– Si Matías hizo eso y le dijo eso, no hay duda que el muchacho tenía una voz de ángel -aseguró Doña Adriana-. Porque Matías no se emociona así nomás, él es más bien frión.
«Se la sirvió en bandeja», pensó Lituma, y, en efecto, el Teniente se relamió los labios como un gato:
– ¿Quiere decir que ya no sopla, Doña Adrianita? Yo la podría calentar, si quiere. Yo más bien soy un carbón ardiendo.
– No necesito que me calienten -se rió Doña Adriana-. Cuando hace frío, entibio mi cama con botellas de agua hirviendo.
– El calor humano es más rico, mamacita -ronroneó el Teniente Silva, inflando los labios hacia Doña Adriana, como si fuera a succionarla.
Y en eso se apareció Don Jerónimo a buscarlos. No podía llegar con el taxi hasta la fonda, pues la calle era un arenal donde se hubiera atollado, así que había dejado su Ford en la pista, a unos cien metros. El Teniente Silva y el guardia firmaron el vale por el desayuno y se despidieron de Doña Adriana. Afuera, el sol los golpeó sin misericordia. Pese a ser las ocho y cuarto, había un calor de mediodía. En la luz cegadora, parecía que las cosas y las personas irían en cualquier momento a disolverse.
– Talara está llena de murmuraciones -dijo Don Jerónimo, mientras andaban, los pies hundiéndose en el suelo blando-. Encuentre a esos asesinos o lo lincharán, Teniente.
– Que me linchen -se encogió de hombros el Teniente-. Juro que yo no lo maté.
– Andan diciendo cosas -escupió Don Jerónimo, cuando llegaron al taxi-. ¿No le han ardido las orejas?
– No me arden nunca -repuso el Teniente-. ¿Qué, por ejemplo?
– Que están tapando la vaina porque los asesinos son peces gordos. -Don Jerónimo le daba a la manivela para encender el motor. Repitió, guiñando un ojo-: ¿Cierto que hay peces gordos, mi Teniente?
– No sé si gordos o flacos, no sé si peces o tiburones. -El Teniente se instaló en el asiento de adelante. Pero se joderán igual. El Teniente Silva se caga olímpicamente en los peces gordos, Don Jerónimo. Y, ahora, apúrese, no quiero llegar tarde donde el Coronel.
Cierto, él Teniente era hombre recto y, por eso, Lituma le tenía, además de aprecio, admiración. Era bocón, lisuriento, algo chupaco, y, cuando se trataba de la gorda cantinera, perdía la chaveta, pero Lituma, en todo el tiempo que llevaba trabajando a, sus órdenes, lo había visto esforzarse siempre, en todas las denuncias y querellas que llegaban a la Comisaría, por hacer justicia. Y sin preferencia por nadie.
¿Hasta ahora qué han descubierto, Teniente? -Don Jerónimo tocaba bocina, pero los churres, los perros, los chanchos, los piajenos y las cabrás que se cruzaban delante del taxi no se apresuraban lo más mínimo.
– Ni mierda -admitió el Teniente, con una mueca.
– No es mucho -se burló el taxista. Lituma oyó que su jefe repetía lo que le había dicho esa mañana:
– Pero hoy descubriremos algo, se huele en el aire.
Ya estaban en los confines del pueblo, y, a derecha y a izquierda, se veían las torres de los pozos petroleros, erizando el terreno pelado y pedregoso. A lo lejos, titilaban los techos de la Base Aérea. «Ojalá que siquiera algo», se dijo Lituma, como un eco. ¿Sabrían alguna vez quién y por qué habían matado al flaquito? Más que una necesidad de justicia o de venganza, sentía una curiosidad ávida por ver sus caras, por escuchar los motivos que habían tenido para hacer lo que habían hecho con Palomino Molero.
En la Prevención de la Base, el oficial de servicio los examinó de arriba abajo, como si no los conociera. Y los tuvo esperando bajo el sol candente, sin ocurrírsele hacerlos pasar a la sombra de la oficina. Mientras esperaban, Lituma echó una ojeada al contorno. ¡Puta, qué lecheros! ¡Vivir y trabajar en un sitio así! A la derecha se alineaban las casas de los oficiales, igualitas, de madera, empinadas sobre pilotes, pintadas de azul y de blanco, con pequeños jardines de geranios bien cuidados y rejillas para los insectos en puertas y ventanas. Vio señoras con niños, muchachas regando las flores, oyó risas. -¡Los aviadores vivían casi tan bien como los gringos de la International, carajo! Daba envidia ver todo tan limpio y ordenado. Hasta tenían su piscina, ahí, detrás de las casas. Litúma nunca la había visto pero se la imaginó, llena de señoras y chicas en ropa de baño, tomando el sol y remojándose. A la izquierda estaban las dependencias, hangares, oficinas, y, al fondo, la pista. Había varios aviones formando un triángulo. «Se dan la gran vida», pensó. Como los gringos de la International, éstos, detrás de sus muros y rejas, vivían igual que en las películas. Y gringos y aviadores podían mirarse la cara por sobre las cabezas de los talareños, que se asaban de calor allá abajo en el pueblo, apretado a orillas del mar sucio y grasiento. Porque, desde la Base, sobrevolando Talara, se divisaban en un promontorio rocoso, detrás de rejas protegidas día y noche por vigilantes armados, las casitas de los ingenieros, técnicos y altos empleados de la International. También ellos tenían su piscina, con trampolines y todo, y en el pueblo se decía que las gringas se bañaban medio calatas.
Por fin, después de una larga espera, el Coronel Mindreau los hizo pasar a su despacho. Mientras iban hacia las oficinas, entre oficiales y avioneros, a Lituma se le ocurrió: «Algunos de éstos saben lo que ha pasado, carajo.»
– Adelante -les dijo el Coronel, desde su escritorio.
Hicieron chocar sus tacones, en el umbral, y avanzaron hasta el centro de la pieza. En el escritorio había un banderín peruano, un calendario, una agenda, expedientes, lápices, y varias fotografías del Coronel Mindreau con su hija y de ésta sola. Una joven de carita larga y respondona, muy seria. Todo estaba ordenado con manía, igual que los armarios, los diplomas y el gran mapa del Perú que servía de telón de fondo a la silueta del Jefe de la Base Aérea de Talara. El Coronel Mindreau era un hombre bajito, fortachón, con unas entradas, que avanzaban por ambas sienes hasta media cabeza y un bigotito entrecano, milimétricamente recortado. Daba la misma impresión de pulcritud que su escritorio. Los observaba con unos ojitos grises y acerados, sin el menor asomo de bienvenida.
– ¿En qué puedo servirlos? -murmuró, con una urbanidad que su expresión glacial contradecía.
– Venimos otra vez por el asesinato de Palomino Molero -repuso el Teniente, con mucho respeto-. A solicitarle su colaboración, mi Coronel.
– ¿No he colaborado ya? -lo atajó el Coronel Mindreau. En su vocecita había como un sedimento de burla-. ¿No estuvieron en este mismo despacho hace tres días? Si perdió el Memorándum que le di, conservo una copia.
Abrió rápidamente un expediente que tenía frente a él, sacó un papelito y leyó, con voz átona:
«Molero Sánchez, Palomino. Nacido en Piura el 13 de febrero de 1936, hijo legítimo de Doña Asunta Sánchez y de Don Teófilo Molero, difunto. Instrucción primaria completa y secundaria hasta tercero de Media en el Colegio Nacional San Miguel, de Piura. Inscrito en la clase de 1953. Comenzó a servir en la Base Aérea de Talara el 15 de enero de 1954, en la Compañía tercera, donde, bajo el mando del Teniente Adolfo Capriata, recibió instrucción junto con los demás reclutas que iniciaban su servicio. Desapareció de la Base en la noche del 23 al 24 de marzo, no reportándose a su compañía luego de haber gozado de un día de franco. Se le declaró desertor y se dio parte a la autoridad correspondiente.»