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Forcejeó un buen rato, como siempre, antes de que la llave girase. Encendiendo otro fósforo, buscó en el suelo de tablas, primero en el umbral, -luego más adentro, hasta que la llamita le chamuscó la punta de los dedos y tuvo que soplarla, maldiciendo. Lituma corrió a prender la lámpara de parafina; lo hizo con tanta torpeza que le pareció que le tomaba un siglo. La llamita brotó al fin: una lengua roja, de corazón azulado, que zigzagueó unos segundos antes de afirmarse. El sobre estaba semihundido en uno de los intersticios de las tablas y Lituma vio a su jefe, acuclillado, cogerlo y levantarlo con mucha delicadeza, como si se tratara de un objeto frágil y precioso. Intuyó todos los movimientos que haría y que, en efecto, hizo el Teniente: echarse el quepis atrás, quitarse los anteojos y sentarse en una esquina del escritorio, con las piernas bien abiertas, mientras, siempre muy cuidadosamente, desgarraba el sobre y con dos dedos extraía de él un papelito blanco, casi transparente. Lituma divisó unas líneas de letra pareja, que cubrían toda la página. Acercó la lámpara de modo que su jefe pudiera leer sin dificultad. Vio, lleno de ansiedad, que los ojos del Teniente se movían, despacio, de izquierda a derecha, de izquierda a derecha, y que su cara poco a poco se contraía en una expresión de disgusto o perplejidad o de ambas cosas.

– ¿Y, mi Teniente? -preguntó, cuando creyó que el oficial había terminado de leer.

– Carajo -oyó decir a su jefe, a la vez que lo veía bajar la mano: el papelito blanco quedó colgando, a la altura de su rodilla.

– ¿Se ha matado? -insistió Lituma. Y, estirando el brazo-: ¿Me la deja ver, mi Teniente?

– El puta se las traía -murmuró su jefe, entregándole el papel. Lituma se precipitó a cogerlo, a leerlo, y, mientras leía, creyendo y no creyendo, entendiendo y no entendiendo, oyó que el Teniente añadía No sólo se mató, Lituma. El puta mató también a la muchacha.

Lituma alzó la cabeza y miró a su jefe, sin saber qué decir ni hacer. Tenía la lámpara en la mano izquierda y esas sombras que se alargaban y movían significaban sin duda que estaba temblando. Una mueca deformó la cara del Teniente y Lituma lo vio pestañear y juntar los párpados como si lo cegara una luz hiriente.

– Qué vamos a hacer ahora -balbuceó, sintiéndose culpable de algo-. ¿Ir a la Base, a casa del Coronel, a ver si es cierto que mató a la muchacha?

– ¿Tú crees que puede no ser cierto, Lituma? -lo amonestó el Teniente.

– No sé -repuso el guardia-. Más bien dicho, sí, creo que es cierto que la mató. Por eso estaba tan raro, en la playa. Y también creo que es cierto que él se ha matado, que eso fue el tiro que oímos. Puta madre, puta madre.

– Tienes razón -dijo el Teniente Silva, unos segundos después-: Puta madre.

Estuvieron un momento callados, inmóviles, entre esas sombras que bailoteaban en las paredes, en el suelo, sobre los muebles y enseres destartalados del Puesto.

– ¿Qué vamos a hacer ahora, mi Teniente? -repitió, por fin, Lituma.

– Yo no sé qué vas a hacer tú -contestó el oficial, poniéndose de pie, con brusquedad, como acordándose de algo urgentísimo. Parecía poseído de una energía violenta-. Pero, te aconsejo que por el momento no hagas nada, salvo echarte a dormir. Hasta que alguien venga a despertarte con la noticia de esas muertes.

Lo vio, decidido, dirigirse a trancos hacia las sombras de la calle, haciendo los gestos característicos: acomodarse la cartuchera que llevaba a la cintura, pendiente del cinturón, y calarse los anteojos negros.

– ¿Adónde está usted yendo, mi Teniente? -balbuceó, espantado, adivinando lo que iba a oír.

– A tirarme de una vez a esa gorda de mierda -lo oyó decir, ya invisible.

VIII

Doña Adriana se rió de nuevo y a Lituma le pareció que, en tanto que todo Talara chismeaba, lloriqueaba o especulaba sobre los grandes acontecimientos, la dueña de la fondita no hacía más que reírse. Estaba igual hacía tres días. Así los había recibido y despedido a la hora del desayuno, el almuerzo y la comida, trasantesdeayer, antes de ayer, ayer y hoy mismo: a carcajada limpia. El Teniente Silva, en cambio, andaba enfurruñado e incómodo, ni más ni menos que si se hubiera comido el pavo más grande de la vida. Por decimaquinta vez en tres días, Lituma pensó: «¿Qué chucha ha pasado entre este par?» Las campanas del Padre Domingo repicaron en el pueblo, llamando a misa. Sin dejar de reírse, Doña Adriana se persignó.

– ¿Y qué cree que le harán al tenientito ése, al Dufó ése? -carraspeó Don Jerónimo.

Era la hora del almuerzo y, además del taxista de Talara, el Teniente Silva y Lituma, también se hallaba en la fonda una pareja joven que había venido desde Zorritos para asistir a un bautizo.

– Lo juzgará el fuero privativo -repuso de mal modo el Teniente Silva, sin levantar los ojos de su plato semivacío-. Es decir, un Tribunal militar.

– Pero, algo le harán ¿no? -insistió Don Jerónimo. Iba comiendo un saltadito con arroz blanco y abanicándose con un periódico; masticaba con la boca abierta y regaba el contorno de residuos-. Porque se supone que un tipo que hace lo que dicen que hizo ese Dufó con Palomino Molero no se puede ir tan tranquilo a su casa ¿no, Teniente?

– Se supone que no se puede ir tan tranquilo a su casa -asintió el Teniente, con la boca llena y un disgusto evidente de que no lo dejaran comer en paz-. Algo le harán, supongo

Doña Adriana volvió a reírse y Lituma sintió que el Teniente se ponía tenso y que se hundía en su asiento al ver acercarse a la dueña de la pensión. Cómo estaría de muñequeado que ni espantaba las moscas de su cara. Ella llevaba un vestidito floreado, de escote muy abierto, y venía braceando y moviendo pechos y caderas con mucho ímpetu. Se la veía saludable, contenta de sí misma y del mundo.

– Tome un poquito de agüita, Teniente, y no coma tan rápido que el bocado se le puede ir por otro lado -se rió Doña Adriana, dando unas palmaditas aún más burlonas que sus palabras en la espalda del oficial.

– Qué buen humor se gasta usted últimamente -dijo Lituma, mirándola sin reconocerla. Era otra persona, se había vuelto una coqueta, qué mosca le había picado.

– Por algo será -dijo Doña Adriana, recogiendo los platos de la pareja de Zorritos y alejándose hacia la cocina. Se iba moviendo el trasero como -si les estuviera haciendo adiós, adiós. «Jesucristo», pensó Lituma.

– ¿Usted sabe por qué está así, tan reilona, hace tres días, mi Teniente? -preguntó.

En vez de contestar, el oficial le lanzó una mirada homicida, desde detrás de sus gafas oscuras, y se volvió a contemplar la calle. Allá, en la arena, un gallinazo picoteaba algo con furia. Súbitamente aleteó y se elevó.

– ¿Quiere que le diga una cosa, Teniente? -dijo Don Jerónimo-. Espero que no se enoje.

– Si me puedo enojar, mejor no me la diga -gruñó el Teniente-. No estoy de humor para huevadas.

– Mensaje recibido y entendido -gruñó el taxista.

– ¿Va a haber más muertos? -se rió Doña Adriana, desde la cocina.

«Hasta se ha puesto ricotona», se dijo el guardia. Pensó: «Tengo que ir a visitar a las polillas del Chino Liau. Me estoy ahuesando.» La mesa del oficial y Lituma y la del taxista estaban separadas y sus voces, para llegar a sus destinatarios, tenían que pasar sobre la pareja de Zorritos. Eran jóvenes, estaban emperifollados y se volvían a mirar a unos y otros, interesados en lo que se decía.

– Aunque no le guste, se lo voy a decir nomás, para que usted lo sepa -decidió Don Jerónimo, golpeando la mesa con el periódico-. No hay un solo talareño, hombre, mujer o perro, que se trague el cuento ése. Ni el gallinazo que está ahí se lo traga.