– Yo a ti no te voy a contar un carajo de Palomino Molero -rugió el tenientito, aterrado-. Si quieres, mátame primero.
– Eres un malagradecido -lo reprendió el Teniente, con suavidad-. Yo te he sacado del bulín, donde te iban a cortar los huevos. Yo te he traído aquí para que se te quite la tranca y vuelvas a la Base sanito y no te castiguen. Yo te estoy sirviendo de pañuelo, de almohada y de paño de lágrimas. Mira nomás cómo me has puesto con tus babas. Y tú ni siquiera quieres contarme por qué mataron a Palomino Molero. ¿Tienes miedo de algo?
«No le va a sacar nada, se desmoralizó Lituma. Habían perdido el tiempo y, lo peor, él se había hecho absurdas ilusiones. Este borrachín no los libraría de las tinieblas››.
– Ella también es una grandísima mierda, hasta peor que su padre -se quejó entre dientes. Tuvo una arcada y, atorándose, continuó-: Y, a pesar de todo lo que me ha hecho, la quiero. ¡Quién comprende eso! Sí, carajo. La tengo aquí, en el corazón. Y qué chucha.
– ¿Y por qué dices que tu hembra también es una mierda, mi hermano? -preguntó el Teniente Silva-. Ella tiene que obedecer a su papá ¿no? ¿O es que ya no te quiere? ¿Te ha largado?
– Ella no sabe lo que quiere, ella es la voz de su amo, RCA Víctor, el perro del disco, eso es lo que es. Sólo hace y dice lo que manda el monstruo. El que me largó fue él, por boca de ella.
Lituma trataba de recordar a la muchacha, tal como la había visto, en la breve aparición que hizo en el despacho de su padre. Tenía presente el diálogo entre ambos pero le costaba recordar si era bonita. Entreveía una silueta más bien menuda, debía tener mucho carácter por la manera como hablaba, y seguro era engreidísima. Una carita de mirar a todo el mundo desde un trono ¿no? Habría barrido el suelo con el pobre aviador, en qué estado lo había dejado.
– Cuéntame lo de Palomino Molero, mi hermano -repitió el Teniente Silva una vez más-. Por lo menos, algo. Por lo menos, si lo mataron por enredarse, allá en Piura, con la mujer de un oficial. Anda, siquiera eso.
Estaré borracho pero no soy ningún cojudo, a mí tú no me vas a tratar como a tu cholito -balbuceó el aviador.
Hizo una pausa y añadió, con amargura:
– Pero, si quieres saber una cosa, lo que le pasó se lo buscó.
– ¿Palomino Molero, quieres decir? -susurró el Teniente.
– Dirás el concha de su madre de Palomino Molero, más bien.
– Bueno, el concha de su madre de Palomino Molero, si prefieres -ronroneó el Teniente Silva, palmeándolo-. ¿Por qué se las buscó?
– Porque picó muy alto -carraspeó el tenientito, con ira-. Porque se metió en corral ajeno. Esas cosas se pagan. Él las, pagó y bien hecho que las pagara.
Lituma tenía la piel de gallina. Éste sabía. Éste sabía quiénes y por qué mataron al flaquito.
– Así es, mi hermano, el que pica alto, el que se mete en corral ajeno, generalmente las paga -le hizo eco el Teniente Silva, más amistoso que nunca-. ¿Y en qué corral se metió Palomino?
– En el de la puta que te parió -dijo el aviadorcito, separándose de su espaldar. Hacía esfuerzos por incorporarse. Lituma lo vio gatear, ponerse de pie a medias, derrumbarse y quedar a cuatro patas.
– No, en ése no fue, mi hermano, y tú lo sabes prosiguió el Teniente Silva, incansable y cordial-. Fue allá, en Piura, en una casa de la Base Aérea. En una de ésas junto al aeropuerto. ¿No es verdad?
El tenientito levantó la cabeza, siempre a cuatro patas, y a Lituma le dio la impresión de que iba a ladrar. Los miraba con una mirada vidriosa y angustiada y parecía hacer grandes esfuerzos para dominar la borrachera. Pestañeaba sin tregua.
– ¿Y quién te contó eso, concha de tu madre?
– Ahí está el detalle, mi hermano, como diría Cantinflas -se rió el Teniente Silva-. No sólo tú sabes cosas. Yo también sé algunas. Yo te digo las que sé, tú las que sabes y resolvemos juntos el misterio mejor que Mandrake el Mago.
– Dime tú primero qué sabes de la Base de Piura -articuló el aviador. Seguía a cuatro patas y Lituma pensó que ahora sí se le había pasado la borrachera. Por la manera como hablaba y, sobre todo, porque parecía habérsele ido también el miedo.
– Con mucho gusto, mi hermano -dijo el Teniente Silva-. Pero, ven, siéntate, fúmate este pucho. Se te está pasando la tranca ¿no? Mejor.
Encendió dos cigarrillos y le alcanzó el paquete a Lituma. El guardia sacó uno y lo prendió.
– Mira, yo sé que Palomino tenía un amorcito allá en la Base de Piura. Le daba serenatas con su guitarra, le iba a cantar con esa linda voz que dicen que tenía. En las noches y a escondidas. Le cantaría boleros, parece que eran su especialidad. Ya está, ya te dije lo que sé. Ahora te toca. ¿A quién iba a darle serenatas Palomino Molero?.
– No sé nada de nada -exclamó el aviador. Estaba asustadísimo de nuevo. Los dientes le seguían castañeteando.
– Sí sabes -lo animó el jefe de Lituma-.
Sabes que el marido de esa a la que daba serenatas malició algo, o los pescó, y sabes que Molero tuvo que salir pitando de Piura. Por eso se vino aquí, por eso se enroló en Talara.
Pero el marido celoso lo descubrió, vino a buscarlo y se lo cargó. Por lo que tú dijiste, mi hermanó. Por picar alto, por meterse en otro corral. Anda, no te estés tan calladito. ¿Quién se lo cargó?
El aviador tuvo otra arcada. Esta vez vomitó, encogido, haciendo un ruido espectacular. Cuando hubo terminado, se limpió la boca con la mano y comenzó a hacer morisquetas. Terminó sollozando como un churre. Lituma tenía asco y también algo de pena. El pobre estaba sufriendo, se veía.
– Tú dirás por qué insisto tanto en que me digas quién fue -reflexionó el Teniente, haciendo argollas con el humo-. Curiosidad, mi hermano, nada más. Si el que se lo cargó fue alguien de la Base de Piura ¿qué puedo hacer yo? Nada. Ustedes tienen sus fueros, sus prerrogativas, se juzgan ustedes mismos. Yo no podría ni meter mi cuchara. Pura curiosidad ¿ves? Y, además, te voy a decir una cosa. Si yo estuviera casado con mi gorda y alguien viniera a darle serenatas, a cantarle boleritos románticos, también me lo cargaría. ¿Quién se enfrió a Palomino, mi hermano?
Hasta en este momento tenía que acordarse de Doña Adriana el Teniente. Era una enfermedad, pucha. El tenientito se ladeó, evitando el suelo ensuciado por sus vómitos, y se sentó en la arena, unos centímetros más adelante que Lituma y su jefe. Puso los codos sobre las rodillas y hundió la cabeza en las manos. Debía sentir los muñecos de la borrachera. Lituma recordó esa sensación de vacío con cosquillitas, el malestar inubicable, generalizado, que conocía muy bien de sus épocas de inconquistable.
– ¿Y cómo sabes que iba a dar serenatas en la Base de Piura? -preguntó el aviador, de pronto. A ratos parecía con miedo, a ratos con ira, y ahora con las dos cosas a la vez-. ¿Quién carajo te contó eso?
En ese momento, Lituma se dio cuenta que se acercaban unas sombras. Segundos después, las tenían junto a ellos, abiertas en medio círculo. Eran seis. Llevaban fusiles y varas, y en el resplandor de la luna, Lituma reconoció los brazaletes. La Policía Aeronáutica. En las noches, recorrían las cantinas, las fiestas y el bulín en busca de gente de la Base que estuviera haciendo escándalos.
– Soy el Teniente Silva, de la Guardia Civil. ¿Qué pasa?
– Venimos a llevarnos al Teniente Dufó -repuso uno de ellos. No se le veían los galones, debía ser un Suboficial.
– Para decir mi nombre, primero lávese la boca -rugió el aviador. Consiguió incorporarse y tenerse de pie, aunque se balanceaba como si fuese a perder el equilibrio en cualquier momento-. A mí nadie me lleva a ninguna parte, carajo.
– Órdenes del Coronel, mi Teniente -replicó el jefe de la patrulla-. Con su perdón, pero tenemos que llevarlo.
El aviador carraspeó algo y se deslizó al suelo, en cámara lenta. El que mandaba la patrulla dio una orden y las siluetas se acercaron. Cogieron al Teniente Dufó de brazos y piernas y se lo llevaron en peso. Él los dejó hacer, rezongando algo incomprensible.