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– Ahorita te soltamos, mi hermano -le dijo el Teniente, con cariño-. Tranquilo nomás, no te calientes.

Lo arrastraron unos cincuenta metros, por un arenal con matas de hierba reseca, hasta una playa de grava y arena. Lo reclinaron en el suelo y se sentaron a sus lados. Las cabañas de la vecindad se hallaban a oscuras. El viento se llevaba mar adentro la música y los ruidos del bulín. Olía a sal y a pescado y el runrún de la resaca adormecía como un somnífero. A Lituma le vinieron ganas de acurrucarse en la arena, taparse la cara con el quepis y olvidarse de todo. Pero había venido a trabajar, carajo. Estaba ansioso y atemorizado, pensando que ese cuerpo semitendido a sus pies les haría, una revelación terrible.

– ¿Te sientes mejor, compadre? -dijo el Teniente Silva. Levantó al aviador hasta sentarlo y lo apoyó contra su cuerpo, -pasándole el brazo por los hombros, igualito que si fuera su compinche del alma-. ¿Sigues borrachito o se te está pasando?

– ¿Quién chucha eres tú y quién chucha es tu madre? -balbuceó el aviador, recostando la cabeza en el hombro del Teniente Silva. Lo agresivo de su voz no congeniaba para nada con la docilidad de su cuerpo, blando y sinuoso, apoyado contra el jefe de Lituma como en un espaldar.

– Yo soy tu amigo, mi hermano -dijo el Teniente Silva-. Agradéceme que te sacara del bulín. -Si seguías mostrando los huevos, te los iban a cortar. Y qué ibas a hacer por la vida capadito, piensa nomás.

Se calló porque al aviador lo había sacudido una sucesión de arcadas. No llegó a vomitar pero, por si las moscas, el Teniente le apartó la cabeza y se la mantuvo inclinada contra el suelo.

– Tú debes ser un maricón -balbuceó, siempre rabioso, cuando se le pasaron las arcadas-. ¿Me has traído aquí para que te haga el favor de meterte la pichula?

– No, mi hermano -se rió el Teniente Silva-. Te he traído para que me hagas un favor. Pero no ése.

«Tiene su estilacho para sonsacar sus secretos. a las gentes», pensó Lituma, admirado.

– ¿Y qué favor quieres que te haga, chucha de tu madre? -hipó y babeó con furia el aviador, volviendo a apoyarse en el hombro del Ten¡ente Silva con la mayor confianza, como un gatito que busca el calor de la gata.

– Que me cuentes qué le pasó a Palomino Molero, mi hermano -susurró el oficial. Lituma se sobresaltó.

El aviador no había reaccionado. No se movía, no hablaba y hasta parecía, pensó Lituma, que se hubiera quedado sin respiración. Estuvo así un buen rato, petrificado. El guardia espiaba a su jefe. ¿Iba a repetirle la pregunta? ¿Había entendido o se hacía el que no?

– Que la chucha de tu madre te cuente qué le pasó a Palomino Molero -gimoteó, al fin, tan bajo que Lituma tuvo que estirar el pescuezo. Seguía acurrucado contra el Teniente Silva y parecía que temblaba.

– Mi pobre mamacita no sabe ni quién es Palomino Molero -repuso su jefe, con el mismo tono afable-. Tú, en cambio, sabes. Anda, mi hermano, dime qué pasó.

– ¡Yo no sé nada de Palomino Molero! -gritó el aviador y Lituma saltó sobre la arena-. ¡No sé nada! ¡Nada, nada!

Tenía la voz rota y temblaba de pies a cabeza.

– Claro que sabes, mi hermano -lo consoló el Teniente Silva, con mucho afecto-. Por eso vienes a emborracharte al bulín todos los días. Por eso andas medio loco. Por eso provocas a los macrós como si estuvieras harto de tu pellejo.

– ¡No sé nada! -aulló de nuevo el tenientito-. ¡Nada de nada¡

– Cuéntame lo del flaquito y te sentirás mejor -prosiguió el Teniente, como haciéndole rorró, rorró-. Te juro que sí, mi hermano, yo soy un poco psicólogo. Déjame ser tu confesor. Palabra que te hará bien.

Lituma estaba sudando. Sentía la camisa pegada a la espalda. Pero no hacía calor, más bien fresquito. La brisa levantaba unas olitas que rompían a pocos metros de la orilla, con un chasquido enervante. «¿Por qué te asustas, Lituma?», pensó. «Cálmate, cálmate:» Tenía en la cabeza la imagen del flaquito, allá en el pedregal, y pensaba: «Ahora sabré quién lo mató››.

– Ten huevos y cuéntame -lo animaba el Teniente Silva Te sentirás bien. Y no llores.

Porque el tenientito había comenzado a sollozar como un churre de teta, la cara aplastada en el hombro del Teniente Silva.

– No lloro por lo que tú crees -balbuceó, ahogándose, entre nuevas arcadas-. Me emborracho porque ese concha de su madre me clavó un puñal. ¡No me deja ver a mi hembra! Me ha prohibido verla. Y ella tampoco quiere verme, carajo. ¿Tú crees que hay derecho a hacer una cosa tan concha de su madre?

– Claro que no hay, mi hermano -lo palmeó en la espalda el Teniente Silva-. ¿El concha de su madre que te prohibió ver a tu hembra es Mindreau?

Ahora sí, el tenientito levantó la cabeza del hombro del jefe de Lituma. En el resplandor lechoso de la luna, el guardia vio su cara embarrada de mocos y babas. Tenía las pupilas dilatadas y brillantes, ebrias de desasosiego. Movía la boca sin articular palabra.

– ¿Y por qué te ha prohibido el Coronel que veas a su hija, mi hermano? -le preguntó el Teniente Silva, con la misma naturalidad que si le hubiera preguntado si llovía-. ¿Qué le hiciste? ¿La llenaste?

– Shit, shit, carajo -babeó el aviador-. ¡Carajo, carajo, no lo nombres! ¿Quieres joderme?

– Claro que no, mi hermano -lo calmó el Teniente-. Ayudarte es lo que quiero. Me preocupa verte así, tan jodido, emborrachándote, haciendo escándalos. Estás arruinando tu carrera ¿no te das cuenta? Okay, no lo nombraremos más, mi palabra.

– íbamos a casarnos apenas saliera mi ascenso el próximo año -gimoteó el tenientito, dejándose caer de nuevo sobre el hombro del Teniente Silva-. El concha de su madre me hizo creer que estaba de acuerdo y que cambiaríamos aros para Fiestas Patrias. Me metió el dedo ¿ves? ¿Acaso está permitido ser tan traidor, tan mañoso, tan canalla en la vida, carajo?

Se había movido y ahora miraba a Lituma.

– No, mi Teniente -murmuró el guardia, confuso.

– ¿Y quién es este huevón? -babeó el aviador, dejándose caer nuevamente contra el Teniente Silva-. ¿Qué hace aquí? ¿De dónde salió este otro concha -de su madre?

– No es nadie, mi adjunto, un tipo de confianza -lo tranquilizó el Teniente Silva-. No te preocupes por él. Ni por el Coronel Mindreau, tampoco.

– Shit, shit, shit, carajo, no lo nombres.

– Tienes razón, me olvidé -lo palmeó el Teniente Silva-. A todos los padres les duele que sus hijas se les casen. No quieren perderlas. Dale tiempo al tiempo, al final se ablandará y te casarás con tu hembra. ¿Quieres un consejo? Llénala. Cuando la vea embarazada, el viejo no tendrá más remedio que autorizar el matrimonio. Y, ahora, cuéntame lo de Palomino Molero.

«Este hombre es un genio», pensó Lituma.

– Ése no se ablandará nunca porque no es humano. No tiene alma ¿ves? -gimoteó el aviador. Tuvo otra de esas arcadas que se le mezclaban con los hipos de la borrachera y a Lituma se le ocurrió que la camisa de su jefe debía estar una mugre-. Un monstruo que ha jugado conmigo como su cholito ¿ves? ¿Ya entiendes por qué estoy hasta el cien? ¿Ya entiendes por qué no me queda más que emborracharme hasta las cachas todas las noches?

– Claro que entiendo, mi hermano -dijo el Teniente Silva-. Estás templado y te friega que no te dejen ver a tu hembra. Pero a quién se le ocurre templarse de la hija de Mindreau, perdón, quise decir de ese déspota. Anda, mi hermano, cuéntame de una vez lo de Palomino Molero.

– ¿Te crees muy vivo, no? -balbuceó el tenientito, enderezando la cabeza. Era como si se le hubiese pasado la borrachera. Lituma se aprestó a sujetarlo pues le pareció que iba a agredir a su jefe. Pero, no, estaba demasiado borracho, no podía tenerse erecto, se había desmoronado otra vez sobre el Teniente Silva.

– Anda, hermano -lo consoló éste-. Te hará bien, te distraerá de tu problema. Te olvidarás de tu hembra por un rato. ¿Lo mataron porque se metió con la mujer de un oficial? ¿Fue por eso?