– ¿Y usted le va a dar gusto aunque sea una vez, Doña Adriana?
– Por supuesto que ni la décima parte de una vez -respondió al instante la dueña de la pensión, haciéndose la molesta. Pero Lituma comprendió que fingía. Yo no soy una de ésas. Yo soy una madre de familia, Lituma. A mí no me pone la mano encima otro hombre que mi marido.
– Entonces, el Teniente se va a morir, Doña Adriana. Porque, le juro que no he visto a un hombre tan templado de nadie como él de usted. Hasta le habla en sueños, figúrese.
– ¿Y qué dice cuando me habla en sueños?
– No se lo puedo decir, porque son cosas cochinas, Doña Adriana.
Ella soltó la carcajada. Cuando terminó de reírse, se incorporó del botecito, y, siempre con los brazos cruzados, echó a caminar.
Tomó el rumbo de la fonda, seguida por Lituma.
– Me alegro de este encuentro contigo -dijo-. Me has hecho reír, me has quitado la preocupación que tenía.
– Yo también me alegro, Doña Adriana -dijo el guardia-. Gracias a nuestra charla, me olvidé del flaquito que mataron. Lo tengo metido en la cabeza desde que lo vi en el pedregal. A veces, me dan pesadillas. Espero que esta noche no.
Despidió a Doña Adriana en la puerta de la fonda y caminó hasta el Puesto. El y el Teniente dormían allí, el oficial en un cuarto amplio, contiguo a la oficina, y Lituma en una especie de despensa pegada al patiecito de los calabozos. Los otros guardias eran casados y vivían en casas del pueblo. Mientras recorría las calles desiertas, imaginaba al Teniente rascando los vidrios de la fonda y susurrando palabras de amor al puro viento.
En la Comisaría, vio un papel ensartado en la manija de la puerta. Había sido puesto allí exprofeso, para que lo vieran al entrar. Lo desprendió con cuidado y, adentro -un cuarto de tablas, con un escudo, una bandera, dos escritorios y un basurero- encendió la lámpara. Estaba escrito en tinta azul, por alguien que tenía una letra pareja y elegante, alguien que sabía escribir sin faltas de ortografía:
«A Palomino Molero, los que lo mataron lo fueron a sacar de casa de Doña Lupe, en Amotape. Ella sabe lo que pasó. Pregúntele.»
La Comisaría recibía anónimos con frecuencia, sobre todo por asuntos de cuernos y de negociados en la Aduana del puerto. Éste era el primero que se refería a la muerte del flaquito.
V
Amotape, vaya nombre -se burló el Teniente Silva-. ¿Será cierto que viene de la historia ésa del cura y su sirvienta? ¿Usted qué cree, Doña Lupe?
Amotape está a medio centenar de kilómetros al Sur de Talara, en medio de pedregales calcinados y dunas ardientes. En el contorno hay matorrales secos, bosquecillos de algarrobos y alguno que otro eucalipto, manchas de pálido verdor que alegran la monótona grisura del paisaje. Los árboles se han encogido, alargado y enrevesado para absorber la escasa humedad de la atmósfera y, a la distancia, parecen brujas gesticulantes. Bajo la sombra bienhechora de sus copas retorcidas hay siempre rebaños de escuálidas cabras, mordisqueando las vainas crujientes que se desprenden de las ramas; también, soñolientos piajenos; también, algún pastor, generalmente un churre o una churre de pocos años, piel requemada y ojos vivísimos.
– ¿Usted cree que esa historia del cura y su sirvienta sobre Amotape será cierta, Doña Lupe? -repitió el Teniente Silva.
El poblado es un revoltijo de cabañas de barro y caña brava, con corralitos de estacas, y alguna que otra casa de rejas nobles, aglomerado en torno a una antigua placita con glorieta de madera, almendros, buganvilias y un monumento de piedra a Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, que murió en esta soledad. Los vecinos de Amotape, gentes pobres y polvorientas, viven de las cabras, los algodonales y de los camioneros y autobuseros que se desvían de la ruta entre Talara y Sullana para tomarse en el pueblo un potito de chicha o comerse un piqueo. El nombre del lugar, dice una leyenda piurana, viene de la Colonia, cuando Amotape, pueblo importante, tenía un párroco avaro, que odiaba dar de comer a los forasteros. Su sirvienta, que le amparaba las tacañerías, al ver asomar un viajero lo alertaba: Amo, tape, tape la olla que viene gente.» ¿Sería cierto?
– Quién sabe -murmuró, al fin, la mujer-. A lo mejor, sí. A lo mejor, no. Dios sabrá.
Era muy flaca, de piel olivácea y apergaminada que se le hundía entre los huesos salientes de los pómulos y los brazos. Desde que los vio llegar, los miraba con desconfianza. «Con más desconfianza todavía de la que nos mira normalmente la gente», pensó Lituma. Los escrutaba con unos ojos profundos y asustadizos, y, a ratos, se sobaba los brazos como sorprendida por un escalofrío. Cuando su mirada se cruzaba con la de uno de ellos, la sonrisita que intentaba le salía tan falsa que parecía morisqueta. «Qué miedo tienes, comadre», pensaba Lituma. «Tú sí que sabes cosas.» Los había mirado así mientras les servía de comer unos «chifles» de plátano frito y salado y un seco de chabelo. Así los miraba cada vez que el Teniente le pedía que les renovase la calabaza de «clarito». ¿A qué hora iba a empezar su jefe a hacerle preguntas? Lituma sentía que la chicha comenzaba a embotarle el cerebro. Era mediodía, hacía un calor de los mil diablos. Él y el Teniente eran los únicos parroquianos. Desde el local veían, sesgada, la iglesita de San Nicolás resistiendo heroica el paso del tiempo, y, más allá, a través del arenal, a unos cientos de metros, los camiones que iban rumbo a Sullana o a Talara. A ellos los había traído un camión que. cargaba jaulas de pollos. Los dejó en la carretera. Mientras atravesaban el pueblo, habían visto brotar caras curiosas de todas las chozas de Amotape. Varias cabañas tenían pendones blancos, flameando en el tope de una estaca. El Teniente preguntó cuál de esas casas en que servían chicha era la de Doña Lupe. El corro de churres que los rodeaba señaló al instante la cabañita donde estaban ahora. Lituma suspiró, aliviado. Vaya, por lo menos la mujer existía. El viaje no había sido en vano, pues. Habían venido a la intemperie, oliendo cagarrutas de pollos, apartando las plumas que se les metían a la boca y a las orejas, ensordecidos por el cloqueo de sus compañeros de viaje. La asoleadera le había dado dolor de cabeza. Ahora, al regresar, tendrían que caminar de nuevo hasta la carretera, pararse allí y estirar el brazo hasta que un conductor se comidiera a regresarlos a Talara.
– Buenos días, Doña Lupe -había dicho el Teniente Silva, al entrar-. Venimos a ver si su chicha, sus chifles y su seco de chabelo son tan buenos como se comenta. Nos los han recomendado. Espero que no nos defraude.
A juzgar por la manera como los miraba, la dueña de la fonda no se había tragado el cuento del Teniente. Y, sobre todo, pensó Lituma, considerando lo ácida que era su chicha y lo insípido que sabían las hebras de carne de su seco. Al principio, los churres de Amotape estuvieron merodeando alrededor de ellos. Poco a poco, se fueron aburriendo y yendo. Ahora sólo quedaban en la choza, en torno al fogón, a las tinajas de barro, al camastro y a las tres mesitas chuecas plantadas sobre la tierra, unas criaturas semidesnudas, jugando con unas calabazas vacías. Debían de ser hijas de Doña Lupe, aunque parecía difícil que una mujer de su edad tuviera hijas tan chiquitas. ¿O, a lo mejor, no era tan vieja? Todos los intentos de entablar conversación con ella habían sido inútiles. Le hablaran del tiempo, la sequía, la cosecha de algodón de este año o del nombre de Amotape, contestaba siempre igual. Con monosílabos, silencio o evasivas.
– Te voy a decir una cosa que te va a sorprender, Lituma. ¿Tú también crees que Doña Adriana es una gorda, no es cierto? Te equivocas. Es, una mujer bien despachada,- lo que es muy distinto.