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Lituma ojeó el exterior. No, los gritos de la mujer no habían atraído al vecindario. Por el hueco de la puerta y los intersticios de las estacas se veía el portón cerrado de la iglesita de San Nicolás y la Plaza desierta. Los niños que, hasta hacía un momento, correteaban y pateaban pelotas de trapo alrededor de la glorieta de madera, ya no estaban allí. Pensó: «Se los han llevado, los han escondido. Sus padres los agarrarían del pescuezo y meterían a las chozas, para que no oyeran ni vieran lo que iba a pasar aquí.» Todos sabían, pues, lo de Palomino Molero; todos habían sido testigos. El misterio se iba a aclarar, ahora sí.

– Cálmese, vayamos pasito a paso, sin apurarnos -dijo el Teniente. Pero su tono, a diferencia de sus palabras, no quería tranquilizarla sino aumentar su miedo. Era frío y amenazador-: Nadie la va a matar ni a meterse con usted. Palabra de hombre. A condición de que me hable con franqueza. De que me diga toda la verdad.

– No sé nada, no sé nada, tengo susto, Dios mío -balbuceó la mujer. Pero en su expresión, en su abandono, era visible que sabía todo y que no tenía fuerzas para negarse a contarlo-. Ayúdame, San Nicolás.

Se santiguó dos veces y besó sus dedos cruzados

– Empezando por el principio -ordenó el Teniente-. Cuándo y por qué vino aquí Palomino Molero. ¿Desde cuándo lo conocía usted?

Yo no lo conocía, no lo había visto en la vida -protestó la mujer: -Bajaba y subía la voz, como si hubiera perdido el control de su garganta, y revolvía los ojos-. Yo no le hubiera dado cama aquí, si no hubiera sido por la muchacha. Buscaban al párroco, al Padre Ezequiel. Pero no estaba. Casi nunca está, para viajando.

– ¿La muchacha? -se le escapó a Lituma.

Una mirada del Teniente le hizo morderse la lengua.

– La muchacha -tembló Doña Lupe-. Sí, ella. Me rogaron tanto que me compadecí. Ni siquiera fue por plata, señor, y Dios sabe la falta que me hace. A mi marido lo pisó el tractor. ¿No le he dicho? Por Nuestro Señor que nos está viendo y escuchando allá arriba, por San Nicolasito que es nuestro patrono. Si ellos ni siquiera tenían plata. Apenas para pagar la comida, nomás. La cama se las di de balde. Y porque iban a casarse. Por compasión, por lo tiernitos que eran, casi unos churres, por lo enamorados que se los veía, señor. Cómo iba a saber lo que pasaría. Qué te he hecho, Diosito, por qué me metes en una desgracia semejante.

El Teniente esperó, echando argollas de humo y fulminando a la mujer con la mirada a través de sus anteojos, que Doña Lupe se persignara, se restregara los brazos y se apretara la cara como si fuera a destrozársela.

– Ya sé que es usted buena gente, la calé ahí mismo -dijo, sin cambiar de tono-.

– No se preocupe, siga. ¿Cuántos días estuvieron aquí los tortolitos?

El rebuzno obsceno hirió de nuevo la mañana, más cerca, y Lituma oyó también un galope. «Ya se la tiró», dedujo.

– Sólo dos -respondió Doña Lupe-. Estuvieron esperando al párroco. Pero el Padre Ezequiel estaba de viaje. Siempre está. Dice que va a bautizar y casar gente de las haciendas de la sierra, que se va a Ayabaca porque es muy devoto del Señor Cautivo, pero quién sabe. Mil cosas se dicen de tanto viaje. Yo les dije no lo esperen más, puede tardar una semana, diez días, quién sabe cuántos. Iban a irse a la mañana siguiente a San Jacinto. Era domingo y yo misma les aconsejé que se fueran para allá. Los domingos un padre de Sullana va a San Jacinto a decir la misa. Él podía casarlos, pues, en la capillita de la hacienda. Era lo que más querían en el mundo, un padre que los casara. Aquí, era por gusto que siguieran esperando. Váyanse, váyanse a San Jacinto.

– Pero los tortolitos no llegaron a irse ese domingo -la interrumpió el Teniente.

– No -se aterró Doña Lupe. Quedó muda y miró a los ojos al oficial, luego a Lituma y de nuevo al Teniente. Temblaba y entrechocaba los dientes.

– Porque… -la ayudó el oficial, silabeando.

– Porque vinieron a buscarlos el sábado en la tarde -secreteó ella, desorbitada.

Todavía no había oscurecido. El sol era una bola de fuego entre los eucaliptus y los algarrobos, las calaminas de algunos techos espejeaban con el resplandor del crepúsculo, y, en eso, ella, que estaba cocinando, doblada sobre el fogón, vio el auto. Se salió de la carretera, enfiló hacia Amotape y, brincando, roncando, levantando un terral, se vino derechito hacia la Plaza. Doña Lupe no le quitaba los ojos, viéndolo acercarse. Ellos también lo sintieron y lo vieron. Pero no le hicieron caso hasta que frenó junto a la Iglesia. Estaban sentados ahí, besándose. Todo el día estaban besándose. Ya basta, ya basta, dan el mal ejemplo a los churres. Más bien conversen o canten.

– Porque él cantaba bonito ¿no? -susurró el Teniente, animándola a seguir-…¿Boleros, sobre todo?

– También valses y tonderos -asintió la mujer. Suspiró tan fuerte que Lituma dio un respingo-. Y hasta cumananas, ese canto en que dos se desafían. Lo hacía muy, bien, gracioso era.

– El carro llegó a Amotape y usted lo vio -le recordó el Teniente-. ¿Ellos se echaron a correr? ¿Se escondieron?

– Ella quiso que se escapara, que se escondiera. Lo asustaba diciéndole corre amor, escápate amor, corre, corre, no te quedes, no quiero que…

– No, amor, date cuenta, has sido mía, hemos pasado dos noches juntos, tú ya eres mi mujer. Ahora nadie podrá oponerse. Tendrán que aceptar nuestro amor. No me voy. Lo voy a esperar, le voy a hablar.

Ella, asustadísima, corre, corre, te van a, te pueden no sé qué, escápate, yo los entretengo, no quiero que te maten amor. Estaba tan asustada que Doña Lupe se asustó, también:

– ¿Quiénes son? -les preguntó, señalando el auto embadurnado de tierra, las siluetas que descendían y se recortaban, oscuras, sin cara, contra el horizonte incendiado-. ¿Quién viene ahí? Dios mío, Dios mío, qué va a pasar.

– ¿Quiénes venían, Doña Lupe? -echó una hilera de argollas de humo el Teniente Silva.

– Quién iba a ser -susurró la mujer, casi sin separar los dientes, con una furia que borró su miedo-. Quién, sino ustedes.

El Teniente Silva no se alteró:

– ¿Nosotros? ¿La Guardia Civil? Querrá usted decir la Policía Aeronáutica, gente de la Base Aérea de Talara. ¿No?

– Ustedes, los uniformados -susurró la mujer, de nuevo empavorecida-. ¿No es la misma cosa?

– En realidad, no -sonrió el Teniente Silva-. Pero, no importa.

Y, en ese momento, sin distraerse un ápice de las revelaciones de Doña Lupe, Lituma los vio. Ahí estaban, protegiéndose del sol bajo la techumbre de esteras, sentados muy juntos y con los dedos entrelazados, un instante antes de que les cayera encima la desgracia. Él había inclinado su cabeza de rizos negros y cortitos sobre el hombro de la muchacha y, rozándole el oído con los labios, le cantaba, Dos almas que en el mundo, había unido Dios, dos almas que se amaban, eso éramos tú y yo. Conmovida por la ternura y la delicadeza de la canción, ella tenía los ojos aguados y, para oír mejor el canto o por coquetería, encogía un poco el hombro y fruncía su carita de muchacha enamorada.

No había rastro de antipatía, ni de arrogancia, en esas facciones adolescentes dulcificadas por el amor. Lituma sintió que lo embargaba una desoladora tristeza al divisar, por donde sin duda aparecería y vendría, precedido por el trueno de su motor, entre nubarrones de polvo amarillento, el vehículo de los uniformados. Recorría el caserío de Amotape al promediar el día, y, luego de unos minutos atroces, venía a detenerse a pocos metros de, la misma choza sin puerta en la que ahora se encontraban. «Por lo menos, en esos dos días que pasó aquí, debió ser muy feliz», pensó.

– ¿Sólo dos? -preguntó el Teniente. Lituma se sorprendió al ver a su jefe tan sorprendido. Evitaba mirarlo a los ojos, por una oscura superstición.