– Son ustedes unos abusivos, además de cochinos -repitió la muchacha-. Vaya policías. Son todavía -peor de lo que dice la gente que son los policías.
– Este peñón es un observatorio natural, para descubrir a las lanchas que traen contrabando desde el Ecuador -dijo el Teniente, con una convicción tal que Lituma se volvió a mirarlo, boquiabierto-. Por si no lo sabía, señorita. Además, los insultos de una dama son flores para un caballero. Dése gusto, nomás, si le provoca.
Por el rabillo del ojo, Lituma advirtió que, Doña Adriana, vestida de cualquier manera, se alejaba por la playa en dirección a Punta Arena. Cadereaba, con pasos enérgicos, y, de espaldas, todavía les hacía ademanes enfurecidos. Seguro estaría mentándoles la madre, también. La chiquilla se había quedado callada, mirándolos, como si súbitamente se hubieran, eclipsado su furia y su disgusto. Estaba entierrada de pies a cabeza. Imposible saber de qué color eran la blusita sin mangas y el pantalón vaquero que llevaba, pues ambas prendas, igual que sus mocasines y la cinta que sujetaba sus cabellos cortos, tenían el mismo tono ocre grisáceo de los arenales circundantes. A Lituma le pareció todavía más flaquita que el día que la vio interrumpir en el despacho del Coronel Mindreau. Casi sin busto y con las caderas estrechas, era lo que su jefe llamaba, despectivamente, una mujer-tabla. Esa naricita pretenciosa, que parecía poner notas a los olores de la gente, le pareció aún más soberbia que aquella vez. Los olía como si ellos no hubiesen pasado el examen. ¿Tendría dieciséis? ¿Dieciocho?
– Qué hace una señorita como usted entre tanto cangrejo -dijo amablemente el Teniente Silva, dando el incidente por concluido.
Guardó los prismáticos en su funda y se puso a limpiar sus anteojos oscuros con su pañuelo.
– Esto está un poco lejos de la Base Aérea para venir a pasearse. ¿Y si la muerde uno de estos bichos? ¿Qué le pasó? ¿Se le pinchó una llanta?
Lituma descubrió la bicicleta de Alicia Mindreau, también empastada de polvo, veinte metros allá abajo, al pie del peñón. El guardia observaba a la muchacha y trataba de ver, a su lado, a Palomino Molero: Estaban cogidos de la mano, se decían cositas tiernas mirándose embebidos a los ojos. Ella, pestañeando como una mariposa, le susurraba en. el oído: «Cántame, anda, cántame algo bonito.» No, no podía, era imposible imaginárselos así.
– Mi papá sabe que han estado sonsacándole cosas a Ricardo -dijo bruscamente, con tono cortante. Tenía la carita alzada y sus ojos medían el efecto en ellos de sus palabras-. Aprovechándose de que estaba tomado, la otra noche.
El Teniente no se inmutó. Se calzó los anteojos oscuros con parsimonia y empezó a bajar el cerro, hacia la trocha, dejándose deslizar como por un tobogán. Abajo, se sacudió la ropa a manazos.
– ¿El Teniente Dufó- se llama Ricardo? -preguntó-. Le dirán Richard, entonces.
– Sabe también que han ido a Amotape, a hacer averiguaciones donde la señora Lupe -añadió la muchacha, con una especie de burla. Era más bien. bajita, menuda, con unas formas apenas insinuadas. No se podía decir que fuera una belleza. ¿Se había enamorado de ella Palomino Molero sólo porque era quien era?-. Sabe todo lo que han estado haciendo.
¿Por qué hablaba así? ¿Por qué decía las cosas de esa manera tan rara? Porque Alicia Mindreau no parecía amenazarlos, sino, más bien, burlarse de ellos o divertirse en sus adentros, como si estuviera haciendo una travesura. También Lituma bajaba el cerro ahora, a brinquitos, detrás de la muchacha. Entre sus botines corrían los cangrejos, en enrevesados zigzags. En todo el rededor no había nadie. Los hombres de los depósitos debían haber salido también hacía rato, pues las puertas estaban cerradas y no venían ruidos de adentro. Allá abajo, en la bahía, un remolcador surcaba el mar, entre los muelles, despidiendo un rizo de humo gris y hacía sonar su sirena cada cierto trecho. Hormigueaban grupos humanos en la playa.
Habían llegado a la trocha que, desde el peñón, conducía hasta la reja divisoria entre las instalaciones de la International y el pueblo de Talara. El Teniente cogió la bicicleta y la fue arrastrando con una sola mano. Caminaban despacio, los tres en una misma fila-. Bajo sus pies crujían los cascajos o algún cangrejo aplastado.
– Los seguí desde la Comisaría y ustedes ni se dieron cuenta -dijo, de la misma manera imprevisible, entre furiosa y burlona-. En la reja, no me querían dejar pasar, pero los amenacé con mi papá y me dejaron. Ustedes ni me sintieron. Los estuve oyendo decir todas esas lisuras y ustedes en la luna. Si no les hubiera hablado, todavía podría estar espiándolos.
El Teniente asintió, riéndose bajito. Movía la cabeza de un lado a otro, festejándola.
– Cuando los hombres están entre hombres, dicen lisuras -se disculpó-. Vinimos a hacer una inspección, a ver si caía algún contrabandista. No es nuestra culpa que -a algunas talareñas les dé por venir a bañarse aquí a esta misma hora. Ésas son las coincidencias de la vida. ¿No, Lituma?
– Sí, mi Teniente -asintió el guardia.
– En todo caso, estamos a sus órdenes para lo que se le ofrezca, señorita Mindreau -añadió el oficial, azucarando la voz-. Usted dirá. ¿O prefiere que hablemos en el Puesto? A la sombrita y tomándose una gaseosa, se conversa mejor. Eso sí, le advierto que nuestra Comisaría no es tan confortable como la Base Aérea de su papá.
La muchacha no dijo nada. A Lituma le parecía sentir el paso de la sangre por sus venas, lento, espeso, rojo oscuro, y oía latir su pulso y sus sienes.
Cruzaron la reja y el guardia civil de turno -Lucio Tinoco, de Huancabamba- saludó militarmente al Teniente. Había también tres centinelas del servicio de seguridad de la International. Se quedaron observando a la muchacha, sorprendidos de verla con ellos. ¿Ya se había corrido la voz, en el pueblo, de lo de Amotape? No por culpa de Lituma, en todo caso. Él había cumplido escrupulosamente la orden de su jefe de no decir una palabra a nadie sobre lo que les contó Doña Lupe. Pasaron frente al Hospital de la Compañía, con sus maderas relucientes de pintura verde. En la Capitanía del Puerto, dos marineros hacían guardia, con fusiles al hombro. Uno de ellos le guiñó el ojo a Lituma, como diciendo: «Qué juntas son ésas.» Una bandada de gaviotas pasó muy cerca, aleteando y chillando. Era el comienzo del atardecer. Por entre las escaleras y barandas del Hotel Royal, el único del pueblo, Lituma vio que el sol comenzaba a ahogarse en el mar. Una tibieza grata, hospitalaria, reemplazaba a las brasas del día.
– ¿Sabe el Coronel Mindreau que ha venido a visitarnos? -insinuó delicadamente el Teniente Silva.
– No se haga el idiota -alzó la voz la muchacha-. Claro que no sabe.
«Ahorita lo sabrá», pensó Lituma. Toda la gente mostraba extrañeza al verlos pasar. Los seguían con la mirada y murmuraban.
– ¿Vino sólo a decirnos que el Coronel se enteró que estuvimos platicando con el Teniente Dufó y con la señora Lupe, de Amotape? -insistió el Teniente Silva. Hablaba mirando al frente, sin volverse hacia Alicia Mindreau, y Lituma, que se había retrasado, un poco, veía que ella tenía también la cabeza derecha, evitando dar la cara al oficial.
– Sí -la oyó responder. Pensó: «Mentira.» ¿Qué había venido a decirles? ¿La mandó el Coronel? En todo caso, parecía que le costaba trabajo; o, tal vez, se había desanimado.
Había fruncido la cara, tenía la boca entreabierta y las aletas de su naricilla arrogante palpitaban con ansiedad. Su piel era muy blanca y sus pestañas larguísimas. ¿Era ese aire delicado, frágil, de niña mimada, lo que había enloquecido al flaquito? Fuera lo que fuera aquello que había venido a decirles, se había arrepentido y no se lo diría.
– Muy amable de su parte el venir a conversar con nosotros -murmuró el Teniente, hecho un almíbar-. Se lo agradezco, de veras. Caminaron unos cincuenta metros más, en silencio, oyendo el graznido de las gaviotas y la resaca del mar. En una de las casas de madera, unas mujeres abrían los pescados y les sacaban diestramente las vísceras. Alrededor de ellas, los colmillos afuera, brincaban unos perros, esperando los residuos. Olía fuerte y mal.