Reiker estaba especializado en fotos de niños.
La teoría de la coincidencia podía descartarse.
El Oscuro Pasajero se removió y lanzó una risita y yo me descubrí planeando un desplazamiento a Tigertail para echar un veloz vistazo. De hecho, no estaba tan lejos. Podía acercarme en coche ahora y…
Y dejar que el sargento Doakes continuara pisándole los talones a Dexter. Espléndida idea, viejo amigo. Eso ahorraría a Doakes un montón de aburrido trabajo de investigación cuando Reiker desapareciera por fin algún día. Podría pasar de toda la rutina habitual y venir a por mí.
Y a este paso, ¿cuándo desaparecería Reiker? Era muy frustrante tener un buen objetivo a la vista y no poder hacer nada. No obstante, al cabo de unas horas Doakes seguía aparcado al otro lado de la calle y yo seguía en casa. ¿Qué hacer? Además, parecía evidente que Doakes no había visto lo suficiente para emprender otra acción que no fuera seguirme. Lo peor era que, si perseveraba en su vigilancia, me vería obligado a continuar personificando a la rata de laboratorio de buenos modales, evitando cualquier cosa más letal que la hora punta en la autopista de Palmetto. Eso no podía ser. Sentía cierta presión, no sólo del Pasajero, sino del reloj. Antes de que pasara mucho tiempo, necesitaba encontrar alguna prueba de que Reiker era el fotógrafo que tomaba las fotos de MacGregor, y si lo era, entablar una aguda y puntiaguda conversación con él. Si se enteraba de que MacGregor había pasado a mejor vida, saldría pitando. Y si mis colegas de la comisaría se daban cuenta, las cosas podrían ponerse muy feas para el Apuesto Dexter.
Pero, al parecer, Doakes se había instalado para una larga estancia, y de momento no podía hacer nada al respecto. Era de lo más frustrante pensar que Reiker podía andar por ahí a sus anchas, en lugar de estar maniatado de pies y manos con cinta aislante. Homicidus interruptus. El Oscuro Pasajero emitió un leve gemido y rechinó sus dientes mentales, y aunque yo comprendía cómo se sentía, no podía hacer otra cosa que pasear de un lado a otro. Ni siquiera eso me servía de consuelo. Si continuaba así, abriría un agujero en la alfombra y nunca recuperaría la fianza del alquiler del apartamento.
Mi instinto era hacer algo que desviara a Doakes de la pista, pero no era un sabueso normal. Sólo se me ocurría una cosa capaz de alejar el olor de su hocico tembloroso y ansioso. Cabía alguna posibilidad de que pudiera agotarle, aceptar el juego de la espera, ser normal durante tanto tiempo que se viera obligado a tirar la toalla y volver a su verdadero trabajo de capturar a los auténticos residentes horribles de nuestra bonita ciudad. En este mismo momento iban por ahí aparcando en doble fila, tirando basura a la calle y amenazando con votar a los demócratas en las próximas elecciones. ¿Cómo podía perder el tiempo con el querido Dexter y su inofensivo pasatiempo?
Muy bien: sería normal hasta que le dolieran los dientes. Tal vez me costaría semanas en lugar de días, pero lo haría. Viviría a tope la vida sintética que había creado con el fin de parecer humano. Y como es el sexo lo que gobierna por lo general a los humanos, empezaría con una visita a mi novia Rita.
«Novia» es un término curioso, sobre todo en personas adultas. En la práctica, es un término aún más curioso. Por lo general, en el caso de los adultos, describía a una mujer, no a una chica, dispuesta a proporcionar sexo, no amistad. De hecho, a juzgar por lo que había observado, era muy posible que a uno le desagradara en extremo su novia, aunque el verdadero odio está reservado al matrimonio, por supuesto. Hasta el momento, había sido incapaz de decidir que esperan a cambio las mujeres de un novio, pero al parecer, en lo concerniente a Rita, yo lo había conseguido hasta el momento. Desde luego que no era sexo, algo que para mí era tan interesante como calcular el déficit del comercio exterior.
Por suerte, Rita tampoco estaba muy interesada en el sexo. Era el producto de un desastroso matrimonio precoz con un hombre cuya idea de pasarlo bien era fumar crack y darle de hostias. Más adelante, se decantó por contagiarle varias enfermedades enigmáticas. Pero cuando pegó a los niños una noche, la maravillosa lealtad de Rita, digna de las canciones country, se quebró y expulsó al muy puerco de su vida, hasta que por suerte terminó en la cárcel.
Como resultado de toda esta confusión, se había puesto a buscar a un caballero que estuviera interesado en compañía y conversación, alguien que no necesitara abandonarse a los groseros instintos animales de las bajas pasiones. Un hombre, en otras palabras, que la valorara por sus buenas cualidades, y no por su predisposición a las acrobacias en cueros. Ecce, Dexter. Durante casi dos años había sido mi disfraz ideal, un ingrediente fundamental del Dexter que el mundo conocía. A cambio, no le había dado de hostias, no le había contagiado nada, no la había obligado a padecer mi lujuria animal, y daba la impresión de que disfrutaba de mi compañía.
Como premio, sus hijos, Astor y Cody, habían llegado a caerme muy bien. Tal vez sea extraño, pero no obstante cierto, se lo aseguro. Si todos los demás habitantes del mundo desaparecieran de manera misteriosa, sólo me sentiría irritado porque nadie podría hacerme donuts. Pero los niños me interesan y, de hecho, me gustan. Los dos chavales de Rita habían padecido una infancia traumática, y quizá porque a mí me había pasado lo mismo sentía un apego especial por ellos, un interés que trascendía la necesidad de mantener mi disfraz con Rita.
Aparte del regalo extra de sus hijos, Rita era muy presentable. Tenía el pelo corto y rubio, un cuerpo esbelto y atlético, y casi nunca decía estupideces. Podía ir a lugares públicos con ella y saber que hacíamos una buena pareja, que era lo fundamental del caso. La gente decía que formábamos una pareja atractiva, aunque nunca estuve muy seguro de a qué se referían. Supongo que Rita debía encontrarme atractivo también, aunque su historial con los hombres no permitía que eso fuera halagador. De todos modos, siempre es estupendo estar con alguien que me considera maravilloso. Confirma mi pobre opinión de la gente.
Eché un vistazo al reloj de mi escritorio. Las cinco y treinta y dos minutos. Dentro de un cuarto de hora, Rita volvería a casa de su trabajo en la Fairchild Tide Agency, donde hacía algo muy complicado que incluía calcular fracciones de puntos porcentuales. Cuando llegara a su casa, ya estaría allí.
Salí por la puerta con una alegre sonrisa sintética, saludé con la mano a Doakes y conduje hasta la modesta casa de Rita en South Miami. El tráfico no era muy intenso, lo cual quiere decir que no hubo accidentes fatales ni tiroteos, y en menos de veinte minutos aparqué mi coche delante del bungalow de Rita. El sargento Doa-kes pasó de largo hasta el final de la calle y, cuando yo llamé con los nudillos en la puerta, aparcó al otro lado de la calle.
La puerta se abrió y Rita me miró.
—¡Oh! —dijo—. Dexter.
—En persona —contesté—. Pasaba por aquí y me dije, vamos a ver si ha llegado ya.
—Bien, yo… acabo de entrar. Debo tener un aspecto horrible… Er…, entra. ¿Te apetece una cerveza?
Cerveza. Menuda idea. Nunca bebo, y no obstante, era tan normal, tan perfecto lo de visitar-a-tu-chica-después-del-trabajo, que hasta Doakes debía de estar impresionado. Era el toque maestro.
—Me encantaría —dije, y la seguí hasta el relativo frescor de la sala de estar.
—Siéntate —dijo—. Voy a refrescarme un poco. —Me sonrió—. Los chicos están detrás, pero estoy segura de que vendrán a verte en cuanto descubran que has llegado. —Se alejó por el pasillo y regresó un momento después con una lata de cerveza—. Vuelvo enseguida —dijo, y se encaminó a su dormitorio, que se hallaba en la parte posterior de la casa.