Выбрать главу

—Bien —dijo, todavía sin parpadear, y entonces, algo que bien podía estar relacionado con una sonrisa se agitó en la comisura de su boca—. Sí, hay dos Es, pero no era su turno, así qué…

Se encogió de hombros, un movimiento ínfimo.

—Podría considerar que fue el sargento Doakes quien se equivocó —sugerí, siempre servicial, pensé.

Asintió.

—Ya veo que no le cae bien —dijo, y frunció un poco el ceño—. Aun así, debería estar más asustado.

—¿Asustado de qué? —pregunté. Pura bravuconería, por supuesto, pero ¿cuántas veces gozas de la oportunidad de bromear con un auténtico villano? Dio la impresión de que el tiro daba en el blanco. Danco me miró durante un largo momento, y por fin sacudió un poco la cabeza.

—Bien, Dexter —dijo—, ya veo que esto nos va a costar trabajo. —Me dedicó su sonrisa casi invisible—. Entre otras cosas.

Una risueña sombra negra se alzó detrás de él cuando habló, al tiempo que enviaba un feliz desafío a mi Oscuro Pasajero, el cual avanzó y lanzó un rugido. Por un momento nos sostuvimos la mirada, y al final parpadeó, sólo una vez, y se levantó. Volvió a la mesa donde Doakes dormía plácidamente, yo me recosté en mi cómodo rinconcito y me pregunté qué clase de milagro se sacaría de la manga el Gran Dexterini para efectuar su acto de escamoteo más glorioso.

Sabía que Deborah y Chutsky venían al rescate, por supuesto, pero lo consideraba más preocupante que otra cosa. Chutsky insistiría en recuperar su virilidad herida cargando sobre su muleta y agitando una pistola en su única mano, y aunque permitiera que Deborah le respaldara, ella llevaba un yeso que dificultaba todos sus movimientos. No era un equipo de rescate que infundiera confianza. No, tenía que creer que mi pequeño rincón de la cocina iba a abarrotarse pronto, y con los tres atados con cinta aislante y dopados, no recibiríamos ninguna ayuda.

La verdad es que, pese a mi breve exhibición de diálogo heroico, aún estaba algo atontado por el contenido del dardo somnífero de Danco. Por lo tanto, estaba dopado, atado de pies y manos y más solo que la una. Pero toda situación tiene su lado positivo, si te esfuerzas en buscarlo, y después de intentar pensar durante un momento, caí en la cuenta de que debía admitir que, hasta el momento, no había sido atacado por ratas rabiosas.

Tito Puente cambió a una nueva melodía, algo más suave, y yo me puse más filosófico. Todos tenemos que irnos alguna vez. Aun así, esta forma de perecer no estaba en mi lista de las diez favoritas. Dormirme y no despertar era la número uno de mi lista, y todo lo que venía a continuación se iba poniendo más y más desagradable.

¿Qué vería cuando muriera? No puedo convencerme de la existencia del alma, ni del Cielo y el Infierno, ni de ninguna de esas solemnes patochadas. Al fin y al cabo, si los humanos tienen almas, yo también tendría, ¿no? Y os puedo asegurar que no es así. Siendo lo que soy, ¿cómo podría? Impensable. Ya es bastante difícil ser yo. Ser yo con una conciencia y un alma y la amenaza de algún tipo de vida posterior sería imposible.

Pero pensar en mi maravilloso y único yo desapareciendo para no regresar jamás era muy triste. Trágico, en realidad. Tal vez debería considerar la reencarnación. Claro que eso no se puede controlar. Podría volver convertido en escarabajo pelotero, o algo peor, volver hecho otro monstruo como yo. Nadie me iba a llorar, sobre todo si Debs se marchaba al mismo tiempo. Yo, como buen egoísta, confiaba en ser el primero. Acabemos de una vez. Esta charada ya había durado demasiado. Era hora de darla por concluida. Tal vez era mejor así.

Tito empezó una nueva canción, muy romántica, algo acerca de «Te amo», y ahora que lo pensaba, podría ser que Rita me llorara, la muy idiota. Y Cody y Astor, a su manera anormal, me echarían de menos. Como sea, en los últimos tiempos había recogido todo un tren de adhesiones sentimentales. ¿Cómo podía pasarme esto a mí? ¿Acaso no había pensado lo mismo en fecha muy reciente, sumergido en el agua cabeza abajo dentro del coche volcado de Deborah? ¿Por qué dedicaba tanto tiempo a morir últimamente, en lugar de montármelo bien? Como sabía a la perfección, era lo único que importaba.

Oí que Danco rebuscaba en una bandeja de instrumental y volví la cabeza para mirar. Aún me costaba mucho moverme, pero parecía que ahora resultaba un poco más fácil, y conseguí verle bien. Sujetaba una jeringa grande en su mano y se acercó al sargento Doakes con el instrumento levantado, como si quisiera que lo vieran y admiraran.

—Es hora de despertarse, Albert —dijo en tono jovial, y hundió la aguja en el brazo de Doakes. Por un momento, no pasó nada. Después, Doakes despertó entre movimientos espasmódicos y emitió una gratificante serie de gemidos y gruñidos. El doctor Danco se le quedó mirando, disfrutando del momento, jeringa en ristre.

Se oyó un golpe sordo en la puerta del frente. Danco giró en redondo y se apoderó de su pistola de paintball, justo cuando la forma grande y calva de Kyle Chutsky llenaba la puerta de la habitación. Tal como había temido, se apoyaba en su muleta y sostenía una pistola, con lo que hasta yo pude ver que era una mano sudorosa y temblorosa.

—Hijo de puta —dijo, y el doctor Danco le disparó dos veces con la pistola de paintball. Chutsky le miró fijamente, boquiabierto, y Danco bajó el arma cuando Chutsky empezó a resbalar hasta el suelo.

Y justo detrás de Chutsky, invisible hasta que cayó al suelo, estaba mi querida hermana, Deborah, la cosa más bonita que había visto en mi vida, después de la pistola Glock que sostenía en su firme puño derecho. No se paró a sudar o insultar a Danco. Apretó los músculos de la mandíbula y disparó dos balas que alcanzaron en el pecho al doctor, el cual salió despedido hacia atrás y cayó sobre Doakes, que no paraba de chillar como un poseso.

Todo quedó silencioso e inmóvil durante un largo momento, salvo el infatigable Tito Puente. Después, Danco resbaló de la mesa hasta el suelo, Debs se arrodilló al lado de Chutsky y le buscó el pulso. Le colocó en una postura más cómoda, besó su frente y se volvió hacia mí por fin.

—Dex —dijo—, ¿te encuentras bien?

—Me pondré bien, hermanita —dije, algo mareado—, si apagas esa horrible música.

Se dirigió hacia el abollado radiocasete y lo desenchufó de la pared, mientras miraba al sargento Doakes en el repentino y enorme silencio, y trataba de impedir que su cara traicionara demasiadas cosas.

—Vamos a sacarte de aquí, Doakes —dijo—. Todo irá bien. —Apoyó una mano sobre su hombro mientras él lloriqueaba, y luego se apartó de repente y se acercó a mí con la cara surcada de lágrimas—. Jesús —susurró mientras me soltaba—, Doakes está fatal.

Pero cuando cortó las últimas ligaduras de mis muñecas me costó sentir pena por Doakes, porque estaba libre por fin, libre de todo, de la cinta y del doctor y de hacer favores, y sí, daba la impresión de que también del sargento Doakes de una vez por todas.

Me levanté, cosa que no resultó tan fácil como suena. Estiré mis pobres extremidades entumecidas, mientras Debs sacaba la radio para llamar a nuestros amigos de la fuerza de policía de Miami Beach. Me acerqué a la mesa de operaciones. Era una cosa sin importancia, pero la curiosidad me podía. Cogí el trozo de papel sujeto con celo al borde de la mesa.

Danco había escrito, con aquellas letras mayúsculas tan delgadas, «TRAICIÓN». Había cinco letras tachadas.

Miré a Doakes. Él me devolvió la mirada, con los ojos abiertos de par en par, transmitiendo un odio que jamás sería capaz de expresar.

Ya veis, a veces sí hay finales felices.

Epílogo