Porque el ave rapaz había vuelto y ahí estaba, negruzco y torvo, encarnizándose contra una lagartija que tenía en el pico. El Teniente siguió comiendo, indiferente, concentrado en sus pensamientos y en su hosquedad.
– ¿Y cuál es el cuento ése, si se puede saber, Don Jerónimo? -preguntó Lituma.
– Que el Coronel Mindreau mató a su hija y que luego se mató -dijo el taxista, escupiendo residuos-. Quién va a ser el idiota que se crea semejante cosa, pues.
– Yo -afirmó Lituma-. Yo soy uno de esos idiotas que creo que el Coronel mató a la muchacha y que después se mató.
– No se haga usted el inocente, amigo Lituma -carraspeó Don Jerónimo, frunciendo la cara-. A esos dos se los cargaron para que no hablaran. Para poder achacarle el asesinato de Palomino Molero a Mindreau. No se haga, hombre.
– ¿Eso es lo que andan diciendo ahora? -levantó la cabeza del plato el Teniente Silva-. ¿Que al Coronel Mindreau lo mataron? ¿Y quiénes dicen que lo mataron?
– Los peces gordos, por supuesto -abrió los brazos Don Jerónimo-. Quién si no. No se haga usted tampoco, Teniente, que aquí estamos en confianza. Lo que pasa es que usted no puede hablar. Todo el mundo anda diciendo que a usted le han tapado la boca y no lo dejan aclarar las cosas. Lo de siempre, pues.
El Teniente se encogió de hombros, como si todas esas habladurías le importaran un pito.
– Si hasta le han inventado que abusaba de su hijita -salpicó arroces Don Jerónimo-. Qué cochinos. Pobre tipo. ¿No le parece, Adrianita?
– Me parecen muchas cosas, jajajá -se rió la esposa de Don Matías.
– O sea que la gente cree que todo eso es inventado -murmuró el Teniente, volviendo a su plato con una mueca agria.
– Por supuesto -dijo Don Jerónimo-. Para tapar a los culpables, para qué iba a ser.
Sonó la sirena de la refinería y el gallinazo alzó la cabeza y se agazapó. Unos segundos estuvo así, encogido, esperando. Se alejó, por fin, dando saltitos.
– Y entonces por qué cree la gente que mataron a Palomino Molero -preguntó Lituma.
– Por un contrabando de muchos millones -afirmó Don Jerónimo con seguridad-. Primero mataron al avionero, porque chapó algo. Y, como el Coronel Mindreau descubrió el pastel, o estaba por descubrirlo, lo mataron y mataron a la muchacha. Y como saben lo que le gusta a la gente, inventaron esa inmundicia de. que se había cargado a Molero por celos de una hija a la que dizque abusaba. Con esa cortina de humo consiguieron lo que querían. Que nadie hable de lo principal. Los milloncitos.
– Puta que son inventivos -suspiró el Teniente. Rascaba el tenedor contra el plato como si quisiera romperlo.
– No diga lisuras que se le va a caer la lengua -dijo Doña Adriana, riéndose. Se plantó junto al Teniente con un platito de dulce de mango, y, al colocarlo en la mesa, se pegó tanto que su ancho muslo rozó el brazo del oficial. Este lo retiró, rápido-. Jajajá…
«Qué disfuerzos», pensó Lituma. ¿Qué le pasaba a Doña Adriana? No sólo se burlaba del Teniente; lo estaba coqueteando de lo lindo. Su jefe seguía sin reaccionar. Parecía cohibido y desmoralizado con los desplantes y burlas de Doña Adriana. También él era otra persona. En cualquier otra ocasión, esos capotazos de la dueña de la fonda lo hubieran vuelto loco de felicidad y habría embestido a cien por hora. Ahora, nada lo sacaba de la apatía de rumiante triste en que estaba sumido hacía tres días. ¿Qué chucha había pasado esa noche, pues?
– En Zorritos también se ha sabido eso del contrabando -intervino de pronto el hombre que había venido al bautizo. Era joven, con el pelo engominado y un diente de oro. Tenía una camisa color lúcuma, tiesa de almidón, y hablaba atropellándose. Miró a la que debía ser su mujer-. ¿No es cierto, Marisita?
– Sí, Panchito -dijo ella-. Ciertísimo. -Parece que hasta se traían frigidaires y cocinas -añadió, el muchacho. Para haber cometido semejantes crímenes tenía que haber muchos millones de por medio.
– A mí la que me da pena es Alicita Mindreau -dijo la de Zorritos, entornando los ojos como si fuera a lagrimear-. La chiquilla es la víctima inocente de todo esto. Pobre niña. Qué abusos se cometen. Lo que da más cólera es que a los verdaderos culpables no les hagan nada. Se quedarán con la plata y libres. ¿No, Panchito?
– Aquí, los únicos que se friegan siempre somos los, pobres -rezongó Don Jerónimo-. Los peces gordos, jamás. ¿No, Teniente?
El Teniente se puso de pie tan bruscamente que su mesa y su silla se tambalearon.
– Bueno, me voy -anunció, harto de todo y de todos. Y, a Lituma-: ¿Tú te quedas?
– Ya voy ahorita, mi Teniente. Déjeme por lo menos tomarme mi café.
– Que te aproveche -gruñó el Teniente Silva, calzándose el quepis y evitando mirar a la dueña de la fonda, quien, desde el mostrador, lo siguió hasta la puerta de calle con una miradita burlona, haciéndole adiós.
Unos minutos después, cuando le trajo la taza de café con agua, Doña Adriana se sentó frente a Lituma, en la silla que había ocupado el Teniente.
– Ya no puedo más de la curiosidad -dijo el guardia, bajando la voz para que los otros parroquianos no lo oyeran-. ¿No me va a contar qué pasó la otra noche entre usted y el Teniente?
– Pregúntaselo a él -repuso la dueña de la fonda, la redonda cara refulgiendo de malicia.
– Se lo he preguntado más de diez veces, Doña Adriana -insistió Lituma, a media voz-. Pero se hace el tonto y no suelta prenda. Ande, no sea egoísta, cuénteme qué pasó.
– Ser tan curioso es de mujeres, Lituma -se burló Doña Adriana, sin que la sonrisita burlona que la adornaba hacía tres días se le fuera de la cara.
«Parece una churre que hubiera hecho una travesura», pensó Lituma. «Hasta se ha rejuvenecido y todo.»
– También se ha dicho que pudo ser algo de espionaje, más que de contrabando -oyó decir a Don Jerónimo, quien se había puesto de pie y conversaba con la pareja de Zorritos, apoyado en el respaldo de una silla-. Se lo he oído al dueño del Cine Talara. Y Don Teotonio Calle Frías es hombre serio, que no habla por hablar.
– Si él lo dice, por algo lo dirá -apuntó Panchito.
– Cuando el río suena, piedras trae -corroboró Marisa.
– En fin, Doña Adrianita, no se moleste por la pregunta, tengo que hacérsela porque me come -susurró Lituma, buscando las palabras-. ¿Se acostó con el Teniente? ¿Le dio gusto, al fin?
– Cómo te atreves a preguntarme eso, malcriado -susurró la dueña de la fonda, amenazándolo con el índice. Quería parecer enojada pero no lo estaba: la lucecita sardónica y satisfecha bullía siempre en sus ojitos pardos, y su boca seguía entreabierta en la sonrisa ambigua de quien se está acordando, entre feliz y arrepentido, de alguna maldad-. Y, por lo pronto, baja la voz, que Matías te puede oír.
– Que Palomino Molero descubrió que pasaban secretos militares al Ecuador y que por eso lo mataron -decía Don Jerónimo-. Que el jefe de la banda de espías era tal vez el mismísimo Coronel Mindreau.
– Carambolas, carambolas -comentaba el de Zorritos-. Una historia de película.
– Sí, sí, de película.
– Qué me va a oír si hasta aquí se oyen los ronquidos, Doña Adrianita -susurró Lituma-. Es que, no sé, vea usted, todo es tan raro desde esa noche. Yo me las paso tratando de adivinar qué pudo ocurrir aquí para que usted esté desde entonces tan descocada y el Teniente tan chupado.
La dueña de la fonda soltó una carcajada y se rió un buen rato con tanta fuerza que los ojitos se le llenaron de lágrimas. Su cuerpo se remecía, las grandes tetas bailaban, libres y ubérrimas, bajo el vestidillo floreado.
– Claro que anda chupado -dijo-. Yo creo que le bajé los humos para siempre, Lituma. Tu jefe nunca más volverá a dárselas de violador, jajajá.
– A mí no me extraña nada lo que cuenta Don Teotonio Calle Frías -decía el de Zorritos, lamiéndose el diente de oro-. Yo, desde un principio, me las olí: detrás de esta sangre tiene que andar la mano del Ecuador.