pero…
El doctor Danco echaba una partidita mientras cortaba y tronchaba. Tal vez la había jugado con otros durante aquellos largos años en la prisión cubana de la isla de Pinos, y tal vez había llegado a parecerle lo más adecuado para satisfacer su caprichosa venganza. Porque ahora daba la impresión de que estaba jugando, con Chutsky, con Doakes y con los demás. Era absurdo, pero también era lo único lógico.
El doctor Danco estaba jugando al ahorcado.
—Bien —dijo, y se acuclilló a mi lado de nuevo—. ¿Cómo cree que le va a nuestro amigo?
—Creo que está hecho trizas —dije.
Ladeó la cabeza y se humedeció los labios con su lengua pequeña y seca, mientras me miraba con sus ojos grandes e inmóviles.
—Bravo —dijo, y volvió a palmear mi brazo—. Me parece que, en realidad, no cree que esto va a pasarle a usted —dijo—. Tal vez una de diez le convencerá.
—¿Lleva una E? —pregunté, y el hombre se echó hacia atrás un poco, como si hubiera percibido un olor ofensivo procedente de mis calcetines.