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– O sea que… -murmuró el Teniente, tan despacio que Lituma apenas podía oírlo. Había vuelto a sentarse en la esquina de su mesa y tenía una pierna apoyada en el suelo y otra balanceándose. Hizo una larga pausa y añadió, con timidez-: O sea que ese al que odia, ese al que le desea las peores cosas, no es el Teniente Dufó sino…

No se atrevió a terminar. Lituma vio que la muchacha asentía, sin la menor vacilación.

– Se arrodilla como un perro y me besa los pies -la oyó exclamar, con la voz alterada por uno de esos intempestivos ramalazos de furia-. El amor no tiene fronteras, dice. El mundo no entendería. La sangre llama a la sangre, dice. El amor es el amor, un huayco que arrastra todo. Cuando dice eso, cuando hace esas cosas, cuando llora y me pide perdón, lo odio. Quisiera que le pasaran las peores cosas.

La calló una radio, a todo volumen. La voz del locutor era atropellada, hiriente, con interferencias, y Lituma no entendió palabra de lo que decía. La reemplazó el baile de moda, «el bote», que estaba derrotando a la huaracha en las preferencias de los talareños:

«Mira esos pollos que están en la esquinaaaa…

Que ni siquiera me quieren miraaaar…»

El guardia sintió un acceso de rabia contra el remoto cantante, contra quien había encendido el aparato de radio, contra «el bote» y hasta contra sí mismo. «Por eso dice que es asqueroso», pensó. «Por eso separa enamorarse de querer» Hubo una larga pausa, ocupada por la música. Otra vez Alicia Mindreau aparecía tranquila, olvidada de su furia de hacía un instante. Su cabecita seguía levemente el compás del «bote» y miraba al Teniente como esperando algo.

– Ahora acabo de saber una cosa -oyó decir a su jefe, muy despacio.

La muchacha se puso de pie:

– Ya me voy. Se me ha hecho tarde.

– Ahora acabo de saber que fue usted quien nos dejó el anónimo, aquí en la puerta -añadió el Teniente-. Aconsejándonos que fuéramos a Amotape a preguntarle a la señora Lupe qué le había pasado a Palomino Molero

– Me debe estar buscando por todas partes -dijo la muchacha, como si no hubiera oído al Teniente. En su vocecita, metamorfoseada de nuevo, Lituma descubrió ese acento travieso y burlón que era lo más simpático, o lo menos antipático, que había en ella; cuando hablaba así parecía en verdad lo que era, una chiquilla, y no, como un momento antes, una mujer adulta y terrible con cara y cuerpo de niña-. Habrá mandado al chofer, a los avioneros, a las casas de la Base, a las casas de los gringos, al Club, al cine. Se asusta cada vez que me demoro. Cree que me voy a escapar de nuevo, jajá…

– O sea que había sido usted -añadía todavía el Teniente Silva-. Bueno, aunque un poco tarde, muchas gracias, señorita Mindreau. Si no hubiera sido por esa ayudita, todavía andaríamos en babia.

– El único sitio donde no se le ocurriría que estoy es la Comisaría -prosiguió la muchacha-. Jajá.

¿Se había reído? Sí, se había. Pero esta vez sin sarcasmo, sin ofensa. Una risita rápida, pícara, de churre palomilla. Era chifladita, por supuesto, qué iba a ser si no. Pero la duda atormentaba a Lituma y a cada segundo se daba respuestas contrarias. Sí, era; no, qué iba a ser, se hacía.

– Claro, claro -susurraba el Teniente. Tosió, aclarándose la garganta, arrojó la colilla al suelo y la pisó-. Aquí estamos para proteger a la gente. Y a usted más que nadie, por supuesto, siempre que nos lo pida.

– No necesito que nadie me proteja -replicó, secamente, la muchacha-. A mí me protege mi papá y él basta y sobra.

Estiró con tanta fuerza hacia el Teniente la taza de latón en que había tomado café que unas gotitas sobrantes salpicaron la camisa del oficial. Éste se apuró a coger la taza.

– ¿Quiere que la acompañemos hasta la Base? -preguntó.

– No, no quiero -dijo ella.

Lituma la vio salir rápidamente a la calle. Su silueta se retrató en la difusa claridad exterior, mientras se montaba en la bicicleta: La vio partir, pedaleando, oyó un timbrazo, la vio desaparecer haciendo eses en el fondo de la callecita desigual, sin pavimento.

El oficial y el guardia permanecieron en el mismo sitio, callados. Ahora, la música había cesado y otra vez se oía, como una ametralladora trepidante, la espantosa voz del locutor.

– Si no hubieran prendido esa radio concha de su madre, la chiquilla seguiría hablando -gruñó Lituma-. Sabe Dios qué cosas más nos hubiera dicho.

– Si no nos apuramos, mi gordita nos va a dejar sin comer -lo interrumpió el Teniente, incorporándose. Lo vio calarse el quepis-. Vamos de una vez, Lituma, a llenar la panza. Estas cosas a mí me abren el apetito. ¿A ti, no?

Había dicho una cojudez, porque la fonda se quedaba abierta hasta la medianoche y debían ser apenas las ocho. Pero Lituma comprendió que su jefe había dicho eso para decir algo, que había hecho una broma para no estar callado, porque debía sentirse tan raro y revuelto como él. Recogió la botella de Pasteurina que Alicia Mindreau había dejado en el suelo y la echó al costal de botellas vacías que el Borrao Salinas, botellero y ropavejero, venía a comprar cada fin de semana. Salieron, cerrando la puerta del Puesto. El Teniente masculló que dónde se había mandado mudar el guardia de servicio, que ahora, en castigo, acuartelaría a Ramiro Matelo sábado y domingo.

Había luna llena. La luz azulada del cielo iluminaba clarito la calle. Caminaron en silencio, respondiendo con las manos y movimientos de cabeza a las buenas noches de las familias congregadas en las puertas de las casas. A lo lejos se oía el parlante del cine, unas voces mexicanas, un llanto de mujer, y, como música de fondo, el ronroneo de la resaca.

– Te habrás quedado medio cojudo con lo que has oído, ¿no, Lituma?

– Sí, medio cojudo me he quedado -asintió el guardia.

– Ya te dije que en este trabajo aprenderías cada cosa, Lituma.

– Pues está siendo verdad la profecía, mi Teniente.

En la fonda, había seis personas comiendo, todas conocidas. Cambiaron venias y saludos con ellas, pero el Teniente Silva y Lituma se sentaron en una mesa aparte. Doña Adriana trajo una sopa de menestras y pescado y, más que ponérselos delante, les aventó los platos, sin responder a sus buenas noches. Tenía la cara enfurruñada. Cuando el Teniente Silva le preguntó si se sentía mal, por qué ese mal humor, ladró:

– ¿Se puede saber que hacía en el peñón de los cangrejos esta tarde, pedazo de vivo?

– Me pasaron la voz que iba a haber un desembarco de contrabandistas -respondió el Teniente Silva, sin pestañear.

– Un día va usted a pagar todas esas gracias, se lo advierto.

– Gracias por la advertencia -le sonrió el Teniente, frunciendo los labios con obscenidad y mandándole un beso-. Mamacita rrrrica.

VII

– Se me han endurecido los dedos, qué desastre -rezongó el Teniente Silva-. Cuando cadete, podía sacar cualquier tonada con oírla una vez. Y ahora ni La Raspa, carajo.

En efecto, había estado intentando varias melodías y siempre desafinaba. A veces, las cuerdas de la guitarra chirriaban como gatos bravos peleándose. Lituma oía a medias a su jefe, concentrado en un pensamiento fijo. Qué carajo iba a pasar, después de semejante parte. Estaban en la playita de pescadores, entre los dos muelles, y era más de la medianoche pues acababa de silbar la sirena de la refinería anunciando el cambio de turno. Muchas barcas habían zarpado ya, hacía rato, y, entre ellas, El León de Talara. Lituma y el Teniente Silva se fumaron un cigarrillo con el viejo Matías Querecotillo, mientras los dos ayudantes botaban la embarcación al mar. También el marido de Doña Adriana quiso saber si era cierto lo que se decía en todo Talara.