El Coronel carraspeó y miró al Teniente Silva:
¿Quiere una copia?
«¿Por qué nos odias», pensó Lituma. «¿Y por qué eres tan déspota, concha de tu madre?»
– No hace falta, mi Coronel -sonrió el Teniente Silva-. El Memorándum no se ha perdido.
– ¿Y entonces? -enarcó una ceja el Coronel, con impaciencia-. ¿En qué quiere usted que colabore? El Memorándum dice todo lo que sabemos de Palomino Molero. Yo mismo hice la investigación, con oficiales, clases y avioneros de su compañía. Nadie lo vio y nadie sabe quién pudo haberlo matado ni por qué. Mis superiores han recibido un informe detallado y están satisfechos. Usted no, por lo visto. Bueno, es problema suyo. La gente de la Base está limpia de polvo y paja en este asunto y no hay nada más que averiguar aquí adentro. Era un tipo callado, no se juntaba con nadie, no hacía confidencias a nadie. Por lo visto, no tenía amigos ni tampoco enemigos, en la Base. Algo flojo para la instrucción, según los partes. Desertó por eso, tal vez. Busque afuera, averigüe quién lo conocía en el pueblo, con quién estuvo desde que desertó hasta que lo mataron. Aquí pierde su tiempo, Teniente. Y yo no puedo darme el lujo de perder el mío.
¿Intimidaría a su jefe el tonito perentorio, sin concesiones, del Coronel Mindreau? ¿Lo haría retirarse? Pero Lituma vio que su jefe no se movía.
– No hubiéramos venido a molestarlo si no tuviéramos un motivo, mi Coronel. -El Teniente seguía en posición de firmes y hablaba tranquilo, sin apresurarse.
Los ojitos grises pestañearon, una vez, y hubo en su cara un amago de sonrisa.
– Había que empezar por ahí, entonces.
– El guardia Lituma ha hecho unas averiguaciones en Piura, mi Coronel.
Lituma tuvo la impresión de que el Jefe de la Base se sonrojaba. Sentía una incomodidad creciente y le pareció que nunca conseguiría dar un informe bien dado, a una persona tan hostil. Pero, casi atorándose, habló. Contó que, en Piura, había sabido que Palomino Molero se presentó al servicio sin tener obligación de hacerlo, porque, según le dijo a su madre, era de vida o muerte para él salir de la ciudad. Hizo una pausa. ¿Lo estaba escuchando? El Coronel examinaba, entre disgustado y benevolente, una foto en la que aparecía su hija rodeada de dunas de arena y algarrobos. Por fin, lo vio volverse hacia éclass="underline"
– ¿Qué quiere decir eso de vida o muerte?
– Pensamos que tal vez lo había explicado aquí, al presentarse -intervino el Teniente. Que a lo mejor aclaró por qué tenía que salir de Piura con tanta urgencia.
¿Se hacía el cojudo, su jefe? ¿O estaba tan nervioso como él por las maneritas del Coronel?
El Jefe de la Base paseó sus ojos por la cara del oficial, como contándole los barritos. Al Teniente Silva le arderían las mejillas con semejante mirada. Pero no demostraba la menor emoción; esperaba, inexpresivo, que el Coronel se dignara hablarle.
– ¿No se le ocurrió que si nosotros supiéramos semejante cosa, lo habríamos dicho en el Memorándum? -deletreó, como si sus interlocutores desconocieran la lengua o fueran tarados-. ¿No pensó que si nosotros, aquí en la Base, hubiéramos sabido que Palomino Molero se sentía amenazado y perseguido por alguien, se lo hubiéramos comunicado en el acto a la policía o al juez?
Debió callarse, porque comenzó a roncar un avión, muy cerca. El ruido creció, creció, y Lituma creyó que iban a reventarle los tímpanos. Pero no se atrevió a taparse los oídos.
– El guardia Lituma también averiguó otra cosa, mi Coronel -dijo el Teniente, al disminuir el ruido de las hélices. Imperturbable, parecía no haber oído las preguntas del Coronel Mindreau.
– ¿Ah, sí? -dijo éste, ladeando la cabeza hacia Lituma-. ¿Qué cosa? Lituma se aclaró la garganta antes de contestar. La expresión sardónica del coronel lo enmudecía.
– Palomino Molero estaba muy enamorado -balbuceó-. Y parece que,…
– ¿Por qué tartamudea? -le preguntó el Coronel-. ¿Le pasa algo?
– No eran amores muy santos -susurro Lituma-. Tal vez por eso se escapó de Piura. Es decir…
La cara del Coronel, cada vez más desabrida, hizo que se sintiera tonto y la voz se le cortó. Hasta entrar en el despacho, las conjeturas que había hecho la víspera le parecían convincentes, y el Teniente le había dicho que, en efecto, tenían su peso. Pero, ahora, ante esa expresión escéptica, sarcástica, del Jefe de la Base Aérea, se sentía inseguro y hasta avergonzado de ellas.
– En otras palabras, mi Coronel, podría ser que a Palomino Molero lo chapara en sus amoríos un marido celoso y lo amenazara de muerte -vino a ayudarlo el Teniente Silva-. Y que, por eso, el muchacho se enrolara aquí.
El Coronel los consideró a uno y a otro, callado, pensativo. ¿Qué majadería iba a soltar?
– ¿Quién es ese marido celoso? -dijo, al fin.
– Eso es lo que nos gustaría saber -repuso el Teniente Silva-. Si supiéramos eso, sabríamos un montón de cosas.
– ¿Y cree que yo estoy al tanto de los amoríos de los cientos de clases y avioneros que hay en la Base? -volvió a deletrear, con infinitas pausas, el Coronel Mindreau.
– Usted tal vez no, mi Coronel -se disculpó el Teniente-. Pero se nos ocurrió que alguien en la Base, tal vez. Un compañero de cuadra de Palomino Molero, algún instructor, alguien.
– Nadie sabe nada de la vida privada de Palomino Molero -lo interrumpió de nuevo el Coronel-. Yo mismo lo he averiguado. Era introvertido, no hablaba con nadie de sus cosa. ¿No está en el Memorándum, acaso?
A Lituma se le ocurrió que al Coronel le importaba un carajo la desgracia del flaquito. Ni ahora ni la vez pasada había traslucido la menor emoción por ese crimen. Ahora mismo se refería al avionero como a un don nadie, con mal disimulado desprecio. ¿Era por lo que había desertado tres o cuatro días antes de que lo mataran? Además de antipático, el Jefe de la Base tenía fama de ser un monstruo de rectitud, un maniático del Reglamento. Como el flaquito, seguramente harto de la disciplina y el encierro, se fugó, el Coronel lo tendría por un réprobo. Pensaría, incluso, que un desertor se merecía lo que le pasó.
– Es que, mi Coronel, hay sospechas de que Palomino Molero tenía amoríos con alguien de la Base Aérea de Piura -oyó que decía el Teniente Silva.
Vio, casi al mismo tiempo-, que las mejillas pálidas y bien rasuradas del Coronel enrojecían. Su expresión se avinagró y encendió. Pero no llegó a decir lo que iba a decir porque, de improviso, se abrió la puerta. y Lituma vio en el marco, recortada contra la luz nívea del pasillo, a la chica de la fotografía. Era delgadita, más aún que en las fotos, con unos cabellos cortos y crespos y una naricilla respingada y despectiva. Vestía una blusa blanca, una falda azul, zapatillas de tenis y parecía tan malhumorada como su propio padre.
– Me estoy yendo -dijo, sin entrar al despacho y sin hacer siquiera una venia al Teniente y a Lituma ¿Me lleva el chofer o me voy en bici?
Había en su manera de decir las cosas un disgusto contenido, como cuando hablaba el Coronel Mindreau. «De tal palo tal astilla, pensó el guardia.
– ¿Y adónde, hijita? -se dulcificó al instante el Jefe de la Base.
«No sólo no la riñe por interrumpir así, por no saludar, por hablarle con tanta grosería», pensó Lituma. «Encima le pone voz de paloma cuculí.»
– Ya te lo dije esta mañana -replicó con salvajismo la muchacha-. A la piscina de los gringos, la de aquí no estará llena hasta el lunes, ¿te has olvidado? ¿Me lleva el chofer o me voy en la bici?