«Y así fue, pues», pensó Lituma. ¿Estaba llorando la muchacha? Nada de eso. El guardia no podía verle la cara -seguía andando un paso atrás del Teniente y de ella pero su voz no era llorosa sino seca, firme, de una severidad total. Al mismo. tiempo, parecía que hablara de alguien que no era ella, como si todo eso que contaba no la concerniera íntimamente, como si no hubiera sangre y muerte en esa historia.
– Me dijo que iría a darme serenatas. Que, cantándome todas las noches, haría que yo me enamorara de él. -siguió, luego de una corta pausa. El chirrido de la bicicleta producía una angustia inexplicable a Lituma; lo esperaba y, al oírlo, le corría un escalofrío por el cuerpo. Oyó a su jefe. El Teniente piaba como una avecilla.
– ¿Ocurrió así? ¿Pasó así? ¿Cumplió su palabra? ¿Fue a darle serenatas a su casa, en la Base Aérea de Piura? ¿Terminó usted enamorándose de él?
– No sé -contestó la muchacha.
«¿No sabe? ¿Cómo puede no saber eso?», pensó el guardia. Buscó en su memoria la vez que había estado más enamorado. ¿Fue de Meche, la querida de Josefino, esa trigueñita de cuerpo escultural a la que nunca se atrevió a declararse? Sí, ésa había sido. ¿Cómo no saber si uno está enamorado o no? Qué tontería. O sea que era chifladita. Medio locumbeta, medio tarada. ¿O se hacía adrede la idiota para confundirlos? ¿La habría instruido el Coronel para que actuara así? Ninguna hipótesis lo convencía.
– Pero Palomino Molero fue a darle serenatas a la Base Aérea de Piura, ¿no es cierto? -oyó musitar dulcemente al Teniente-. ¿Muchas veces?
– Todos los días -dijo la muchacha-. Desde la fiesta de Lala Mercado. No falló ni un día, hasta que a mi papá lo trasladaron aquí.
Unos churres con hondas estaban acribillando a hondazos al gato del Chino Tang, el bodeguero. El gato maullaba, aterrado, corriendo de un extremo a otro del techo de la bodega. El Chino Tang se apareció en una esquina, armado de una escoba, y los churres volaron, riéndose.
– ¿Y qué decía de esas serenatas su papá? -pió el Teniente Silva-. ¿Nunca lo pescó?
– Mi papá sabía que iba a darme serenatas ¿acaso es sordo? -repuso la muchacha. A Lituma le pareció que, por primera vez, Alicia Mindreau vacilaba. Como si hubiera estado a punto de decir algo más y se arrepintiera.
– ¿Y qué decía? -repitió su jefe.
– Que yo, sin duda, era para él la Reina de Inglaterra -afirmó la muchacha con la seriedad mortal que hablaba siempre-. Cuando yo se lo conté, Palito me dijo: «Tu papá se equivoca.-Tú eres para mí mucho más que la Reina de Inglaterra. La Virgen María, más bien.»
A Lituma le pareció escuchar por tercera vez la risita contenida, burlona, del Teniente Silva. ¿Palito? ¿Así lo había rebautizado a Palomino? O sea que ese apodo ridículo, Palito, era nombre decente, y Palomino o Temístocles nombres cholos. «Puta, qué blancos tan enredados», pensó.
Habían llegado al Puesto de la Guardia Civil. El guardia de turno, Ramiro Matelo, un chiclayano, se había marchado sin dejar ningún aviso y la puerta estaba cerrada. Para abrirla, el Teniente apoyó la bicicleta contra el tabique.
– Pase usted y descanse un rato -rogó el oficial, haciendo media reverencia-. Podemos convidarle una gaseosa o un cafecito.
Era ya de noche. Adentro del local, mientras encendían las lámparas de parafina, estuvieron un momento en sombras, chocando contra las cosas. La chica esperaba, quieta, junto a la puerta. No, no tenía los ojos brillantes ni húmedos. No, no había llorado. Lituma veía su sombra esbelta dibujada contra la pizarra donde se clavaban los partes y comisiones del día y pensaba en el flaquito. Tenía el corazón encogido y un desasosiego enorme. «Esto que está pasando no me lo puedo creer», pensó. ¿Les había dicho todo esto sobre Palomino Molero aquella figurita inmóvil? La estaba viendo y, sin embargo, era como si la chica no estuviera allí ni hubiera dicho nada, como si todo fuera algo que él mismo inventaba.
– ¿No la cansó la caminata? -El Teniente estaba encendiendo el primus, en el que había siempre una tetera llena de agua-. Pásale una silla a la señorita, Lituma.
Alicia Mindreau se sentó a orillas del asiento que le alcanzó el guardia. Daba la espalda a la puerta de calle y a la lámpara de la entrada; su cara permanecía a media sombra y un nimbo amarillo circundaba su silueta. Así, parecía más churre de lo que era. ¿Estaría aún en el Colegio? En alguna casa de la vecindad freían algo. Una voz borrachosa canturreaba, lejos, algo sobre Paita.
– Qué esperas para servir una gaseosa a la señorita, Lituma -lo riñó el Teniente.
El guardia se apresuró a sacar una Pasteurina del balde lleno de agua donde tenían las botellas para que se conservaran frescas. La abrió y se la alargó, disculpándose:
No tenemos vasos ni cañitas. Tendrá que tomársela a pico de botella, nomás.
Ella recibió la Pasteurina y se la llevó a la boca como una autómata. ¿Era chifladita? ¿Estaría sufriendo en sus adentros y no podía manifestarlo? ¿Se la notaba tan rara porque, tratando de disimular, se volvía antinatural? A Lituma le pareció que la muchacha se había quedado hipnotizada. Era como si no se diera cuenta de que estaba allí con ellos ni se acordara de lo que les había contado. Lituma se sentía abochornado, incómodo,- viéndola tan seria, concentrada e inmóvil. Tuvo susto. ¿Y si el Coronel se presentaba de repente en el Puesto, con una patrulla, a tomarles cuentas por esta conversación con su hija?
– Tenga, tómese también este cafecito -dijo el Teniente. Le alcanzó la taza de latón en la que había echado una cucharada de café en polvo-. ¿Cuánta azúcar le pone? ¿Una, dos?
– ¿Qué le pasará a mi papá? -preguntó con brusquedad la muchacha. No había sobresalto en su voz sino como un relente de ira-. ¿Lo meterán en la cárcel? ¿Lo fusilarán por eso?
No había cogido la taza de latón y Lituma vio que su jefe se la llevaba a la boca y tomaba un largo trago. El Teniente se sentó, de costado, en una esquina de su escritorio. Afuera, el borracho, ahora, en lugar de cantar, desvariaba sobre el mismo tema: las rayas del mar de Paita. Decía que lo habían picado y que tenía una llaga en el pie. Buscaba una mujer compasiva que le chupara el veneno.
A su papá no le va a pasar nada -afirmó, negando con la cabeza, el Teniente Silva-. ¿Por qué le pasaría algo a él? Lo más seguro es que no le hagan nada. Ni piense en eso, señorita Alicia. ¿De veras no quiere una tacita de café? Me he tomado ésta, pero le preparo otra en un segundo.
«Se las sabe todas», pensó Lituma. «Es capaz de hacer hablar a un mudo.» Había ido retrocediendo discretamente hasta apoyarse en la pared. Veía, sesgado, el fino perfil de la muchacha, su naricilla solemne, calificadora, y entendió de repente a Palomino: no sería una belleza pero había algo fascinante, misterioso, algo que podía enloquecer a un hombre en esa carita fría. Sentía cosas contradictorias. Quería que el Teniente se saliera con la suya e hiciera decir a Alicia Mindreau todo lo que supiera; a la vez, no entendía por qué, le daba pena que esa chiquilla fuera a revelarles sus secretos. Era como si Alicia Mindreau estuviera cayendo en una trampa. Tenía ganas de salvarla. ¿Sería, de veras, chifladita?
– Al que tal vez le hagan pasar un mal rato es al celosito -insinuó el Teniente, como si estuviera muerto de pena-. A Ricardo Dufó, quiero decir. A Richard. ¿Le dirán Richard, no? Claro que los celos son un factor que, cualquier juez que conozca el corazón humano, consideraría un atenuante. En lo que a mí respecta, yo creo que los celos son siempre circunstancias atenuantes. Si un hombre quiere mucho a una hembrita, es celoso. Yo lo sé, señorita, porque sé lo que es el amor, y yo también soy muy celoso. Los celos perturban el juicio, no dejan razonar. Igualito que los tragos. Si su enamorado puede probar que le hizo lo que le hizo a Palomino Molero porque estaba obnubilado por los celos -ésa es la palabrita importante, clave, ob-nu-bi-la-do, recuérdela- puede que lo consideren irresponsable en el momento del crimen. Con un poco de suerte y una buena defensa, puede. O sea que tampoco por el celosito debe usted preocuparse mucho, señorita Mindreau.