Выбрать главу

Lituma y el Teniente Silva los vieron desaparecer en la oscuridad. Poco después, a lo lejos, arrancó un jeep. La patrulla había estacionado sin duda junto al bulín. Terminaron de fumar sus cigarrillos, absortos en sus pensamientos. El Teniente fue el primero en levantarse, para emprender el regreso. Al pasar cerca del bulín oyeron música, voces y risas. Parecía lleno.

– Usted es una fiera para hacer hablar a la gente -dijo Lituma-. Qué bien lo fue llevando, llevando, hasta sonsacarle algunas cositas.

– No le saqué todas las que sabe -afirmó el Teniente-. Si hubiéramos tenido más tiempo, quizá hubiera desembuchado todo. -Escupió y respiró con apetito, como para llenarse los pulmones de aire marino Te voy a decir algo, Lituma. ¿Sabes qué me huelo?

– ¿Qué, mi Teniente?

– Que en la Base Aérea todo el mundo sabe lo que pasó. Desde el portero hasta Mindreau.

– No me extrañaría -asintió Lituma.

– Por lo menos, ésa fue la impresión que me dio el Teniente Dufó. Que él sí sabía muy bien quién mató al flaquito.

Caminaron un buen rato en silencio, por una Talara dormida. La mayoría de las casitas de madera estaban a oscuras; sólo en una que otra se veía chispear un candil. Allá arriba, detrás de las rejas, en la zona reservada, también era noche total.

De pronto, el Teniente habló con una voz distinta:

– Es una gauchada, Lituma. Date una vuelta por la playa de los pescadores. Mira si El León de Talara ya zarpó. Si ha salido, te vas a dormir nomás. Pero, si estuviera en la playa, anda a avisarme a la fonda.

– Cómo, mi Teniente -se asombró Lituma-. Quiere decir que…

– Quiere decir que voy a tratar -asintió el Teniente, con una semirrisita nerviosa-. No sé si ocurrirá el milagro esta noche. Puede que no. Pero nada se pierde intentando. Ha resultado mucho más difícil de lo que creía. Algún día será. Porque, ¿sabes una cosa?, este cristiano no se morirá sin tirarse a esa gorda y sin saber quiénes mataron a Palomino Molero. Son mis dos metas en la vida, Lituma. Más todavía que el ascenso, aunque no me lo creas. Anda, anda de una vez.

«Cómo puede tener ánimos en este momento para eso», reflexionó Lituma. Pensó en Doña Adriana, encogida en su camita, soñando, inconsciente de la visita que iba a recibir. Ah, caracho, vaya pinga loca que había resultado el Teniente Silva. ¿Se lo aflojaría esta noche? No, Lituma estaba seguro que Doña Adriana jamás le daría gusto. De entre las cabañas a oscuras salió un perro a ladrarle. Lo ahuyentó de un puntapié. Siempre olía a pescado en Talara, pero ciertas noches, como ésta, el olor aumentaba hasta volverse insoportable. Lituma sintió una especie de vértigo. Caminó un rato tapándose la nariz con el pañuelo. Muchas barcas habían salido ya a pescar. Apenas quedaban media docena en la playita y ninguna de ellas era El León de Talara. Las examinó una por una, para estar seguro. Cuando se disponía a irse, advirtió un bulto, recostado en uno de los botecitos de la arena.

– Buenas noches -murmuró.

– Buenas -dijo la mujer, como molesta por haber sido interrumpida.

– Pero, vaya, qué hace usted aquí a estas horas, Doña Adriana. -La dueña de la fondita llevaba una chompa negra sobre el vestido y andaba descalza, como siempre.

– Vine a traerle su fiambre a Matías. Y, después que partió, me quedé a tomar un poco de aire. No tengo sueño. ¿Y tú, Lituma? ¿Qué se te ha perdido por aquí? ¿Una cita de amor?

El guardia se echó a reír. Se puso en cuclillas, frente a Doña Adriana, y mientras se reía, en la escasa luz -una nube envolvía a la luna- examinaba esas formas abundantes, generosas, que tanto codiciaba el Teniente Silva.

– ¿De qué te ríes? -le preguntó Doña Adriana-. ¿Te has vuelto loco o estás un poco tomadito? Ah, ya sé, has estado donde el Chino Liau.

– Nada de eso, Doña Adriana -siguió riéndose Lituma-. Si se lo cuento, se va usted a morir de risa, también.

– Cuéntamelo, entonces. Y no te rías solo que pareces un cacaseno.

La dueña de la pensión estaba siempre de buen humor y animosa, pero Lituma la notó esta noche algo tristona. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y uno de sus pies escarbaba la arena.

– ¿Está usted molesta por algo, Doña Adriana? -preguntó, ya serio.

– Molesta, no. Preocupada, Lituma. Matías no quiere ir a la Asistencia. Es muy porfiado y no puedo convencerlo.

Hizo una pausa y suspiró. Contó que, desde hacía por lo menos un mes, a su marido no se le quitaba la ronquera, y que, cuando tenía accesos fuertes de tos, escupía sangre. Ella había comprado unas medicinas en la farmacia y se las había hecho tomar casi a la fuerza, pero no le habían hecho nada. A lo mejor tenía algo grave y no se podía curar con esos remedios de farmacia. De repente necesitaba radiografías o una operación. El terco no quería saber nada de la Asistencia y decía que se le iba a pasar, que ir a ver un médico por una tos era cosa de rosquetes. Pero a ella no le metía el dedo a la boca: se sentía peor de lo que aparentaba porque cada noche se le hacía cuesta arriba salir a pescar. Le había prohibido que les hablara a sus hijos de los escupitajos con sangre. Pero ella se los contaría el domingo, cuando vinieran a verla. A ver si ellos lo arrastraban al médico.

– Usted lo quiere mucho a Don Matías ¿no, Doña Adriana?

– He estado con él casi veinticinco años -sonrió la dueña de la pensión-. Parece mentira cómo se pasa, Lituma. A mí Matías me agarró tiernita, de quince añitos apenas. Yo le tenía miedo, por lo que era tan mayor. Pero me persiguió tanto que acabó por darse gusto. Mis padres no querían que me casara con él. Decían que era muy viejo, que el matrimonio no duraría. Se equivocaron, ya ves. Ha durado y, con todo, nos hemos llevado bastante bien. ¿Por qué me preguntas si lo quiero?

– Porque ahora ya me da un poco de vergüenza decirle lo que vine a hacer aquí, Doña Adriana.

El pie que jugaba en la arena se inmovilizó, a milímetros de donde estaba acuclillado el guardia.

– Déjate de misterios, Lituma ¿Estás haciéndome una adivinanza?

– El Teniente me mandó a ver si Don Matías había salido ya a pescar -susurró, bajando la voz y con tonito malicioso. Se quedó esperando y como ella no, hizo ninguna pregunta, añadió-: Porque se fue a hacerle una visita, Doña Adriana, y no quería que su marido lo fuera a pescar. Ahora mismo debe estar tocándole la puerta.

Hubo un silencio. Lituma sentía chasquear a las olitas que venían a morir en la orilla, cerca de él. Después de un momento, oyó que Doña Adriana se reía, despacito, con burla, conteniéndose, como para que él no la oyera. Él también volvió a reírse. Así estuvieron un buen rato, riéndose, cada vez más fuerte, contagiados.

– Qué maldad estar burlándonos así de la prendida del Teniente, Doña Adriana.

– Todavía debe estar tocando la puerta y rascando la ventana, rogando y rogando que lo deje entrar -habló entre risas la dueña de la pensión-. Prometiéndome el oro y el moro para que le abra. ¡Jajajá! ¡A los puros fantasmas! ¡Jajajá!

Todavía se rieron un rato más. Cuando se callaron, Lituma vio que el pie de la dueña de la fonda volvía a escarbar la arena, con método y obstinación. A lo lejos, silbó la sirena de la refinería. Estaban cambiando el turno, pues allí trabajaban de día y de noche. Oyó, también, ruidos de camiones en la carretera.

– La verdad es que lo tiene loco al Teniente, Doña Adriana. Si usted lo oyera. No habla de otra cosa. Ni siquiera mira a las otras mujeres. Para él, usted: es la reina de Talara.

Oyó que Doña Adriana se reía otra vez, complacida.

– Es un mano larga, un día de éstos se va a llevar un sopapo por las confianzas que se toma conmigo -dijo, sin el menor enojo-. ¿Loco por mí? Puro capricho, Lituma. Se le ha metido conquistarme y, como no le hago caso, está entercado. ¿Piensas que voy a creerme que un muchacho como él se ha enamorado de una mujer que podría ser su mamá? Ni tonta, Lituma. Un antojo, nada más. Si le diera gusto una sola vez, ya está, se le quitaría el enamoramiento.