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– Y por qué te admira tanto eso -se rió el Teniente Silva.

– Es fuera de lo común -insistió el guardia-. Algo que no se ve todos los días.

El Teniente Silva empezó a hacer alto con las manos a un vehículo que se aproximaba a lo lejos.

– Entonces, no sabes lo que es el amor -lo oyó burlarse-. Yo me metería de avionero, de soldado raso, de cura, de recogedor de basura y hasta comería caca si hiciera falta, para estar cerca de mi gordita, Lituma.

VI

– Ya está ¿no te lo dije?, ahí viene -exclamó el Teniente Silva, los prismáticos bien pegados a los ojos. Alargaba una cabeza de jirafa-. Puntual como una inglesa. Bienvenida, mamacita. Ven, calatéate para verte de una vez… Agáchate, Lituma, si nos pesca se da media vuelta.

Lituma se escabulló detrás de la roca donde estaban apostados hacía lo menos media hora. ¿Era Doña Adriana esa nubecita de polvo, allá a lo lejos, procedente del sector de la costa que llamaban Punta Arena, o sus arrechuras lo hacían ver visiones al Teniente Silva? Estaban en el peñón de los cangrejos, atalaya natural de una playita pedregosa, de aguas quietas, protegida de los vientos del atardecer por un farallón, polvoriento y por varios almacenes de la International Petroleum Company. A sus espaldas, desplegada en abanico, tenían la bahía, con sus dos muelles, la refinería erizada de tubos, escaleras y torreones metálicos y el desorden del pueblo. ¿Cómo había descubierto el Teniente que Doña Adriana se venía a bañar aquí, en la tarde, cuando el sol se enrojecía y el calor atenuaba un poco? Porque, sí, la nubecita de polvo era ella; el guardia reconocía ahora las formas compactas y el andar cadencioso de la dueña de la fonda.

– Ésta es la mayor demostración de aprecio que le he dado jamás a nadie, Lituma -murmuró el Teniente, sin apartar los prismáticos de la cara-. Le vas a ver el poto a mi gorda, nada menos. Y las tetas. Y, con un poco de suerte, también la chuchita y los pendejitos. Prepárate, Lituma, porque te vas a morir. Será tu regalo de cumpleaños, tu ascenso. Qué suertudo eres de tener un jefe como yo, hombre.

El Teniente Silva hablaba como un loro desde que estaban allí, pero Lituma apenas lo oía: Se hallaba ahora más atento a los cangrejos que a las bromas de su jefe o a la llegada de Doña Adriana. El peñón merecía su nombre: había cientos y acaso millares. Cada uno de esos huequecitos en la tierra era un escondite. Lituma, fascinado, los veía asomar como unas movedizas manchitas terrosas, y, una vez afuera, estirarse y ancharse hasta recuperar esa incomprensible forma que tenían, y echarse a correr, al sesgo, de una manera tan confusa que era imposible saber si avanzaban o retrocedían. «Igual que nosotros en lo de Palomino Molero», pensó.

– Agáchate, agáchate, que no te vea -ordenó su jefe, a media voz-. Qué maravilla, ya comenzó a calatearse.

Se le ocurrió que el cerro entero estaba horadado por las galerías excavadas en él por los cangrejos. ¿Y si, de pronto, cedía? El Teniente Silva y él se hundirían en unas profundidades oscuras, arenosas, asfixiantes, pobladas de enjambres de esas costras vivientes, artilladas con pinzas. Antes de perecer, tendrían una agonía de pesadilla. Tentó el suelo. Durísimo, menos mal.

– Présteme, pues, sus prismáticos -rezongó-. Me invita a ver y resulta que se lo ve todo solito, mi Teniente.

– Para algo soy tu jefe, huevonazo -sonrió el Teniente. Pero le alcanzó los prismáticos-. Mira rapidito. No quiero que te me envicies.

El guardia graduó los prismáticos a su vista y miró. Vio a Doña Adriana, allá abajo, pegadita al farallón, quitándose el vestido con toda calma. ¿Sabía que la estaban espiando? Se demoraba así para provocar al Teniente? No, sus movimientos tenían la flojera y el abandono de quien se cree a salvo de miradas. Había doblado el vestido y se empinó para colocarlo en una roca adonde no llegaban las salpicaduras del mar. Tal como había dicho su jefe, llevaba un fustán rosado, corto, y Lituma pudo verle los muslos, gruesos como troncos de laurel, y los pechos que sobresalían hasta la orilla misma del pezón.

– Quién hubiera dicho que, a sus años, Doña Adriana tenía tantas cositas ricas -se asombró.

– No mires tanto que me la vas a gastar -lo riñó el Teniente, arrebatándole los prismáticos En realidad, lo bueno viene ahora, en el agua. Cuando el fustán se le pega al cuerpo, se vuelve transparente. Éste no es un show para guardias, Lituma. Es de tenientes para arriba solamente.

El guardia se rió, por amabilidad, no porque los chistes del Teniente le hicieran gracia. Se sentía incómodo e impaciente. ¿Era por culpa de Palomino Molero? Tal vez. Desde que lo había visto empalado, crucificado y quemado, en el pedregal, tenía la sensación de que ni un solo momento había podido quitárselo de la cabeza. Antes creía que, una vez que descubrieran quiénes y por qué lo habían matado, se libraría de él. Pero ahora, aunque más o menos se hubiera aclarado el misterio, la imagen del muchacho seguía con él día y noche. «Me estás amargando la vida, flaquito de mierda», pensó. Decidió que este fin de semana pediría permiso a su jefe para ir a Piura. Era día de paga. Buscaría a los inconquistables y les invitaría una tranca en el barcito de la Chunga. Rematarían la noche en la Casa Verde, con las polillas. Eso le haría bien, puta madre.

– Mi gordita pertenece a una raza superior de mujeres -susurró el Teniente Silva-. Las que no usan calzón. Mira, Lituma, mira las ventajas de que un hembra vaya por la vida sin calzón.

Le alcanzó los prismáticos y, por más que esforzó la vista, Lituma no alcanzó a ver gran cosa. Doña Adriana se bañaba en la orillita, chapoteando, echándose agua con las manos, y entre lo que ella salpicaba y la espuma de las olitas, lo que se podía divisar de su cuerpo, aunque su fustán se trasluciera, era basura.

– Yo no debo tener su buena vista, o, mejor dicho, su gran imaginación, mi Teniente -se quejó, devolviéndole los prismáticos-. La verdad, no veo más que la espumita.

– Entonces, jódete -susurró el Teniente, llevándose una vez más los prismáticos a la cara-. Yo, en cambio, la estoy viendo como se pide chumbeque. De arriba abajo, de adelante atrás. Y, si quieres saberlo, te puedo decir que sus pendejos son – crespitos como los de una zamba. Y hasta cuántos tiene, si me lo pides. Los veo tan clarito que los podría contar uno por, uno.

– Y qué más -dijo, tras ellos, la voz de la muchacha.

Lituma se cayó sentado. A la vez, volvió la cabeza con tanta brusquedad que se le torció el pescuezo. Aun cuando estaba viendo que no era así, le seguía pareciendo que no había hablado una mujer sino un cangrejo.

– Qué más porquerías van a decir -preguntó la muchacha. Tenía los puñitos en la cadera, como un matador que hace un desplante-. Qué otras lisuras más de las que han dicho. ¿Hay más lisuras en el diccionario? Las he oído todas. Y también he visto las cochinadas que están haciendo. Qué asco me dan.

El Teniente Silva se inclinó para recoger los prismáticos, que se le habían caído de las manos al oír a la chica. Lituma, todavía sentado en el suelo, con la vaga idea de haber aplastado al caer la cáscara vacía de un cangrejo, vio que su jefe no se recuperaba aún de la sorpresa. Se sacudía la arena del pantalón, ganando tiempo. Lo vio, hacer una venia, lo oyó decir:

– Es peligroso sorprender así a la autoridad en su trabajo, señorita. ¿Y si de media vuelta le pegaba un tiro?

– ¿En su trabajo? -lo desafió ella, con una carcajada sarcástica-. ¿Espiar a las mujeres que se bañan es su trabajo?

Sólo entonces se dio cuenta Lituma que era la hija del Coronel Mindreau. Sí, Alicita Mindreau. El corazón le golpeó el pecho. De allá abajo venía la voz enfurecida de Doña Adriana. Los había descubierto, pues, con el alboroto. Como en sueños la vio salir gateando del mar y correr inclinada, tapándose, en busca de su vestido, mientras agitaba el puño hacia ellos, amenazándolos.