– ¿Y qué se dice en todo Talara, Don Matías?
– Que ya descubrieron ustedes a los asesinos de Palomino Molero.
El Teniente Silva le respondió lo que respondía a todo el que le hacía la pregunta. (Desde la mañana, quién sabía cómo, se había corrido la voz y la gente los paraba en la calle a preguntarles lo mismo.)
– No se puede decir nada todavía. Prontito se sabrá, Don Matías. A usted le puedo adelantar que el destape está muy cerca.
– Ojalá sea verdad, Teniente. Que por una vez se haga justicia y no resulten ganando los que siempre ganan.
– ¿Quiénes, Don Matías?
– Quiénes van a ser. Usted lo sabe tan bien como yo. Los peces gordos.
Se marchó, bamboleándose como un bote en aguas movidas, y trepó ágilmente a su barca. No parecía un hombre que tose escupiendo sangre; se lo veía robusto y parejo, para su edad. Tal vez eso de que estaba enfermo era pura aprensión de Doña Adriana. ¿Sabía Don Matías que el Teniente Silva andaba a la caza de su mujer? Nunca lo había demostrado. Lituma había advertido que el pescador trataba siempre a su jefe con amabilidad. Tal vez con los años un hombre dejaba de ser celoso.
– Los peces gordos -reflexionó el oficial, colocando la guitarra sobre sus piernas-. ¿Tú crees que los peces gordos nos dejaron esta guitarra de regalo en la puerta del Puesto?
– No, mi Teniente -contestó el guardia-. Fue la hija del Coronel Mindreau. Usted la oyó cuando nos dijo que ella tenía la guitarra del flaquito.
– Si tú lo dices… -repuso el Teniente-. Pero a mí no me consta. Yo no vi ninguna carta ni tarjeta ni nada que me pruebe que ella fue la que llevó la guitarra al Puesto. Y tampoco tengo pruebas de que ésta sea la guitarra de Palomino Molero.
– ¿Me está usted tomando el pelo, mi Teniente?
– No, Lituma. Estoy tratando de distraerte un poco, porque te veo demasiado asustado. ¿Por. qué estás tan asustado? Un guardia civil debe tener unas bolas de toro, hombre.
– Usted también anda saltón, mi Teniente. No me lo niegue.
El oficial se rió sin ganas.
– Claro que ando saltón. Pero yo disimulo, a mí no se me nota. Tú, en cambio, tienes una cara que da pena. Parece que cada vez que eructa una mosca te cagaras en los pantalones.
Quedaron callados un rato, oyendo el débil chasquido del mar. No había olas pero sí tumbos, muy altos. La luna alumbraba la noche de tal modo que se veía, muy claro, el perfil de las casas de los gringos y de los altos empleados de la International, allá en la cumbre del peñón, junto al faro pestañeante, y las faldas del promontorio que cerraba la bahía. Todo el mundo hablaba maravillas de la luna de Paita, pero lo cierto es que la luna, aquí, era la más redonda y luminosa que Lituma había visto nunca. Debían hablar de la luna de Talara, más bien. Se imaginó al flaquito, en una noche como ésta, cantando en esta misma playa, rodeado de avioneros conmovidos:
Luna, lunera
Cascabelera
Ven dile a mi chinita
Por Dios que me quiera…
Lituma y el Teniente habían estado en el cine, viendo una película argentina de Luis Sandrini, que hizo reír mucho a la gente, pero no a ellos. Luego, habían tenido una conversación con el Padre Domingo, en la puerta de la parroquia. El párroco quería que un guardia civil viniera a espantar a los donjuanes que se metían a la iglesia a fastidiar a las talareñas del coro los días de ensayo. Muchas mamás habían retirado a sus hijas del coro por culpa de esos frescos. El Teniente le prometió que lo haría, siempre que hubiera un guardia disponible. Al regresar al Puesto, encontraron la guitarra que ahora tenía el Teniente en las rodillas. La habían dejado apoyada en la puerta. Cualquiera hubiera podido llevársela, si ellos, en vez de volver a la Comisaría, se hubieran ido primero a la fonda, a comer. Lituma no vaciló un segundo en interpretar lo que significaba esa guitarra ahí:
– Quiere que se la devolvamos a la madre del flaquito. La muchacha se apiadó tal vez por lo que yo conté de Doña Asunta, por eso nos la trajo.
– Así será si tú lo dices, Lituma. Pero a mí no me consta.
¿Por qué se empeñaba el Teniente en bromear? Lituma sabía muy bien que su jefe no tenía ninguna gana de reírse, que estaba inquieto y receloso como él mismo, desde que envió ese parte. La prueba es que estuvieran en este sitio, a esta hora. Después de comer, el Teniente le había propuesto estirar las piernas. Se habían venido sin hablar, cada uno sumido en su preocupación, hasta la playita de los pescadores. Vieron a los hombres de las barcas preparar las redes y aparejos y hacerse a la mar. Habían visto, en la oscuridad de las aguas, encenderse las lamparitas lejanas de los que tiraban las redes. Al quedarse solos, al Teniente se le ocurrió rasguear las cuerdas de la guitarra del flaquito. Quizá no había podido sacar una sola melodía de puro asustado. Claro que lo estaba, aunque tratara de ocultarlo diciendo chistes. Acaso por primera vez desde que servía a sus órdenes, el guardia no lo había oído esta noche mencionar una sola vez a la gorda de la fondita. Iba a preguntar a su jefe si le permitiría llevarle la guitarra a Doña Asunta la próxima vez que fuera a Piura -«Déjeme, darle ese consuelo a la pobre señora, mi Teniente»- cuando se dio cuenta que no estaban solos.
– Buenas noches -dijo la sombra.
Había comparecido de repente, como salida del mar o del aire. Lituma dio un respingo, sin atinar a decir nada, sólo a abrir mucho los ojos. No soñaba: era el Coronel Mindreau.
– Buenas noches, mi Coronel -dijo el Teniente Silva, incorporándose del bote en que estaba sentado. La guitarra rodó a la arena y Lituma vio que su jefe hacía con la mano derecha un movimiento que no llegaba a culminar: como de coger el revólver, o, por lo menos, desabotonar la cartuchera que siempre llevaba al cinto, en la cadera derecha.
– Siéntese, nomás -dijo la sombra del Coronel-. Lo estaba buscando y tuve el pálpito de que el guitarrista nocturno era usted.
– Estaba viendo si todavía me acordaba de cómo tocar. Pero, la verdad, se me ha olvidado por falta de práctica.
La sombra asintió.
– Es usted mejor policía que guitarrista -murmuró.
– Gracias, mi Coronel -repuso el Teniente Silva.
«Viene a matarnos», pensó el guardia. El Coronel Mindreau dio un paso hacia ellos y su cara invadió un espacio mejor iluminado por la luna. Lituma distinguió su ancha frente, esas dos entradas profundas en las sienes y el bigotito milimétrico. ¿Estaba tan pálido las otras veces que lo había visto en su despacho? Quizá era la luna la que lo empalidecía así. Su expresión no era de amenaza ni de odio, sino, más bien, de indiferencia. El tonito de su voz tenía la misma altanería de aquella entrevista, en la Base. ¿Qué iba a pasar? Lituma sentía un hueco en el estómago.
«Esto era lo que estábamos esperando», pensó.
– Sólo un buen policía podía aclarar tan rápido el asesinato de ese desertor -añadió el Coronel-. Apenas dos semanas, ¿no, Teniente?
– Diecinueve días, para ser exactos, mi Coronel.
Lituma no apartaba un instante los ojos de las manos del Coronel Mindreau, pero el resplandor de la luna no llegaba hasta ellas. ¿Tenía el revólver listo para disparar? ¿Amenazaría al Teniente, conminándolo a desdecirse de lo que escribió en el parte? ¿Le descargaría súbitamente dos, tres balazos? ¿Le dispararía a él también? Tal vez había venido sólo a arrestarlos. Tal vez una patrulla de la Policía Aeronáutica estaría rodeándolos mientras el Coronel los entretenía con este diálogo tramposo. Aguzó los oídos, miró alrededor. No se acercaba nadie ni se oía nada, fuera del chapaleo del mar. Frente a él, el viejo muelle subía y bajaba, con los tumbos. En sus fierros musgosos dormían las gaviotas y había en ellos, incrustados, innumerables conchas, estrellas de mar y cangrejos. La primera misión que le encargó su jefe, al llegar a Talara, fue espantar a los churres que se trepaban al muelle por esos fierros, para balancearse en él como en un subibaja.