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Carlos Cañeque

Quién

© Carlos Cañeque, 1997

Me pregunto si, a pesar de mis precauciones, no estaré hablando de mí.

Samuel Beckett, Malone muere

No sé cuál de los dos escribe esta página.

Jorge Luis Borges, Borges y yo

Cuando era más joven mi padre siempre me decía: hijo, cuesta mucho salir de la fila, yo lo he conseguido, tú no lo vas a conseguir jamás, pero no te preocupes, ya te he dejado bien situado en la parrilla de salida. Hay gente que nace con carisma, destinada a triunfar, pero ése no es tu caso.

Solía darme ánimos con frases de ese tipo. Otras veces me hablaba de sus triunfos con una seguridad que me hacía estremecer. Llegué a odiar su capacidad de humillarme, del mismo modo que pronto odiaré la mirada condescendiente de Silvia, su falta de confianza en mí, su tranquilidad severa mientras los días avanzan sin que nada suceda.

Seguramente me engaña, seguramente ha encontrado comprensión en unos brazos nuevos. Pero a Silvia le falta talento incluso para tener ilusiones. Yo, por el contrario, fantaseo con mis alumnas, imagino mis manos sobre su piel turgente mientras les explico mi proyecto, mientras creo adivinar en sus ojos el resplandor de la admiración. Aunque el efecto benéfico de la admiración cuando procede de la estupidez no dura más que el tiempo que la sustancia blanca tarda en derramarse. La flaccidez consiguiente me devuelve siempre al dolor del anonimato, la tristeza del después anula cualquier satisfacción tangible. En el fondo, mi padre tenía razón.

Cometí un error que tuvo un precio alto: no me di cuenta de que estaba eligiendo mal, de que vivía rodeado de gente que era peor que yo, mucho peor, de gente sin destino. Aparté de mí conscientemente a todos aquellos que eran mejores. Cuando atisbo rasgos de talento en alguien, pienso inmediatamente, esta bestia es mejor que yo, él conseguirá escapar algún día al doloroso anonimato. Las fiestas me deprimen, acudo a ellas lleno de ilusión pensando que mi narcisismo será suficiente para convencer a todo el mundo de mis grandes aptitudes. Sin embargo, pronto descubro que no es así, que el talento sin obra es intrascendente, banal.

Todo está lleno de nubes. También hay nubes en mi cabeza. Las nubes del fracaso adelantan el paso sin escrúpulos para hacerme sentir cada día peor, cada día más falto de fuerzas para avanzar hacia una solución, hacia algo que me haga salir definitivamente de mi doloroso anonimato. Cómo podría escapar de esta sensación que atenaza mi estómago, cómo podría vencer este desaliento que me avergüenza, que me hace sentir como un imbécil. Debo asumir el fracaso, debo considerar que no puedo escapar de él, que la mediocridad se pegó a mi piel desde pequeñito, que se enzarza como una espiral sin fin a mi código genético. Las nubes, de nuevo las nubes, los vapores de un desencanto que crece con los años, que se hace más espeso. Trato inútilmente de garabatear algunas líneas de las que pueda sentirme orgulloso, que me coloquen más cerca de los grandes, de aquellos dotados del instinto de las combinaciones que son portadores de valores universales como los del héroe de Hegel, [1] pero es imposible: llegué tarde al reparto de talentos. La inspiración me traiciona, el estilo también, mi cabeza está abotargada, tan sólo hay nubes. Tal vez las nubes del canuto que me hace creer en algunos momentos que todavía queda alguna esperanza, que no todo está perdido: me gustaría escribir, por ejemplo, pronto estaré muerto. Pero esas palabras ajenas no serían apreciadas por los lectores, los críticos las considerarían triviales, mis amigos tal vez las celebrarían con la condescendencia que provoca la imagen especular del fracaso. El fracaso y el narcisismo crean una combinación lineal que sólo en raras ocasiones da sus frutos, y cuando los da, son casi siempre frutos amargos que llevan en su interior la atrocidad del resentimiento, la sensación de los domingos por la tarde esperando el lunes, esperando que la maquinilla de afeitar de los lunes estire la espuma que nunca llega a adquirir consistencia, el espejo de los lunes que me muestra desnudo ante una nueva semana anónima, sin protagonismo.

He visitado de nuevo a Sandra, la portorriqueña que me hace sentir mejor por poco dinero. He inventado para ella una vida falsa, una vida llena de triunfos y de esperanzas. Esta tarde le he contado que en realidad soy espía; me miraba con una mezcla de credulidad y de asombro y he puesto toda mi imaginación al servicio de una gran historia, una historia inventada para seducirme a mí mismo; he visto en sus ojos una extraña expresión mientras permanecía iluminada por la tenue luz del foco que se reflejaba en sus dientes blancos, cuando sus labios de carmín malva parecían abrirse para concederme un beso. Ha tomado su copa, y se ha puesto a reír mostrándome la lengua que deseo; se ha sacado la cinta que recogía su pelo moreno y ha roto el encanto con una frase hiriente y profesionaclass="underline" sí, me ha dicho, es un argumento muy parecido al de la película que mi madre trajo ayer del vídeo club, pero has cambiado el final, no muere la chica, muere el espía. He tratado de acercar de nuevo mi boca a sus labios pero me he dado cuenta de que ella sabía que yo era un fracasado, que nunca conseguiría salir de mi doloroso anonimato. Estas muchachas tienen un olfato especial para conocer a sus clientes. Saben enseguida cuándo un putero ha triunfado en la vida, se lo notan en la cara. He decidido entonces utilizar mi última estratagema para recuperar el terreno perdido, para recobrar esa sincera mirada de credulidad y asombro. Le he dicho que la quería, que me pasaba las noches pensando en ella, que ni siquiera las palabras del bolero podrían aliviar mi tristeza, que se quedara conmigo para siempre, que yo haría de ella lo que quisiera ser; he dejado que mi mano avanzara entre sus muslos, la he oído decir, no hagas eso, me estás poniendo cardiaca. Se pone cardiaca por mi mano, pero no por la imaginación que despliego narrando una vida que invento para ella. Quizá la pigmalionización pueda ser la única obra que logre emprender un narcisista fracasado. Finalmente ha cogido un bloc y ha escrito unas frases, ha arrancado el papel y me lo ha puesto en el bolsillo de la chaqueta.

Al salir lloviznaba y he pensado que no podría dormir, que la inspiración llegaría si oía mis dedos deslizarse sobre el ordenador. Por eso he decidido que no podía dilatarlo más, que tenía que empezar la novela, que tenía que ponerme a escribir. Esta noche por fin buscaré el principio de mi gran obra interactiva, multidimensional, el principio que justificará el prólogo que en el futuro escribirá un académico envarado sobre mi texto universal y poliédrico. Veo de pronto uno de los epígrafes de ese prólogo: una novela escrita desde la propia piel, desde el fracaso, desde esa vacilante condición mortal que encubre la grandeza. Puedo imaginar muchas más frases elogiosas, puedo imaginar que se hable de un estilo deliberadamente roto, puedo imaginar que alguien diga: la novela de Antonio López, un texto que se sitúa en las fronteras de la literatura, que marca la divisoria, un texto que se cierne para señalarnos los límites.

He sacado el papel del bolsillo de la chaqueta y he leído lo que Sandra había escrito para mí:

Oda a la conciencia de un fracaso

Quiero mandar tu recuerdo al cielo,

que toque al llegar la puerta de cristal,

que entre y salga con alas.

Quiero mirar tu recuerdo,

junto a las estrellas.

Quiero verte atravesando la pesada

y liviana puerta de la eternidad.

Sandra

Pero ahora debo empezar a escribir, ahora debo escribir la primera frase, la que impedirá que el lector se escape, que me traicione, que se vaya con otro, como sin duda ha hecho Sandra cuando la dejé…

Ángel María González Villanueva

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[1] El autor se refiere aquí a la primera especie de residuos que Wilfredo Pareto asociaba en su interminable Tratado de Sociología General con aquellos individuos que, como el león maquiaveliano, eran portadores de la innovación y del progreso.