Выбрать главу

– ¿Cómo era Palomino Molero, señorita? -se oyó decir, de pronto. Se le erizó la espalda de sorpresa. Había hablado sin proponérselo, de sopetón. Ni el Teniente ni la muchacha se volvieron a mirarlo. Ahora, Lituma caminaba medio metro detrás de ellos, tropezando.

– Un pan de dios -la oyó decir. Y, luego de una pausa-: Un angelito caído del cielo.

No lo decía con voz temblorosa, teñida de amargura y nostalgia. Tampoco con cariño. Sino con ese mismo tono insólito, entre inocente y burlón, en el que a ratos brotaba una chispa de cólera.

– Eso mismo dicen todos los que lo conocieron -murmuró Lituma, cuando el silencio empezó a hacerse muy largo-. Que era buenísima gente.

– Usted debió sufrir mucho con la desgracia de ese muchacho, señorita Alicia -dijo el oficial, luego de un momento-. ¿No?

Alicia Mindreau no respondió nada. Atravesaban un grupo de viviendas a medio construir, algunas sin techo, otras con las tablas de la pared a medio colocar. Todas tenían terrazas, levantadas sobre pilotes, entre los cuales se metían lenguas de mar. Comenzaba la marea alta, pues. Había viejos en camiseta sentados en las escaleras, niños desnudos recogiendo conchas, y corros de mujeres. Se oían risotadas y el olor a pescado era fuertísimo.

– Mis amigos me han dicho que yo lo oí cantar una vez, en Piura, hace ya tiempo -se oyó decir Lituma-. Pero, por más que trato, no me acuerdo. Dicen que cantaba lindísimo los boleros.

– Y la música criolla igual -lo corrigió la muchacha, moviendo la cabeza con energía-. También tocaba regio la guitarra.

– De veras, la guitarra -se oyó decir Lituma-. Era la obsesión de su madre. Doña Asunta, una señora de Castilla. Recuperar la guitarra de su hijo. Quién se la robaría.

– Yo la tengo -dijo Alicia Mindreau. Se le cortó la voz de golpe, como si no hubiera querido decir lo que había dicho.

Estuvieron callados de nuevo durante un buen rato. Avanzaban hacia el corazón de Talara, y a medida que se internaban en el nudo de viviendas, había más gente en la calle. Detrás de las rejas, en la cumbre del peñón del faro y en Punta Arena, donde estaban las casas de los gringos y de los altos empleados de la International, ya se habían prendido los postes de luz, pese a ser aún de día. También allá arriba de los acantilados, en el Tablazo, en la Base Aérea. En un extremo de la bahía, la torre de un pozo de petróleo tenía un penacho de fuego, rojizo y dorado. Parecía un cangrejo gigante, remojándose las patas.

– La pobre señora decía: «Cuando encuentren la guitarra, encontrarán a los que lo mataron» -se oyó decir Lituma, siempre a media voz-. No es que Doña Asunta supiera nada. Pura intuición de madre y de mujer.

Sintió que el Teniente se volvía a mirarlo y se calló.

¿Cómo es ella? -dijo la muchacha. Ahora sí se volvió y, por un segundo, el guardia vio su cara: entierrada, pálida, irascible, curiosa.

– ¿Se refiere a Doña Asunta, la madre de Palomino Molero? -preguntó.

– ¿Es una chola? -precisó la muchacha, con ademán impaciente.

A Lituma le pareció que su jefe soltaba una risita.

– Bueno, es una mujer de pueblo. Lo mismo que toda esa gente que estamos viendo, lo mismo que yo -se oyó decir y se sorprendió de la irritación con la que hablaba-. Claro que no es de la misma clase que usted o que el Coronel Mindreau. ¿Eso es lo que quería saber?

– Él no parecía un cholo -dijo Alicia Mindreau, suavizando el tono y como si hablara sola-. Tenía el pelo finito y hasta algo rubio. Y era el muchacho más educado que he visto nunca. Ni Ricardo, ni siquiera mi papá, son tan educados como era él. Nadie hubiera creído que estuvo en un colegio Fiscal, ni que era del barrio de Castilla. Lo único que tenía de cholo era el nombre ese, Palomino. Y su segundo nombre era todavía peor: Temístocles.

A Lituma le pareció que su jefe volvía a soltar una risita. Pero él no tenía ganas de reírse con las cosas que decía la muchacha. Estaba desconcertado e intrigado. ¿Tenía ella pena, furia, por la muerte del flaquito? No había manera de adivinarlo. La hija del Coronel hablaba como si Palomino Molero no hubiera muerto en la forma atroz que ellos sabían, como si aún estuviera vivo. ¿Sería medio chifladita?

– ¿Dónde conoció a Palomino Molero? -preguntó el Teniente Silva.

Habían llegado a la espalda de la Iglesia. Ese muro blanco servía de pantalla al cinema ambulante del señor Teotonio Calle Frías. Era un cine sin techo ni sillas, al natural. Los clientes que querían ver la película sentados tenían que llevar sus propios asientos. Pero la mayoría de talareños se acuclillaban o tumbaban por tierra. Para pasar el cordel que limitaba el espacio imaginario del local, había que pagar cinco reales. El Teniente y Lituma tenían entrada libre. Los que no querían pagar el medio sol, podían ver la película gratis, desde fuera del cordel. Se veía, pero bastante mal, y daba tortícolis. Ya había mucha gente instalada, esperando que oscureciera. Don Teotonio Calle Frías estaba armando su proyector. Sólo tenía uno; funcionaba gracias a una toma ideada por él mismo, que distraía electricidad del poste de la esquina. Después de cada rollo, había una interrupción, para que cargara el siguiente. Las películas se veían entrecortadas y resultaban larguísimas. Aun así, siempre tenía lleno, sobre todo en los meses de verano. «Desde lo del flaquito, casi no he venido al cine», pensó Lituma. ¿Qué daban esta noche? Una mexicana, cuándo no: «Río escondido», con Dolores del Río y Columba Domínguez.

– En el cumpleaños de Lala Mercado, allá en, Piura -dijo de pronto la muchacha. Se demoraba tanto en responder que a Lituma se le olvidaba a qué pregunta respondía-. Lo habían contratado para cantar en la fiesta. Todas las chicas decían qué bonito canta, qué linda voz. Y, también, qué buen mozo es, no parece cholo. Cierto, no lo parecía.

«Estos blancos», se indignó Lituma.

– ¿Le dedicó alguna canción? -preguntó el Teniente. Sus modales eran increíblemente respetuosos. A cada rato le descubría una nueva táctica a su jefe. Esta última era la de las buenas maneras.

– Tres -asintió la muchacha-. «La última noche que pasé contigo», «Rayito de Luna» y «Muñequita linda».

«No es una chica normal, es chifladita», decidió el guardia. La bicicleta de Alicia Mindreau, que el Teniente Silva arrastraba con la mano izquierda, se había puesto a chirriar, con un chirrido hiriente, que aparecía y cesaba a intervalos idénticos. A Lituma el recurrente ruidito le crispó los nervios.

– Y bailamos -añadió la muchacha.Una pieza. Bailó con todas, una vez. Sólo con Lala Mercado, dos veces. Pero porque era la dueña de casa y la del cumpleaños, no porque le gustara más. A nadie le pareció mal que bailara con nosotras, todas querían que las sacara. Se portaba como gente decente. Y bailaba muy bien.

«Gente decente», pensó -Lituma, apartándose para no pisar una estrella de mar reseca, cubierta de hormigas. ¿Al Teniente Silva lo consideraría Alicita Mindreau gente decente? A él no, por supuesto. «Cholo por mis cuatro costados», pensó. «Del barrio de La Mangachería, a mucha honra.» Tenía los ojos medio entornados y no estaba viendo la tarde talareña que ahora cedía el paso a la noche bastante de prisa, sino el bullicio y la elegancia de la sala y el jardín, repletos de parejas jóvenes, bien vestidas, en ese barrio de blancos vecino al arenal donde estaba el bar de la Chunga -Buenos Aires-, en esa casa de la tal Lala Mercado. La parejita que bailaba en aquella esquina, mirándose fijo, hablándose con los ojos, eran Alicia Mindreau y el flaquito. No, imposible. Y, sin embargo, ella lo estaba contando:

– Cuando me sacó a bailar me dijo que apenas me vio se había enamorado de mí -la oyó decir. Ni siquiera ahora había melancolía o tristeza en su voz. Hablaba rápido y sin corazón, como si transmitiera un recado-. Me dijo que siempre había creído en el amor a primera vista y que ahora sabía que existía. Porque se había enamorado de mí ahí mismito me vio. Que yo podía reírme de él si quería, pero que era verdad. Que ya nunca querría a otra mujer en el mundo más que a mí. Me dijo que aun cuando yo no le hiciera caso y lo escupiera y lo tratara como a un perro, él me seguiría queriendo hasta su muerte.