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– Diecinueve días -repitió, como un eco tardío, el Coronel.

Hablaba sin ironía, sin furia, con frialdad glacial, como si nada de eso tuviera importancia ni lo afectara a él en lo más mínimo, y, en lo hondo de su voz, había algo -una inflexión, una pausa, una manera de acentuar ciertas sílabas, que a Lituma le recordaba la voz de la muchacha. «Los inconquistables tienen razón», pensó. «Yo no nací para esto, yo no quiero pasar estos sustos.»

– De todos modos, no está mal -prosiguió el Coronel-. A veces, estos crímenes no se resuelven en años. O quedan en el misterio para siempre.

El Teniente Silva no respondió. Hubo un largo silencio, durante el cual ninguno de los tres hombres se movió. El muelle se mecía muchísimo: ¿habría algún churre allí, columpiándose? Lituma oía la respiración del Coronel, la de su jefe, la suya. «Nunca he tenido tanto miedo en la vida», pensó.

¿Espera usted que lo asciendan, en premio? -oyó decir al Coronel Mindreau. Se le ocurrió que debía tener frío, vestido con esa ligera camisa sin mangas del uniforme de diario de los aviadores. Era un hombre bajito, al que Lituma le llevaba por lo menos media cabeza. En su tiempo no habría requisito de altura mínima para ingresar a los Institutos Armados, pues.

– Estoy apto para el ascenso a capitán sólo a partir de julio del próximo año, no antes, mi Coronel -oyó decir a su jefe, despacio. Ahora. Alzaría la mano y reventaría el disparo: la cabeza del Teniente se abriría como una papaya. Pero en ese momento el Coronel levantó la mano derecha, para pasársela por la boca, y el guardia vio que no iba armado. ¿A qué había venido, a qué?-. Respondiendo a su pregunta, no, no creo que me asciendan por haber resuelto el caso. Hablando francamente, creo que esto más bien me traerá muchas neuralgias, mi Coronel.

– ¿Tan seguro está de haberlo resuelto definitivamente?

La sombra no se movía y a Lituma se le ocurrió que el aviador hablaba sin abrir los labios, con el estómago, como los ventrílocuos.

– Bueno, lo único definitivo es la muerte -murmuró el Teniente. No notaba en las palabras de su jefe la menor aprensión. Como si a él tampoco le concerniera personalmente esta charla, como si ella versara sobre otras gentes. «Le sigue la cuerda», pensó. El Teniente se aclaró la garganta con una tosecita, antes de proseguir-: Pero, aunque algunos detalles estén todavía oscuros, creo que las tres preguntas claves están resueltas. Quiénes lo mataron. Cómo lo mataron. Por qué lo mataron.

Un perro ladró y sus ladridos, desafortunados y frenéticos, se fueron convirtiendo en un aullido lúgubre. El Coronel había retrocedido o la luna avanzado: su cara estaba de nuevo a oscuras. El muelle subía y bajaba. El cono luminoso del faro barría el agua, dorándola.

– He leído su parte a la superioridad -lo oyó decir Lituma-. La Guardia Civil informó a mis jefes. Y ellos tuvieron la amabilidad de sacarle una fotocopia y enviármelo, para que me enterara de su contenido.

No se había alterado, no hablaba más rápido ni con más emoción que antes. Lituma vio que una brisa súbita agitaba los ralos cabellos de la silueta en sombra; el Coronel se los alisó, de inmediato. El guardia seguía tenso y asustado, pero, ahora, nuevamente tenía en la cabeza las dos imágenes intrusas: el flaquito y Alicia Mindreau. La muchacha, paralizada por la sorpresa, veía cómo lo subían a empujones a una camioneta azul. El motor arrancaba, ruidoso. En el trayecto hacia el pedregal, los avioneros, para halagar a su jefe, apagaban sus puchos en los brazos, el cuello y la cara de Palomino Molero. Al oírlo aullar, lanzaban risotadas, codeándose. «Que sufra, que sufra», tremaba el Teniente Dufó. Y, de repente, besando sus dedos: «Te arrepentirás de haber nacido, te lo juro.» Vio que el Teniente Silva se incorporaba del canto del bote en el que estaba sentado y, con las manos en los bolsillos, se ponía a contemplar el mar.

– ¿Significa eso que van a enterrar el asunto, mi Coronel? -preguntó, sin volverse.

– No lo sé -repuso el Coronel Mindreau, secamente, como si la pregunta fuera demasiado banal o estúpida y le hiciera perder un tiempo precioso. Pero, casi de inmediato, dudó-: No lo creo, no a estas alturas. Es muy difícil, sería… No lo sé. Depende de muy arriba, no de mí.

«Depende de los peces gordos», pensó Lituma. ¿Por qué hablaba el Coronel como si nada de esto le importara? ¿A qué había venido, entonces?

– Necesito saber una cosa, Teniente. -Hizo una pausa, a Lituma le pareció que le echaba una mirada veloz, como si sólo ahora lo descubriera y decidiera que podía seguir hablando delante de ese don nadie-. ¿Vino mi hija a decirle que yo abusé de ella? ¿Le dijo eso?

Lituma vio que su jefe, sin sacar las manos de los bolsillos, se volvía hacia el Coronel.

– Nos lo dio a entender… -susurró, atracándose-. No lo dijo explícitamente, no con esas palabras. Pero nos dio a entender que usted… que ella era para usted no una hija sino una mujer, mi Coronel.

Se había turbado tremendamente y las palabras se le deshicieron en la boca. Lituma no lo había visto nunca tan confuso. Sintió pena. Por él, por el Coronel Mindreau, por el flaquito, por la muchacha. Tenía ganas de echarse a llorar de pena por el mundo entero, carajo. Se dio cuenta que temblaba de pies a cabeza. Sí, Josefino lo había calado bien, era un sentimental de mierda y no cambiaría.

– ¿Le dijo también que le besaba los pies? ¿Que, después de abusar de ella, me arrastraba por el suelo, implorándole perdón? -dijo el Coronel Mindreau. No estaba haciendo una pregunta, sino confirmando algo, de lo que parecía seguro.

El Teniente Silva balbuceó una frase que Lituma no entendió. Podía haber sido «Creo que sí» o «Me parece que sí». Tenía ganas de salir corriendo. Ah, que llegara un pescador, que algo interrumpiera esta escena.

– ¿Que yo, loco de remordimiento, le alcanzaba el revólver para que me matara? -proseguía, incansable, el Coronel. Había bajado la voz. Se lo notaba cansado y como lejanísimo.

Esta vez el Teniente no contestó. Hubo una larga pausa. La silueta del aviador estaba rígida y el muelle viejo subía y bajaba, columpiado por los tumbos. El murmullo del mar era más débil, como si empezara a bajar la marea. Un pájaro invisible graznó, cerca.

– ¿Se siente mal? -preguntó el Teniente.

– En inglés, la palabra es «Delusions» -dijo el Coronel, con firmeza, como si no se dirigiera a nadie ahora. En español no hay nada equivalente. Porque «Delusions» quiere decir, a la vez, ilusión, fantasía, y engaño o fraude. Una ilusión que es un engaño. Una fantasía dolosa, fraudulenta. -Suspiró, hondo, como si se hubiera quedado sin aire y se pasó la mano por la boca-. Para llevar a Alicita a Nueva York vendí la casa de mis padres. Gasté mis ahorros de toda la vida. Hasta empeñé mi pensión de retiro. En Estados Unidos curan todas las enfermedades del mundo, hacen todos los milagros científicos. ¿No es eso lo que dicen? Bueno, si es así, se justifica cualquier sacrificio. Salvar a esa niña. Salvarme yo, también. No la curaron.

Pero, al menos, descubrieron lo que tenía.

«Delusions.» No se curará nunca porque eso no se cura. Más bien, aumenta. Prolifera como un cáncer con el tiempo, mientras la causa esté allí, provocándolo. Me lo explicaron con la crudeza de los gringos. Su problema es usted. La causa es usted. Ella lo hace responsable de la muerte de esa madre que no conoció. Todo lo que inventa, esas cosas terribles que urde en contra de usted, eso que iba a contar a las Madres del Sagrado Corazón, en Lima, eso que contaba a las Madres del Lourdes, en Piura, a sus tías, a las amigas. Que usted la maltrata, que usted es avaro, que usted la atormenta, que la amarra a la cama, que la azota. Para vengar a su madre. Pero todavía no ha visto usted nada. Prepárese para algo mucho peor. Porque más tarde, cuando crezca, lo acusará de haberla querido matar, de violarla, de haberla hecho violar. De las cosas más terribles. Y ni siquiera se dará cuenta que inventa y que miente. Porque ella cree y vive sus mentiras ni más ni menos que si fueran verdad. «Delusions.» Así se llama en inglés. En español no hay palabra que lo explique tan bien.