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¿A qué hora iba a comenzar el Teniente? ¿Cómo iba a hacerlo? Lituma se sentía sobre ascuas, escindido entre la sorpresa y la admiración que le provocaban las astucias de su jefe. A él le constaba que el Teniente Silva estaba tan ávido como él por desenredar el misterio de la muerte de Palomino Molero. Había sido testigo de la excitación que, la noche anterior, le provocó el anónimo. Olfateando el papel como un sabueso la presa, sentenció: «No es una pasada. Trae un hedor de cosa cierta. Habrá que ir a Amotape.»

¿Sabes cuál es la diferencia entre una gorda y una mujer bien despachada, Lituma? La gorda es fofa, chorreada, blanduzca. Tocas y la mano se hunde como en un queso mantecoso. Te sientes estafado. La mujer bien despachada es dura, llenita, tiene lo que hace falta y más. Todo en el sitio debido. Está bien distribuida y proporcionada. Tocas y resiste, tocas y rebota. Hay siempre de más, de sobra, para hartarse y hasta para regalar.

En el camino hacia Amotape, mientras el sol del desierto les taladraba los quepis, el Teniente había venido monologando sin cesar sobre el anónimo, especulando sobre el Teniente Dufó, sobre el Coronel Mindreau y su hija. Pero, desde que entraron a la choza de Doña Lupe era como si al Teniente Silva se le hubiera eclipsado la curiosidad por Palomino Molero. Toda la comida no había hecho otra cosa que hablar del nombre de Amotape, o, claro está, de Doña Adriana. A voz en cuello, sin importarle que la señora Lupe oyera sus arrechuras

– Es la diferencia entre la grasa y el músculo, Lituma. La gorda es grasa. La mujer bien despachada, una canasta de músculos. Unas tetas musculosas es lo más rico que hay en el mundo, más rico todavía que este seco de chabelo de Doña Lupe. No te rías, Lituma, es así mismito como te lo digo. Tú no sabes de esas cosas, yo sí. Un poto grande y musculoso, unos muslos musculosos, unas espaldas y unas caderas de mujer con músculo, son manjares de príncipes, reyes y generales. ¡Uy, Dios mío! ¡Uy, uy, uy! Así es mi amorcito de Talara, Lituma. No gorda sino bien despachada. Una mujer con músculo, carajo. Y eso es lo que a mí me gusta.

El guardia se reía, por disciplina, pero Doña Lupe oía todas las habladurías del oficial, muy seria, escrutándolos. «Esperando», pensaba Lituma, seguramente tan en pindingas como él mismo. ¿Cuándo se decidiría el Teniente a empezar? Parecía no tener el menor apuro del mundo. Dale que dale con el tema de la gorda.

– Tú dirás: ¿cómo es que el Teniente sabe que Doña Adrianita es bien despachada y no gorda? ¿La ha tocado, acaso? Es verdad que apenas, Lituma. Apenas, apenitas, una tocadita aquí, de paso, un roce a la apuradita. Cojudeces, ya lo sé, tienes razón en lo que estarás pensando. Pero es que yo la he visto, Lituma. Ya está, ya te conté mi secreto. La he visto bañándose en fustán. Allá en la playita adonde van a bañarse las viejas de Talara para que no las vean los hombres, esa que está detrás del faro, esa de piedras y rocas, junto al peñón de los cangrejos. ¿ Para qué crees que me desaparezco siempre a eso de las cinco, con mis prismáticos, contándote el cuento de ir a tomarme un cafecito en el Hotel Royal? ¿Para qué crees que me trepo al peñón que está sobre esa playita? Para qué va a ser, Lituma. Para mirar a mi amorcito mientras se baña con su fustán rosado. Una vez que el fustán se moja es como si estuviera calata, Lituma. ¡Dios mío, écheme agua, Doña Lupe, que me quemo! ¡Apágueme este incendio! Ahí es cuando se ve lo que es un cuerpo bien despachado, Lituma. Las nalgas duras, las tetas duras, puro músculo de la cabeza a los pies. Un día te llevaré conmigo y te la mostraré. Te prestaré mis prismáticos. Te quedarás bizco, Lituma. Verás que tengo razón. Verás el cuerpo más sabroso de Talara. Sí, Lituma, yo no soy celoso, por lo menos con mis subordinados. Si te portas bien, un día te treparé al peñón de los cangrejos. Te dará un patatús de felicidad al ver a ese hembrón.

Era como si se hubiera olvidado qué habían venido a hacer a Amotape, carajo. Pero cuando la impaciencia ya comenzaba a desesperar a Lituma, el Teniente Silva, de pronto, enmudeció. Se quitó los anteojos oscuros -el guardia vio que su jefe tenía las pupilas brillantes e incisivas-, los limpió con su pañuelo y se los calzó de nuevo. Con mucha calma encendió un cigarrillo. Habló con una vocecita acaramelada:

– Una cosa, Doña Lupe. Venga, venga, siéntese con nosotros un ratito. Tenemos que hablar ¿no?

– ¿Y de qué? -murmuró la mujer, con los dientes chocándole. Se había puesto a temblar como si tuviera tercianas. Lituma se dio cuenta que él también temblaba.

– De Palomino Molero, pues, Doña Lupe, de qué va a ser -le sonrió el Teniente Silva-. De mi amor de Talara, de mi gordita rica, no voy a hablar con usted ¿no le parece? Venga, venga. Siéntese aquí:

– No sé quién es ése -balbuceó la mujer, transformada. Se sentó como una autómata en el banquito que el Teniente le señalaba. Se había demacrado de golpe y parecía más flaca que antes. Haciendo una mueca extraña, que le torcía la boca, repitió-: Juro que no sé quién es.

– Claro que sabe usted quién es Palomino Molero, Doña Lupe -la reprendió el Teniente Silva. Había dejado de sonreír y hablaba en, un tono frío-y-duro que sobresaltó a Lituma. Éste pensó: «Sí, sí, por fin sabremos qué pasó.»-. El avionero que asesinaron en Talara. El que quemaron con cigarrillos y ahorcaron. Al que le zambulleron un palo en el trasero. Palomino Molero, un flaquito que cantaba boleros. Estuvo aquí, en esta casa, donde estamos usted y yo. ¿Ya no se acuerda?

Lituma vio que la mujer abría mucho los ojos y también la boca. Pero no dijo nada. Permaneció así, desencajada, temblando. Una de las criaturas hizo un puchero.

– Le voy a hablar francamente, señora -el Teniente arrojó una bocanada de humo y pareció distraerse, observando las volutas. Prosiguió de improviso, con severidad-

Si usted no coopera, si no responde a mis preguntas, se va a meter en un lío de la puta madre. Se lo digo así, con palabrotas, para que se dé cuenta de lo grave que es. No quiero detenerla, no quiero llevármela a Talara, no quiero meterla en un calabozo. Yo no quiero que se pase, el resto de la vida en la cárcel, como encubridora y cómplice de un crimen. -Le aseguro que no quiero nada de eso, Doña Lupe.

La criatura seguía haciendo pucheros y Lituma, llevándose un dedo a los labios, le indicó silencio. Ella le sacó la lengua y sonrió.

– Me van a matar -gimió la mujer, despacito. Pero no lloraba. En sus ojos secos había odio y miedo animal. Lituma no se atrevía a respirar, le parecía que si se movía o hacía ruido ocurriría algo gravísimo. Vio que el Teniente Silva, con mucha parsimonia, abría su cartuchera. Sacó su pistola y la puso sobre la mesa, apartando las sobras del seco de chabelo. Le acarició el lomo mientras hablaba:

– Nadie le va a tocar un pelo, Doña Lupe. Siempre y cuando nos diga la verdad. Aquí está esto para defenderla, si hace falta.

El rebuzno enloquecido de una burra quebró, a lo lejos, la quietud del exterior. «Se la están cachando», pensó Lituma.

– Me han amenazado, me han dicho si abres la boca vas a morir -aulló la mujer, alzando los brazos. Se apretaba la cara con las dos manos y se retorcía de pies a cabeza. Se oía entrechocar sus dientes-. Qué culpa tengo, qué he hecho yo, señor. No puedo morirme, dejar abandonadas a estas criaturas. A mi marido lo mató un tractor, señor.

Los niños que jugaban en la tierra se volvieron al oírla gritar, pero, luego de un momento, se desinteresaron de ella y retornaron a sus juegos. La criatura que hacía pucheros había ido gateando hasta el umbral de la choza. El sol enrojeció su pelo, su piel. Se chupaba el dedo.

– Ellos también me mostraron sus pistolas, a quién hago caso, a ustedes o a ellos -aulló la mujer. Trataba de llorar, hacía muecas, se estrujaba los brazos, pero tenía los ojos siempre secos. Se golpeó el pecho y se santiguó.