– Pero qué hizo para bajarle los humos, Doña Adriana. Cómo pudo dejarlo tan aplatanado. No sea soberbia. Cuente, cuénteme.
– Además, seguro que a esa chiquilla Mindreau, antes de matarla la violarían -suspiró la de Zorritos. Era una morenita crespa y achispada, embutida en un vestido azul eléctrico-. Eso es lo que hacen siempre. De los monos se puede esperar cualquier cosa. Y eso que yo tengo parientes en el Ecuador.
– Entró con su revólver en la mano tratando de meterme miedo -susurró la dueña de la fonda, aguantándose la incontenible risa y entrecerrando los ojos como para ver, de nuevo, la escena que la divertía tanto-. Yo estaba dormida y me dio un susto tremendo. Creí que era un ladrón. No, era tu jefe. Entró rompiendo la chapa de esa puerta. El muy sinvergüenza. Creyendo que iba a asustarme. El pobre, el pobre.
– Yo no he oído nada al respecto -masculló Don Jerónimo, alargando la cabeza por entre el periódico con el que ahuyentaba a las moscas-. Pero, por supuesto, no me extrañaría que, además de matarla, la violaran. Varios, sin duda.
– Comenzó a decirme una serie de huachaferías -susurró Doña Adriana.
– ¿Cuáles? -la cortó Lituma.
– Ya no puedo seguir viviendo con tantas ansias. Me estoy rebalsando de deseo de usted. Este metejón no me deja vivir, ya alcanzó el límite. Si yo no la poseo, terminaré pegándome un tiro un día de éstos. O pegándoselo a usted.
– Qué cómico -se retorció de risa Lituma-. ¿De veras le dijo que se estaba rebalsando o se lo achaca usted de puro mala?
– Creyó que iba a conmoverme o asustarme, o las dos cosas -dijo Doña Adriana, palmoteando al guardia-. Qué sorpresa se llevó, Lituma.
– Seguro, seguro -dijo el de Zorritos-. Varios, por supuesto. Siempre es así.
– ¿Y usted qué hizo, Doña Adrianita?
– Me quité el camisón y me quedé en cueros -susurró Doña Adriana, ruborizándose. Sí, tal cuaclass="underline" se había quitado el fustán. Estaba en cueros. Fue algo súbito, un movimiento simultáneo de ambos brazos: levantaron la prenda de un golpe violento y la tiraron a la cama. En la cara que emergió por debajo de los pelos revueltos, sobre esas carnes rollizas que blanqueaban la penumbra, no había miedo sino furia indecible.
– ¿Calata? -pestañeó, dos, tres veces, Lituma.
– Y empecé a decirle a tu jefe unas cosas que nunca se soñó -explicó Doña Adriana-. Mejor dicho, unas porquerías que nunca se soñó.
– ¿Unas porquerías? -siguió pestañeando Lituma, puro oídos.
– Ya, pues, aquí estoy, qué esperas para calatearte, cholito -dijo Doña Adriana, con la voz vibrando de desprecio e indignación.
Sacaba el pecho, el vientre, y tenía los brazos en jarras-. ¿O te da vergüenza mostrármela? ¿Tan chiquita la tienes, papacito? Anda, anda, apúrate, bájate el pantalón y muéstramela. Ven, viólame de una vez. Muéstrame lo macho que eres, papacito. Cáchame cinco veces seguidas, que es lo que hace mi marido cada noche. El es viejo y tú joven, así que batirás su record ¿no, papacito? Cáchame, pues, seis, siete veces. ¿Crees que podrás?
– Pero, pero… -balbuceó Lituma, atónito-. ¿Es usted la que está diciendo esas cosas, Doña Adrianita?
– Pero, pero… -balbuceó el Teniente-. Qué le pasa a usted, señora.
– Yo tampoco me reconocía, Lituma -susurró la dueña de la fonda-. Yo tampoco sabía de dónde me salían esas lisurotas. Pero le agradezco al Señor Cautivo de Ayabaca que me diera esa inspiración. Yo hice la romería una vez, a patita limpia, hasta Ayabaca, en sus fiestas de Octubre. Por eso me iluminaría en ese instante. El pobre se quedó tan alelado como te has quedado tú. Anda, pues, papacito, sácate los pantalones, quiero verte la pichulita, quiero saber de qué tamaño la tienes y empezar a contar los polvos que vas a tirarme. ¿Llegarás a ocho?
– Pero, pero… -tartamudeó Lituma, la cara ardiéndole, los ojos como platos.
– Usted no tiene derecho a burlarse así de mí -tartamudeó el Teniente, sin cerrar la boca.
– Porque todo eso se lo decía de una manerita más cachacienta de lo que oyes, Lituma -explicó la dueña de la fonda-. Con una burla y una rabia tan grandes que le gané la moral. Se quedó turulato, si lo hubieras visto.
– No me extraña, Doña Adriana, cualquiera en su caso -dijo Lituma-. Si yo mismo estoy turulato, oyéndola. ¿Y él qué hizo, entonces?
– Por supuesto que ni se quitó el pantalón ni nada -dijo Doña Adriana-. Y todas las ganas que traía se le hicieron humo.
– No he venido a que se burle de mí -clamó el Teniente, sin saber dónde meterse-. Señora Adriana.
– Claro que no, concha de tu madre. Tú has venido aquí a meterme miedo con tu pistolita y a violarme, para sentirte muy macho. Viólame, pues, supermán. Anda, apúrate. Viólame diez veces seguidas, papacito. Así me quedaré contenta. ¿Qué esperas?
– Usted se volvió loca -susurró Lituma.
– Sí, me volví loca -suspiró la dueña de la fonda-. Pero me salió bien. Porque, gracias a mi locura, tu jefe se fue con la música a otra parte. Y con el rabo entre las piernas. Haciéndose el ofendido para colmo, el muy conchudo.
– Vine a confesarle un sentimiento sincero y usted se burla y me ofende -protestó el Teniente-. Rebajándose a hablar como una polilla, además.
– Y míralo cómo ha quedado. Por los suelos -añadió Doña Adriana-. Si hasta me da pena, ahora.
Se reía otra vez a carcajadas, feliz de ella y de sus gracias. Lituma se sintió inundado de solidaridad y simpatía hacia su jefe. Con razón andaba tan jodido, lo habían humillado en su dignidad de hombre. Cuando se lo contara, los inconquistables harían un gran alboroto. Dirían que Doña Adriana merecía, más todavía que la Chunga, ser la reina de los inconquistables y cantarían el himno en su honor.
– También se anda diciendo que podría ser cosa de mariconerías -insinuó el de Zorritos.
– ¿De mariconerías? ¿Ah, sí? -pestañeó Don Jerónimo, relamiéndose-. Podría, podría.
– Claro que podría -dijo el de Zorritos-. En los cuarteles abundan los casos de mariconería. Y las mariconerías, ya se sabe, tarde o temprano terminan en crímenes. Perdona que hablemos estas cosas en tu delante, Marisita.
– No tiene nada de malo, Panchito. La vida es la vida, pues.
– Podría, podría -reflexionaba Don Jerónimo-. ¿Quién con quién? ¿Cómo sería eso?
– Nadie se cree la historia del suicidio del Coronel Mindreau -cambió de tema, de pronto, Doña Adriana.
– Así estoy viendo -murmuró Lituma. -La verdad es que yo tampoco -añadió la dueña de la fonda-. En fin, cómo será.
– ¿Usted tampoco se la cree? -Lituma se puso de pie y firmó el vale por el almuerzo-.
Sin embargo, yo sí me creo la historia que usted me ha contado. Y eso que es más fantástica que el suicidio del Coronel Mindreau. Hasta luego, Doña Adriana.
– Oye Lituma -lo llamó ella. Puso unos ojos brillantes y pícaros y bajó mucho la voz-: Dile al Teniente que esta, noche le haré el tacu-tacu con apanado que tanto le gusta. Para que me quiera de nuevo un poquito.
Lanzó una risita coqueta y a Lituma se le salió también la risa.
– Se lo diré tal cual, Doña Adriana. Hasta lueguito.
Pucha, quién entendía a las mujeres. Avanzaba hacia la puerta cuando oyó a Don Jerónimo, a su espalda:
– Amigo Lituma, por qué no nos dice cuánto le pagaron al Teniente los peces gordos para inventar la historia ésa del suicidio del Coronel.
– No me gustan esas bromas -repuso, sin volverse-. Y al Teniente, menos. Si supiera lo que usted dice, le pesaría, Don Jerónimo.
Oyó que el viejo taxista murmuraba «Cachaco de mierda», y, un segundo, dudó si regresar. Pero no lo hizo. Salió al calor agobiante de la calle. Avanzó por el ardiente arenal, entre una algarabía de chiquillos que pateaban una pelota de trapo y cuyas sombras tejían una agitada geografía alrededor de sus pies. Comenzó a sudar; la camisa se le pegó al cuerpo. Increíble lo que le había contado Doña Adriana. ¿Sería cierto? Sí, debía ser. Ahora entendía por qué el Teniente andaba con el ánimo en las patas desde esa noche. La verdad, también el Teniente era cosa seria. Antojarse de su gorda en ese momento, en medio de la tragedia. Vaya antojo. Pero qué mal le salió la cosa. Doña Adrianita, quién se la hubiera creído, una mujer de armas tomar. La imaginó, calata, burlándose del Teniente, el robusto cuerpo vibrando mientras accionaba, y al oficial, alelado, no queriendo creer lo que oía y veía. Cualquiera hubiera perdido la viada y sentido ganas de salir corriendo. Le vino un ataque de risa.