– ¿No te dijo por qué era imposible su amor? ¿Ni quién era ella?
Moisés negó con la cabeza y las orejas al mismo tiempo:
– Sólo que la veía a escondidas. Y que le daba serenatas, de lejos, por las noches.
– Ya veo -dijo Lituma. Imaginó al flaquito huyendo de Piura por temor a un marido celoso que lo había amenazado de muerte. «Si supiéramos de quién estaba enamorado, por qué su amor era imposible, nos ayudaría mucho.» Tal vez la ferocidad con que lo habían maltratado tenía esa explicación: la rabia de un marido celoso.
– Si eso te ayuda, puedo decirte que su amorcito vivía por el aeropuerto -añadió Moisés.
– ¿Por el aeropuerto?
– Una noche estábamos conversando aquí, Palomino Molero sentado donde tú estás. Oyó que un amigo mío se iba a Chiclayo y le preguntó si podía jalarlo hasta el aeropuerto. ¿Y qué vas a hacer en el aeropuerto a estas horas, flaco cantor? «Voy a darle una serenata a mi amorcito, Moisés.» O sea que ella vivía por ahí.
– Pero por allá no vive nadie, allá sólo hay arena y algarrobos, Moisés.
– Piensa un poco, Lituma -agitó las orejas Dumbo-. Busca, busca.
– De veras -se rascó el pescuezo el guardia-. Ahí, al ladito, está la Base Aérea, las casas de los aviadores.
III
– Sí, sí, las casas de los aviadores -repitió el Teniente Silva-. Es una pista. Ahora el puta no podrá decir que vamos a hacerle perder tiempo.
Pero Lituma se dio cuenta que el Teniente, aunque le seguía la conversación y hablaba de la cita con el jefe de la Base Aérea, tenía cuerpo y alma concentrados en el revoloteo de Doña Adriana, que barría la fonda. Sus movimientos, rápidos y despercudidos, levantaban a veces el ruedo de la falda por sobre sus rodillas, dejando entrever el muslo grueso y aguerrido, y, cuando se inclinaba a recoger la basura, descubrían el comienzo de sus pechos, sueltos y altaneros bajo el ligero vestido de percala. Los ojitos del oficial no perdían un movimiento de la dueña de la fondita y brillaban con luz codiciosa. ¿Por qué Doña Adriana lo ponía tan arrecho al Teniente Silva? Lituma no lo entendía. El Teniente era blanquiñoso, joven y pintón, con un bigotito rubio y unos anteojos de sol que se quitaba rara vez; a cualquier chica talareña se la hubiera metido al bolsillo. Pero a él sólo le interesaba Doña Adriana. Se lo había confesado a Lituma: «Esta gorda me tiene con garrotillo, carajo.» ¿Quién lo entendería? Tenía años como para ser su madre, lucía canas entre los pelos lacios, y, además, era una gorda con redondeces por todas partes, una de esas que llamaban «cintura de llanta». Estaba casada con Matías, un pescador que pescaba de noche y dormía de día. La trastienda de la fonda era su hogar… Tenían varios hijos, ya grandes, que vivían por su cuenta y dos de ellos trabajaban como obreros dé la International Petroleum Company.
– Si sigue mirando así a Doña Adriana se le van a gastar los ojos, mi Teniente. Póngase los anteojos, siquiera.
– Es que cada día está más buena moza -murmuró el Teniente, sin apartar la vista de las maromas de la escoba de Doña Adriana. Se frotó el anillo dorado del anular contra el pantalón y añadió-: No sé qué hace, pero la verdad es que cada día está más rica y más hembra.
Habían tomado un tazón de leche de cabra y un sandwich de queso mantecoso mientras esperaban al taxista. El Coronel Mindreau les había dicho a las ocho y media. Eran los únicos parroquianos de la fondita, una débil armazón de cañas, esteras y calaminas, con estanterías llenas de botellas, cajas y latas, unas mesitas chuecas y, en un rincón, el primus donde Doña Adriana cocinaba para sus pensionistas. Por una abertura en la pared sin puerta, se veía, al fondo, el cuartito donde dormía Matías, después de la noche en altamar.
– No sabe las flores que le ha estado echando el Teniente mientras usted barría, Doña Adriana -dijo Lituma, con sonrisa melosa. La dueña de la fonda regresaba cadereando, la escoba en alto-. Dice que, a pesar de sus años y sus quilitos, es usted la mujer más tentadora de Talara.
– Lo digo porque lo creo -susurró el Teniente Silva, poniendo cara de conquistador-. Y, además, es la verdad. La Doña lo sabe de sobra.
– En vez de esas majaderías con una madre de familia, dígale a ese Teniente que haga su trabajo -suspiró Doña Adriana, sentándose en un banquito, junto al mostrador, y poniendo cara de pésame-. Dígale que, en vez de estar fastidiando a señoras casadas, busque a los asesinos de ese muchacho.
– Si los encuentro ¿qué? -El Teniente chasqueó la lengua con obscenidad-. ¿Me premiará con una nochecita? Por ese premio los encuentro y se los pongo esposados a sus pies, le juro.
«Lo dice como si la tuviera al palo», pensó Lituma. Se había estado divirtiendo con los juegos del Teniente, pero se acordó del flaquito y se le acabó la diversión. Si ese malagracia del Coronel Mindreau cooperara, sería más fácil. Si él, que debía tener informaciones, antecedentes, que podía interrogar al personal de la Base, quisiera meter el hombro, alguna pista aparecería y echarían mano a esos conchas de su madre. Pero el Coronel Mindreau era un egoísta. ¿Por qué se negaba a ayudarlos? Porque los aviadores se creían unos príncipes de sangre azul. A la Guardia Civil la choleaban y miraban por sobre el hombro.
– Suelte, so atrevido, o despierto a Matías -se enfureció Doña Adriana, jaloneando. Le había alcanzado una cajetilla de Inca al Teniente Silva y éste le tenía cogida la mano-. Vaya a sobar a su sirvienta, so fresco, no a una madre de familia.
El Teniente la soltó, para prender su cigarrillo, y a Doña Adriana se le fue el enojo. Siempre era así: se ponía como un fosforito con los piropos y las manos largas, pero, en el fondo, a lo mejor hasta le gustaba. «Todas son un poco putas», pensó Lituma, deprimido.
– En el pueblo no se habla de otra cosa -dijo Doña Adriana-. Yo vivo aquí desde que nací y nunca jamás, en todos los años que tengo, se ha visto en Talara matar a nadie con esa maldad. Aquí la gente se mata como Dios manda, peleando de iguales, de hombre a hombre. Pero así, crucificando, torturando, jamás de la vida. Y ustedes no hacen nada, qué vergüenza.
– Estamos haciendo, mamacita -dijo el Teniente Silva-. Pero el Coronel Mindreau no nos ayuda. No me deja interrogar a los compañeros de Palomino Molero. Ellos tienen que saber algo. Andamos perdidos por su culpa. Pero la verdad se descubrirá, tarde o temprano.
– Pobre la madre de ese muchacho -suspiró Doña Adriana-. El Coronel Mindreau se cree el rey de Roma, basta verlo cuando viene al pueblo con su hija del brazo. Ni saluda ni mira. Y ella es peor todavía. ¡Qué humos!
No eran aún las ocho y ya el sol quemaba. Rayos dorados atravesaban las esteras y se filtraban por las junturas de las cañas y las calaminas. La fonda parecía alanceada por esas jabalinas luminosas en las que flotaban corpúsculos de polvo y revoloteaban decenas de moscas. No había mucha gente en la calle. Lituma podía oír, bajito, la rompiente de las olas y el murmurar de la resaca. El mar estaba cerquita y su olor impregnaba el aire. Era un olor rico, que hacía bien, pero tramposo, pues sugería playas acicaladas, de aguas transparentes, y el mar de Talara andaba siempre impregnado de residuos de petróleo y de las suciedades de los barcos del puerto.
– Dice Matías que el muchacho tenía una voz divina, que era un artista -exclamó Doña Adriana.
– ¿Don Matías conocía a Palomino Molero? -preguntó el Teniente.
– Lo oyó cantar un par de noches, mientras preparaba las redes -dijo Doña Adriana.
El viejo Matías Querecotillo y sus dos ayudantes se hallaban cargando las redes y el cebo en El León de Talara, cuando, de repente, los distrajo el bordoneo de una guitarra. La luna estaba tan clara y lúcida que no hacía falta encender la linterna para ver que ese grupito de sombras en la playa eran media docena de avioneros. Fumaban sentados en la arena, entre los botes. Cuando el muchacho empezó a cantar, Matías y sus ayudantes dejaron las redes y se acercaron. El muchacho tenía una voz cálida, de reverberaciones que hacían sentir ganas de llorar y electrizaban la espalda. Cantó Dos almas y, cuando terminó, lo aplaudieron. Matías Querecotillo pidió permiso para estrechar la mano del cantante. «Me ha recordado usted mi juventud -lo felicitó-. Me ha puesto triste.» Ahí se había enterado que era Palomino Molero, uno de la última leva, un piuranito. «Tú podrías cantar en Radio Piura, Palomino», oyó Matías que decía uno de los avioneros. Desde entonces, el marido de Doña Adriana lo había visto un par de veces más, en la misma playa, entre los botes varados, a la hora de ir a alistar El León de Talara. Cada vez, había hecho un alto en la faena para oírlo.