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– ¿Y por qué, entonces, Ricardo Dufó? ¿Por qué él sí podía ser el enamorado, el novio, de Alicia Mindreau?

– Porque Ricardo Dufó no es un pata pelada de Castilla, sino un oficial. Un hombre de buena familia. Pero, sobre todo, porque es un débil de carácter y un tonto -disparó el Coronel, como harto de que el mundo fuera tan ciego de no ver la luz del sol-. Porque con el pobre diablo de Ricardo Dufó yo podía seguirla cuidando y protegiendo. Como juré a su madre que lo haría cuando estaba muriendo. Y -Dios y Mercedes saben que he cumplido, a pesar de lo que me ha costado.

Se le fue la voz y tosió, varias veces, disimulando esa irreprimible debilidad. A lo lejos, varios gatos maullaban y chillaban, frenéticos: ¿estarían peleándose o cachando? Todo era confuso en el mundo, carajo.

– Pero no he venido a nada de eso y no voy a seguir hablando de mi familia con usted -cortó bruscamente el Coronel. Cambió de voz una vez más, suavizándola-: Tampoco quiero hacerle perder su tiempo, Teniente.

«Yo no existo para él», pensó Lituma. Era mejor: se sentía más seguro, sabiéndose olvidado, abolido, por el Coronel. Hubo una pausa interminable en la que el aviador parecía estar afanosamente luchando contra la mudez, tratando de pronunciar algunas palabras rebeldes y huidizas.

– No me lo hace usted perder -dijo el Teniente Silva.

– Le agradezco que no mencionara el asunto ése en el parte -articuló, por fin, con dificultad.

– ¿Lo de su hija, quiere decir? -oyó que murmuraba el Teniente-. ¿Que ella nos insinuó que usted había abusado de ella?

– Le agradezco que no lo mencionara en el parte -repitió el padre de Alicia Mindreau, con voz más segura. Se pasó la mano por la boca y añadió-: No por mí, sino por esa niña. Eso… hubiera sido el festín de los periodistas. Ya veo los titulares, toda la pus y la pestilencia del periodismo lloviendo sobre nosotros. -Tosió, jadeó e hizo un esfuerzo por parecer sereno antes de murmurar-: Una menor de edad debe ser protegida siempre contra el escándalo. A cualquier precio.

– Tengo que advertirle algo, mi Coronel -oyó Lituma decir al Teniente-. No mencioné el asunto porque era muy vago, y, también, poco pertinente respecto al asesinato de Palomino Molero. Pero, no se haga ilusiones. Cuando el asunto sea público, si se hace público, todo dependerá de lo que su hija diga. La acosarán, la perseguirán día y noche tratando de sacarle declaraciones. Y mientras más sucias y escandalosas, más las explotarán. Usted lo sabe. Si es como usted dice, si ella padece alucinaciones, ¿«delusions» dijo que se llamaban?, sería mejor una clínica; o, tal vez, el extranjero. Perdóneme, me estoy entrometiendo en algo que no me incumbe.

Se calló porque la sombra del Coronel había hecho un movimiento de impaciencia.

– Como no sabía si lo encontraría, le dejé una nota en el Puesto, por debajo de la puerta -dijo, poniendo punto final a la conversación.

– Bien, mi Coronel -dijo el Teniente Silva.

– Buenas noches -se despidió el Coronel, cortante.

Pero no se marchó. Lituma lo vio volverse y dar unos pasos hacia la orilla de la playa, plantarse allí, cara al mar, y permanecer inmóvil ante la vasta superficie que la luz de la luna plateaba a trechos. El cono dorado del faro se iba y volvía, delatando al pasar frente a ellos, un segundo, la silueta menuda e imperiosa, vestida de caqui, que les daba la espalda, aguardando que se fueran. Miró al Teniente y éste lo miró, indeciso. Por fin, le hizo seña de que partieran. Sin decir una palabra, echaron a andar. La arena silenciaba sus pisadas y Lituma sentía que se le hundían los botines. Pasaron junto a la quieta espalda del Coronel -otra vez el viento movía sus escasos cabellos- y enrumbaron, por entre los botes varados, hacia las densas manchas que eran las viviendas de Talara. Cuando estuvieron ya en el pueblo, Lituma se volvió a mirar la playita. La silueta del Coronel parecía seguir en el mismo sitio, en el límite mismo del mar. Una sombra un poquito más clara que las sombras circundantes. Más allá, titilaban unos puntitos amarillos, desperdigados en el horizonte. ¿Cuál de esas lamparillas de pescadores sería la lancha del marido de Doña Adriana? Aunque aquí la noche estaba tibia, Don Matías decía que mar adentro hacía siempre frío, que ésa era la razón; no el aburrimiento ni el vicio, por la que los pescadores se llevaban siempre una botellita de pisco o de cañazo para aguantar la noche en altamar.

Talara estaba desierta y apacible. No se veía luz en ninguna de las casitas de madera que dejaban atrás. Lituma tenía tantas cosas que preguntar y comentar, pero no se atrevía a abrir la boca, paralizado por una sensación ambigua, de confusión y de tristeza. ¿Sería cierto lo que les había contado o una invención? Cierto, tal vez. Por eso la muchacha le había parecido chifladita, no se había equivocado. A ratos, miraba de reojo al Teniente Silva: llevaba la guitarra al hombro, como si fuera un fusil o una azada, y parecía pensativo, ausente. ¿Cómo podía ver en la penumbra, con esos anteojos oscuros?

Cuando estalló el ruido, Lituma dio un brinco; al mismo tiempo, fue como si lo hubiera estado esperando. Había quebrado el silencio, breve y brutal, con un eco apagado. Ahora todo estaba otra vez quieto y mudo. Se quedó inmóvil, se volvió a mirar a su jefe. Éste, después de haberse detenido un momento, echó de nuevo a andar.

– Pero, mi Teniente -trotó Lituma, hasta alcanzarlo-. ¿No ha oído?

El oficial siguió andando, con la vista al frente. Apuró el paso.

– ¿Oído qué cosa, Lituma?

– El tiro, mi Teniente -trotaba, se atolondraba Lituma, a su lado-. Allá en la playa. ¿No lo ha oído, acaso?

– He oído un ruido que podría ser mil cosas, Lituma -dijo su jefe, con tono de reprimenda-. El pedo de un borracho. El eructo de una ballena. Mil cosas. No tengo ninguna prueba de que ese ruido haya sido un tiro.

A Lituma el corazón le golpeaba en el pecho muy fuerte. Su cuerpo se había puesto a sudar y sentía húmeda la camisa y la cara. Caminaba al lado del Teniente, aturdido, tropezándose, sin entender nada.

– ¿No vamos a ir a verlo, entonces? -preguntó, sintiendo una especie de vértigo, unos metros después.

– A ver qué cosa, Lituma?

– Si el Coronel Mindreau se ha matado, mi Teniente -balbuceó-. ¿No era eso, pues, el tiro que hemos oído?

– Ya lo sabremos, Lituma -dijo el Teniente Silva, compadeciéndose de su ignorancia-. Si lo era o no lo era, se sabrá: Qué apuro tienes. Espérate a que venga alguien, algún pescador, algún vago, quien lo encuentre, a darnos la noticia. Si es cierto que ese señor se ha matado, como se te ha ocurrido. O, más bien, espérate a que lleguemos al Puesto. Puede que ahí se aclare el misterio que te atormenta. ¿No oíste al Coronel que nos había dejado una nota?

Lituma no dijo nada y siguió caminando junto a su jefe. De una de las desiertas callecitas transversales salió un estertor mecánico, como si alguien sintonizara una radio. En la terraza del Hotel Royal, el guardián dormía a pierna suelta, envuelto en una frazada y con la cabeza sobre la barandilla.

– ¿O sea que usted cree que esa nota es su testamento, mi Teniente? -musitó por fin, ya en la recta del Puesto-. ¿Que nos fue a buscar a sabiendas de que, después de hablar con nosotros, se iba a matar?

– Puta que eres lento, hijo mío -suspiró su jefe. Y le dio un palmazo en el brazo, levantándole el ánimo-. Menos mal que, aunque te cuesta, al final como que empiezas a entender las cosas. ¿No, Lituma?

No hablaron más hasta llegar a la casita ruinosa y despintada que era la Comisaría. El Teniente mandaba oficio tras oficio a la Dirección General de la Guardia Civil, explicando que si no hacían algo pronto se les caería el techo encima y que los calabozos eran una coladera de donde los presos no se escapaban por conmiseración o cortesía, pues las tablas de las paredes estaban apolilladas y roídas por los ratones. Le contestaban que en el próximo presupuesto se incluiría una partida, tal vez. Una nube había ocultado la luna y el Teniente tuvo que encender un fósforo para dar con la cerradura.