Se llevó la taza de latón a la boca y sorbió ruidosamente el café. En la frente le había quedado el surco del quepis y Lituma no le podía ver los ojos, ocultos tras los cristales oscuros: sólo el bigotito, la boca y el mentón. Una vez le había preguntado: «¿Por qué no se quita los anteojos en la oscuridad, mi Teniente?» Y él le respondió, burlándose: «Para despistar, pues.»
– Yo no me preocupo -murmuró la muchacha-. Yo lo odio. Yo quisiera que le pasaran las peores cosas. Se lo digo en su cara todo el tiempo. Una vez, se fue y volvió con su revólver. Me dijo: «Se aprieta así, aquí. Tenlo. Si de veras me odias tanto; merezco que me mates. Hazlo, mátame.»
Hubo un largo silencio, entrecortado por el chisporroteo del sartén de la casa vecina y el monólogo confuso del borracho, que se alejaba ahora: nadie lo quería, entonces iría a ver a una bruja de Ayabaca, ella le curaría el pie herido, ay, ay, ay.
– Pero yo estoy seguro que usted es una persona de buen corazón, que usted no mataría nunca a nadie -afirmó el Teniente Silva.
– No se haga el estúpido más de lo que es -lo fulminó Alicia Mindreau. Su mentón vibraba y tenía las aletas de la nariz muy abiertas-. No se haga el imbécil tratándome como si fuera otra imbécil igual que usted. Por favor. Yo ya soy una persona grande.
– Perdóneme -tosió el Teniente Silva-. Es que no sabía qué decir. Lo que le he oído me muñequeó. Se lo digo con sinceridad.
– O sea que no sabe si estuvo enamorada de Palomino Molero -se oyó murmurar Lituma entre dientes-. ¿No lo llegó a querer, pues, ni un poquito?
– Lo llegué a querer más que un poquito -replicó la muchacha con presteza, sin volverse a mirar en la dirección del guardia. Tenía la cabeza fija y su furia parecía haberse evaporado tan rápido como nació. Miraba el vacío-: A Palito lo llegué a querer mucho. Si hubiéramos encontrado al Padre, en Amotape, me hubiera casado con él. Pero eso de enamorarse es asqueroso y lo nuestro no lo era. Era una cosa buena, bonita, más bien. ¿También usted se hace el idiota?
– Vaya preguntas que haces, Lituma -oyó murmurar a su jefe. Pero comprendió que no lo estaba reprendiendo; que, en realidad, no le hablaba a él. El comentario era parte de su táctica para seguir jalando la lengua de la muchacha-. ¿Tú crees que si la señorita no lo hubiera querido, se hubiera escapado con él? ¿O te crees que se la llevó a la fuerza?
Alicia Mindreau no dijo nada. En torno a las lámparas de parafina revoloteaban cada vez más insectos, zumbando. Ahora se oía, muy próxima, la resaca. Seguía subiendo la marea. Los pescadores estarían preparando las redes; Don Matías Querecotillo y sus dos ayudantes harían rodar El León de Talara hacia el mar, o remarían ya, más allá de los muelles. Deseó estar allá, con ellos, y no oyendo estas cosas. Y, sin embargo, se oyó susurrarle
– ¿Y su enamorado, entonces, señorita? -Mientras hablaba, le parecía hacer equilibrio en una cuerda floja.
– Su enamorado oficial, querrás decir -lo corrigió el Teniente. Dulcificó la voz al dirigirse a ella-: Porque, ya que usted lo llegó a querer a Palomino Molero, me imagino que el Teniente Dufó sería sólo eso. Un enamorado oficial, para cubrir las apariencias delante de su papá. ¿Nada más que eso, un biombo, no?
– Sí -asintió la muchacha, moviendo la cabeza.
– Para que su papá no se diera cuenta de sus amores con Palomino Molero -prosiguió escarbando el Teniente-. Ya que, por supuesto, al Coronel no le haría ninguna gracia que su hija tuviera amores con un avionero.
A Lituma, el zumbido de los insectos que chocaban contra las lámparas lo crispaba igual que, antes, el chirrido de la bicicleta.
– ¿Él se enroló sólo para estar cerca de usted? -se oyó decir. Se dio cuenta que esta vez no había disimulado: su voz estaba impregnada de la inmensa pena que le inspiraba el flaquito. ¿Qué había visto en esta muchacha medio loca? ¿Sólo que era de familia encumbrada, que era blanquita? ¿O lo hechizó su humor cambiante, esos increíbles raptos que la hacían pasar en segundos de la furia a la indiferencia?
– El pobre celosito no entendería nada -reflexionó en voz alta el Teniente. Estaba prendiendo un cigarro-. Cuando empezó a entender; se lo comieron los celos. Se ob-nu-bi-ló, sí señor. Hizo lo que hizo y, medio loco de susto, de arrepentimiento, fue donde usted. Llorando: «Soy un asesino, Alicita. Torturé y maté al avionero con el que te escapaste.» Usted se lo increpó, le hizo saber que. nunca lo había querido, que lo odiaba. Y, entonces, él trajo su revólver y le dijo: «Mátame.» Pero usted no lo hizo. Tras los cuernos vinieron los palos, para Richard Dufó. Encima, el Coronel le prohibió que volviera a verla. Porque, claro, un yerno asesino era tan impresentable como un cholito de Castilla y, de remate, avionero. ¡Pobre celosito! Bueno, tengo la historia completa. ¿Me equivoqué en algo, señorita?
– Jajá -se rió ella-. Se equivocó en todo.
– Ya lo sé, me equivoqué a propósito -asintió el Teniente, humeando-. Corríjame, pues.
¿Se había reído ella? Sí, con una risita breve, ferozmente burlona. Ahora estaba seria de nuevo, sentada muy tiesa a la orilla del asiento,, con las rodillas juntas. Sus bracitos eran tan delgados que Lituma hubiera podido circuirlos con dos dedos de una mano. Así, medio en la sombra, con ese cuerpito espigado, filiforme, se la podía tomar por un muchacho. Y, sin embargo, era una mujercita. Ya había conocido hombre. Trató de verla desnuda, temblando en bazos de Palomino Molero, tumbada en un camastro de Amotape, o acaso sobre una estera, en la arena. Enroscaba sus bracitos alrededor del cuello de Palomino, abría la boca, las piernas, gemía. No, imposible. No la veía. En la interminable pausa, el zumbido de los insectos se hizo ensordecedor.
– El que me trajo el revólver y dijo que lo matara fue mi papá -añadió la chica de corrido-. ¿Qué le van a hacer?
– Nada -balbuceó precipitado el Teniente Silva, como si se hubiera atorado-. Nadie le va a hacer nada a su papá.
Ella tuvo otro arrebato de ira:
– Quiere decir que no hay justicia -exclamó-. Porque a él debieran meterlo a la cárcel, matarlo, pero nadie se atreve. Claro, quién se va a atrever.
Lituma se había puesto rígido. Sentía a su jefe también tenso, anhelante, como si estuvieran oyendo el ronquido de, las entrañas de la tierra que anuncia el temblor.
– Quiero tomar algo caliente, aunque sea ese café -dijo la muchacha, cambiando una vez más de tono. Ahora hablaba sin dramatismo, como chismeando con amigas-.Me ha dado frío ó no sé qué.
– Es que hace frío -se atolondró el Teniente Silva. Dos veces repitió, asintiendo, con movimientos de cabeza innecesariamente enérgicos-: Hace frío, hace.
Demoró buen rato en ponerse de pie y cuando lo hizo y se dirigió al Primus, Lituma advirtió su torpeza y lentitud. Se movía como borracho. Ahora se había muñequeado, no antes. También él estaba atolondrado con lo que acababa de oír. Forzándose, pensaba siempre en lo mismo. ¿O sea que, después de todo, pese a que decía que el amor era asqueroso, se había enamorado de Palomino Molero? ¿Qué adefesio era ese de considerar que enamorarse era asqueroso y querer no? A él también le había dado frío. Qué bueno hubiera sido tomarse un cafecito caliente, como el que su jefe le estaba preparando a la muchacha. Lituma veía, en el cono de luz verdosa de la lámpara, la lentitud con que las manos del Teniente vertían el agua, echaban las cucharaditas de café en polvo, el azúcar. Como si no estuviera seguro de que los dedos le fueran a responder. Vino hacia la muchacha con la taza cogida entre las dos manos, sin hacer ruido, y se la alcanzó. Alicia Mindreau se la llevó a la boca en el acto y bebió un trago, alzando la cabeza. Lituma vio sus ojos, en el frágil, vacilante resplandor. Secos, negros, duros y adultos, en esa delicada cara dé niña.