– Sí, amor, él tiene razón, él nos ha perdonado, vamos, hagámosle caso, subamos -porfiaba el muchacho-. Yo le tengo confianza. Cómo no se la voy a tener, siendo quien es.
«Siendo quien es.» Lituma sintió que una lágrima le rodaba por la mejilla hasta la comisura de los labios. Era salada, una gotita de agua de mar. Seguía oyendo, como un rumor marino, a Doña Lupe, interrumpida de cuando en -cuando por las preguntas del Teniente. Vagamente comprendía que la señora no contaba ya nada que no hubiera contado antes sobre lo que ellos habían venido a averiguar. Lamentaba su mala suerte, lo que le iría a pasar, preguntaba al cielo qué pecado había cometido para verse enredada en una historia tan horrible. A ratos, se le escapaba un sollozo. Pero nada de lo que ella decía le interesaba ya a Lituma. En una suerte de sonambulismo, una y otra vez veía a la pareja feliz, disfrutando de su luna de miel prematrimonial en las humildes callecitas de Amotape: él, un cholito del barrio de Castilla; ella, una blanquita de buena familia. Para el amor no había barreras, decía el vals. En este caso había sido cierto; el amor había roto los prejuicios sociales y raciales, el abismo económico. El amor que debían haber sentido el uno por el otro debía de haber sido intenso, irrefrenable, para hacer lo que hicieron. «Nunca he sentido un amor así», pensó. «Ni siquiera esa vez que me enamoré de Meche, la querida de Josefino.» No, él se había encamotado algunas veces, caprichos que se desvanecían una vez que la mujer cedía o resistía tanto que él se cansaba. Pero un amor jamás le había parecido tan imperioso como para arriesgar por él la vida, como lo había hecho el flaquito, o para desafiar por él al mundo entero, como lo había hecho la muchacha. «A lo mejor a mí no me ha tocado nacer para sentir lo que es el verdadero amor», pensó. «A lo mejor, por haberme pasado la vida yendo donde las polillas con los inconquistables, se me emputeció el corazón y me volví incapaz de querer a una mujer como el flaquito.»
– ¿Qué voy a hacer ahora, señor? -oyó implorar a Doña Lupe-. Aconséjeme, pues.
El Teniente, de pie, preguntaba cuánto eran los claritos de chicha y el seco de chabelo. Cuando la mujer dijo nada, nada, él insistió. De ninguna manera, señora, él no era uno de esos policías conchudos y gorreros, él pagaba lo que consumía, estuviera de servicio o no.
– Pero, dígame al menos qué tengo que hacer ahora -rogó angustiada Doña Lupe. Tenía las manos juntas, como rezando-. Me van a matar igual que al pobre muchacho. ¿No se da cuenta? No sé adónde ir, no tengo dónde. ¿Acaso no he cooperado, como me pidió? Dígame qué hago ahora.
Quédese callada, Doña Lupe -dijo el Teniente, afablemente, poniéndole el dinero de la cuenta junto al potito de chicha en que había bebido-. Nadie la matará. Nadie vendrá a molestarla. Siga su vida de siempre y olvídese de lo que vio, de lo que oyó y también de lo que nos ha contado. Hasta lueguito.
Se llevó la punta de dos dedos a la visera de su quepis,- en un gesto de despedida que era frecuente en éclass="underline" Lituma se puso de pie, apresurado, y, olvidando despedirse de la dueña del local, lo siguió. Salir a la intemperie, recibir el sol vertical directamente, sin el tamiz de las esteras y estacas, fue como entrar en el infierno. A los pocos segundos, sentía su camisa caqui empapada y la cabeza zumbándole. El Teniente Silva caminaba con aparente soltura; a él se le hundían los botines en la arena y andaba con esfuerzo. Recorrían una sinuosa calle, la principal de Amotape, rumbo al descampado y a la carretera. Al pasar, de soslayo, Lituma advertía los racimos humanos detrás de las estacas de las casitas, los ojos curiosos e inquietos de los vecinos. Al verlos llegar, se habían escondido, temerosos de la policía, y, estaba seguro, apenas hubieran salido ellos de Amotape, se precipitarían en tumulto a la choza de Doña Lupe a preguntarle qué había pasado, qué le habían dicho, hecho. Caminaban mudos, enfrascados en sus pensamientos, el Teniente dos o tres pasos adelante. Cuando cruzaban las últimas viviendas del caserío, un perro sarnoso salió a mostrarles los dientes. En el arenal, rápidas lagartijas aparecían y desaparecían entre los pedruscos. Lituma pensó que, por estos descampados, habría también zorros. El flaquito y la muchacha, los dos que estuvieron refugiados en Amotape, seguramente los oían ulular en las noches, cuando se acercaban, hambrientos, a merodear alrededor de los corrales de cabras y gallinas… ¿Se asustaría la muchacha al oír el aullido de los zorros? ¿Se abrazaría a él, temblando, buscando protección y él la tranquilizaría diciéndole cositas cariñosas al oído? ¿O, en su gran amor, estarían en las noches tan alelados, tan absortos, que ni siquiera escuchaban los ruidos del mundo? ¿Habrían hecho el amor por primera vez aquí en Amotape? ¿O Antes, acaso en el arenal que rodeaba la Base Aérea de Piura?
Cuando llegaron a orillas de la carretera, Lituma estaba mojado de pies a cabeza, como si se hubiera metido vestido en una acequia. Vio que también el pantalón verde y la camisa crema del Teniente Silva tenían grandes lamparones de sudor y que su frente estaba constelada de gotitas. No se veía ningún vehículo. Su jefe, con un gesto de resignación, levantó los hombros. «Paciencia», murmuró. Sacó una cajetilla de Incas, ofreció un cigarrillo a Lituma y encendió otro él. Durante un rato fumaron en silencio, abrasándose de calor, pensando, observando los espejismos de lagos y fuentes y mares frente
a ellos, en el interminable arenal. El primer camión que pasó rumbó a Talara no se detuvo, pese a los gestos frenéticos que le hicieron ambos con sus gorras.
– En mi primer destino, en Abancay, recién salido de la Escuela de Oficiales, tenía un jefe que no aguantaba pulgas. Un capitán que, en estos casos, ¿sabes lo que hacía, Lituma? Sacaba su revólver y le reventaba las llantas.-El Teniente miró con amargura al camión que se alejaba-. Le decíamos el Capitán Rascachucha, porque era muy mujeriego. ¿No te darían ganas de hacer lo mismo con este malagracia?
– Sí, mi Teniente -murmuró el inconquistable, distraído.
El oficial lo examinó con curiosidad.
– ¿Estás muy impresionado con lo que has oído, no es cierto?
El guardia asintió.
– Todavía no acabo de creerme todo lo que la señora nos ha dicho, Lo que pasó en este agujero infeliz.
El Teniente hizo volar la colilla de su cigarrillo al otro lado de la pista, y, con su pañuelo, ya empapado, se secó la frente y el cuello.
– Sí, nos ha dicho cosas cojonudas -reconoció.
– Nunca creí que ésta fuera la historia, mi Teniente -dijo Lituma-. Me había imaginado muchas cosas. Menos ésta.
– ¿Quiere decir que tú sabes todo lo que pasó con el flaquito, Lituma?
– Bueno, más o menos, mi Teniente -balbuceó el guardia. Y, con cierto temor, añadió-: ¿Usted no?
– Yo, todavía -dijo el oficial-. Es otra cosa que tienes que aprender. Nada es fácil, Lituma. Las verdades que parecen más verdades, si les das muchas vueltas, si las miras de cerquita, lo son sólo a medias o dejan de serlo.
– Bueno, sí, seguramente -murmuró Lituma-. Pero, en este caso ¿no está todo claro?
– Por lo pronto, aunque te parezca mentira, yo ni siquiera estoy totalmente seguro que los que lo mataron fueran el Coronel Mindreau y el Teniente Dufó -dijo el Teniente, sin la menor burla en la voz, como reflexionando en voz alta-. Lo único que me consta es que quienes vinieron a buscarlos aquí y se los llevaron fueron ese par.
– Le voy a decir una cosa -susurró el guardia, pestañeando-. No es eso lo que más me ha impresionado. Sino ¿sabe qué? Ahora sé por qué el flaquito se enroló como voluntario en la Base de Talara. Para estar cerca de la muchacha que quería. ¿No le parece extraordinario que alguien haga una cosa así? ¿Que un muchacho, exonerado del servicio, venga y se enrole por amor, para estar junto a la hembrita que quiere?