– ¿O sea que le gustaba la vida militar? -se asombró Lituma. La idea que se había hecho del cantante de boleros era, pues, falsa.
– Eso es lo que no entiendo -sollozó Doña Asunta-. ¿Por qué has hecho eso, hijito? ¿Tú de avionero? ¡Tú, tú! ¿Y allá, en Talara? Los aviones se caen, ¿quieres matarme a sustos? Cómo has podido hacer una cosa así, sin consultarme. Porque si te consultaba me hubieras dicho que no, mamacita. Pero entonces por qué, Palomino. Porque necesito irme a Talara. Porque es de vida o muerte, mamacita.
«Más bien de muerte», pensó Lituma.
– ¿Y por qué era de vida o muerte para su hijito irse a Talara, señora?
– Eso es lo que nunca supe -se santiguó por cuarta o quinta vez doña Asunta-. No me lo quiso decir y se ha llevado su secreto al cielo. ¡Ay, ay! ¿Por qué me hiciste esto, Palomino?
Una cabrita parda, con pintas blancas, había metido la cabeza en la habitación y miraba a la mujer con sus ojos grandes y piadosos. Una sombra se la llevó, tirando de la soga que la sujetaba.
– Se arrepentiría al poco tiempo de enrolarse -fantaseó Lituma-. Cuando descubrió que la vida militar no era pan comido y hembritas para regalar, como tal vez se creyó. Sino algo muy, muy fregado. Por eso desertaría. Eso, al menos, lo entiendo. Lo que no se comprende es por qué lo mataron. Y de esa manera tan bárbara.
Había pensado en voz alta, pero Doña Asunta no parecía haberlo advertido. O sea que se enroló para salir de Piura, porque eso era para él de vida o muerte. Alguien lo habría amenazado aquí en la ciudad y pensó que estaría seguro en Talara, en el interior de una Base Aérea. Pero no pudo resistir la vida militar y desertó. Aquel o aquellos de quienes huía lo encontraron y lo mataron. ¿Pero por qué así? Hay que estar locos o ser monstruos para torturar de ese modo a un muchacho que apenas había dejado de ser churre. Muchos se metían al Ejército por penas de amor, también. Pudo ser por una decepción amorosa, tal vez. Estaría muy enamorado de una chica que le dio calabazas, o lo engañó, y, amargado, decidió irse lejos. ¿Adónde? A Talara. ¿Cómo? Metiéndose de avionero. Le parecía posible y a la vez imposible. Volvió a rascarse el cuello, nervioso.
– ¿A qué ha venido usted a mi casa? -lo encaró de pronto Doña Asunta, con brusquedad.
Se sintió en una posición falsa. ¿A qué había venido, pues? A nada, por pura curiosidad malsana.
– A saber si usted podía darme alguna pista -balbuceó.
Doña Asunta lo miraba disgustada y el guardia pensó: «Se ha dado cuenta que le miento.»
– ¿Ya no me tuvieron como tres horas allá, diciéndoles lo que sabía? -murmuró, adolorida-. Qué más quieren. Qué más, qué más. ¿Creen que yo sé acaso quién mató a mi hijo?
– No se moleste, señora -se excusó Lituma-. No quiero incomodarla, ya me voy. Muchas gracias por recibirme. Le avisaremos, cualquier cosa.
Se puso de pie, murmuró «Buenas noches» y salió, sin darle la mano, porque temió que Doña Asunta se la dejara extendida. Se puso el quepis de cualquier modo.
A los pocos trancos que dio por la terrosa callecita de Castilla, bajo las estrellas nítidas e incontables, se serenó. Ya no se oía la remota guitarra; sólo voces hirientes de chiquillos, peleándose, o jugando, el parloteo de las familias que departían a las puertas de sus casas y algunos ladridos. ¿Qué te pasa?, pensó. ¿Por qué estás tan saltón? Pobre flaquito. No volvería a ser el mangache de antes, hasta que no entendiera cómo podía haber en el mundo gentes tan malvadas. Sobre todo que, por donde se le diera la vuelta, la víctima parecía haber sido un churre buena gente, incapaz de hacer daño a una mosca.
Llegó al Viejo Puente y, en lugar de cruzarlo, para volver a la ciudad, entró en el Ríobar, erigido con maderas sobre la misma estructura del antiquísimo puente que unía las dos orillas del río Piura. Sentía la garganta áspera como una lija. El Ríobar estaba vacío.
Apenas se sentó en el taburete, se le acercó Moisés, el dueño y cantinero, de largas orejas acampanadas. Le decían Dumbo.
– No me acostumbro a verte de uniforme, Lituma -se burló, alcanzándole un jugo de lúcuma-. Me pareces disfrazado. ¿Y los inconquistables?
– Se fueron a ver una de charros -dijo Lituma, bebiendo con avidez-. Yo tengo que regresar a Talara ahorita mismo.
– Qué jodido lo de Palomino Molero -dijo Moisés, ofreciéndole un cigarrillo-. ¿Cierto que le cortaron los huevos?
– No se los cortaron, se los descolgaron de un jalón -murmuró Lituma, disgustado. Era lo primero que todos querían saber. Ahora también Moisés se pondría a hacer bromas con los huevos del flaquito.
– Bueno, es lo mismo -Dumbo movió las enormes orejas como si fueran las alas de un gran insecto. Era también narigón y de barbilla protuberante. Todo un fenómeno.
– ¿Tú conociste a ese muchacho? -preguntó Lituma.
– Y tú también, estoy seguro. ¿No te acuerdas de él? Los blanquitos lo contrataban para dar serenatas. Lo hacían cantar en fiestas, en la procesión, en el Club Grau. Cantaba como un Leo Marini, te juro. Tienes que haberlo conocido, Lituma.
– Todos me lo dicen. Los León y Josefino cuentan que estábamos juntos una noche que lo hicieron cantar donde la Chunga. Pero yo no me acuerdo.
Entrecerró los ojos y, una vez más, pasó revista a esa serie de noches, tan parecidas, alrededor de una mesita de madera erizada de botellas, con humo que hacía arder los ojos, olor a alcohol, voces de borrachos, siluetas confusas y cuerdas de guitarra entonando valses y tonderos. ¿Distinguía, de pronto, en la turbamulta de esas noches la voz juvenil, templadita, acariciadora, que empujaba a bailar, a abrazar a una mujer, a susurrarle cosas bonitas? No, no aparecía en su memoria por ninguna parte. Sus primos y Josefino se equivocaban. Él no estaba ahí, él no había oído cantar jamás a Palomino Molero.
¿Averiguaron quiénes son los asesinos? -dijo Moisés, echando humo por la nariz y la boca.
– Todavía nó -dijo el guardia-. ¿Tú eras amigo de él?
– Venía a veces a tomarse un jugo -repuso Moisés-. No es que fuéramos grandes amigos. Pero conversábamos.
– ¿Era alegre, conversador? ¿O más bien seriote y antipático?
– Callado y timidón -dijo Moisés-. Un romántico, una especie de poeta. Lástima que lo levaran, debió sufrir con la disciplina del cuartel.
– No lo levaron, estaba exceptuado del servicio -dijo Lituma, saboreando las últimas gotas del jugo de lúcuma-. Se presentó voluntario. Su madre no lo entiende. Y yo tampoco.
– Esas son las cosas que hacen los amantes desengañados -movió las orejas Dumbo.
– Es lo que pienso yo también -asintió Lituma-. Pero eso no aclara quiénes lo mataron ni por qué.
Un grupo de hombres entró en el Ríobar y Moisés fue a atenderlos. Era hora de ir a buscar al camionero de la International que lo regresaría a Talara, pero sentía una gran flojera. No se movió. Veía al flaquito afinando la guitarra, lo veía en la penumbra de las calles donde vivían los blancos de Piura, al pie de las rejas y de los balcones de sus novias y enamoradas, hechizándolas con su linda voz. Lo veía, luego, recibiendo las propinas que le daban por la serenata. ¿Se habría comprado la guitarra juntando esas propinas a lo largo de muchos meses? ¿Por qué era de vida o muerte para él irse de Piura?
– Ahora me acuerdo que sí -dijo Moisés, abanicando con furia las orejas.
– ¿Que sí, qué? -Lituma puso sobre el mostrador el dinero por el jugo de lúcuma.
– Que estaba enamorado hasta las cachas. A mí me contó algo. Un amor imposible. Me dijo eso.
– ¿Alguna mujer casada?
– ¡Qué sé yo, Lituma! Hay muchos amores imposibles. Enamorarse de una monja, por ejemplo. Pero me acuerdo clarito que una vez le oí decir eso. ¿Por qué traes la cara tan amarga, flaco cantor? Porque estoy enamorado, Moisés, y mi amor es imposible. Por eso se metió de avionero, entonces.