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– La verdad que es usted perseverante, mi Teniente. Merece que Doña Adriana le haga caso, aunque sea como premio a su constancia.

Había poca gente en el bulín. El Chino Liau salió a recibirlos, encantado.

– Cuánto le agradezco que venga, Teniente. Ya sabía que usted no me fallaría. Pasen, pasen. ¿Por qué cree que está el local así de vacío? Por el loquito, por qué va a ser. La gente viene a divertirse, no a que la insulten o la meen. Se ha corrido la voz y nadie quiere líos con un aviador. No hay derecho ¿no es cierto?

– ¿No ha llegado todavía? -preguntó el Teniente.

– Se cae a eso de las once, por lo general -dijo el Chino Liau-. Vendrá, espérenlo.

Los sentó en una mesita del rincón más apartado y les sirvió un par de cervezas. Varias polillas se les acercaron a meterles conversación, pero el Teniente las despachó. No podían atenderlas, esta vez habían venido a resolver un asunto de hombres. La Loba Marina, agradecidísima de que Lituma hubiera amenazado a su macró con meterlo en el calabozo si le seguía pegando, besó al guardia en la oreja «Cuando quieras venir conmigo, vienes nomás», le susurró. Hacía tres días que no le pegaba, les dijo.

El tenientito cayó al bulín cerca de la medianoche. Lituma y su jefe se habían despachado ya cuatro cervezas. Antes de que el Chino Liau los previniera, Lituma, que había examinado las caras de todos los recién llegados, supo que era él. Bastante joven, delgado, moreno, el pelo cortado casi al rape. Vestía la camisa y el pantalón caqui del uniforme, pero sin insignias ni galones. Entró solo, sin saludar a nadie, indiferente al efecto que su presencia causó -codazos, miradas, guiños, cuchicheos entre las polillas y los escasos comensales- y fue derecho a acodarse en el bar. «Un corto››, ordenó. Lituma se dio cuenta que el corazón se le había apurado. No le quitaba los ojos. Lo vio tomarse la copita de pisco de un trago y pedir otra.

– Así es todas las noches -les susurró la Loba Marina, que estaba en la mesa contigua, con un marinero-. A la tercera o cuarta comienza el show.

Esta noche comenzó entre la quinta y la sexta. Lituma le había llevado la cuenta cabalito de las mulitas de pisco. Lo espiaba por sobre las cabezas de las parejas que bailaban a los compases de una radiola a pilas. El aviador estaba con la cabeza apoyada en las manos, mirando fijamente la copa que tenía entre los brazos, como protegiéndola. No se movía. Parecía concentrado en una meditación que lo aislaba de las polillas, de los macrós y del mundo. Sólo se animaba para llevarse la copa a la boca, con un movimiento automático, e inmediatamente volvía a convertirse en estatua. Pero entre la quinta y sexta copa, Lituma se distrajo y cuando lo buscó de nuevo, ya no estaba en el mostrador. Miró en todas direcciones y lo encontró en la pista de baile. Avanzaba, resuelto, hacia una de las parejas: la Pelirroja y un hombre bajito y encorbatado, pero sin saco, que se movía muy a conciencia, prendido de ella como si se fuera a ahogar. El tenientito lo cogió de la camisa y lo apartó de un jalón, diciendo en voz tan alta que lo oyó todo el bulín:

– Permiso; ahora me toca a mí la señorita.

El encorbatado dio un respingo y miró a todos lados como pidiendo que le explicaran qué ocurría o le aconsejaran qué hacer. Lituma vio que el Chino Liau le indicaba con las manos que se quedara tranquilo. Es lo que el parroquiano optó por hacer, encogiéndose de hombros. Fue hasta la pared de las polillas y sacó a bailar a la Pecosa, con aire compungido. Entretanto, el tenientito, disforzado, daba saltos, movía las manos, hacía muecas. Pero no mostraba la más mínima alegría en sus payasadas. ¿Quería llamar la atención solamente? No, también joder. Esos saltos y cimbreos, esas figuras paroxísticas eran un pretexto para dar codazos, hombrazos y caderazos a los que se le ponían al alcance. «Qué concha de su madre», pensó Lituma. ¿Cuándo intervendrían? Pero el Teniente Silva fumaba, muy tranquilo, mirando al aviador con expresión divertida a través de las argollas de humo, como si le festejara las gracias. Qué paciencia se gastaba la gente. Los parroquianos que recibían los encontronazos del aviador se hacían a un lado, sonreían, se encogían de hombros con cara de estar pensando «cada loco con su tema, tranquilos nomás». Al terminar la música, el tenientito volvió al bar y pidió otro pisco.

– ¿Sabes quién es, Lituma? -oyó decir a su jefe.

– No. ¿Usted lo conoce?

El Teniente Silva asintió, con un tonito malicioso.

– El enamorado de la hija de Mindreau. Como lo oyes. Los vi de la mano en la kermesse, el Día de la Aviación. Y varios domingos, en misa.

– Será por eso que el Coronel le aguanta estas matonerías -murmuró Lituma-. A cualquier otro lo hubiera puesto en el calabozo, a pan y agua, por desprestigiar a la institución.

– Hablando de matonerías, no te pierdas ésta, Lituma -dijo su jefe.

El tenientito estaba encaramado en el mostrador, con una botella de pisco en la mano, en actitud de quien va a pronunciar un discurso. Abrió los brazos y gritó: «¡Seco y volteado por la puta que los parió!» Se llevó la botella a la boca y bebió un trago tan largo que a Lituma le ardió el estómago de sólo pensar lo que sería recibir en las tripas semejante fuego. Al tenientito también le debió arder pues hizo una mueca y se encogió como si hubiera recibido un derechazo. El Chino Liau se le acercó, todo venias y sonrisas, tratando de convencerlo de que se bajara del mostrador y no hiciera más escándalo. Pero el aviador le mentó la madre y le dijo que si no se metía la lengua al culo iba a pulverizar todas las botellas del local. El Chino Liau se apartó, con expresión filosófica. Vino a acuclillarse junto a Lituma y el Teniente Silva.

– ¿No van ustedes a hacer nada?

– Que se emborrache un poco más -decidió el Teniente.

El aviador desafiaba ahora a macrós y parroquianos -que evitaban mirarlo y seguían bailando, conversando y fumando como si él no estuviera allí- a que se encalataran, si eran hombres. ¿Por qué andaban vestidos?, gesticulaba. ¿Les daba vergüenza que les vieran los huevos? ¿O no los tenían? ¿O los tenían tan chiquitos que con razón se avergonzaban de ellos? El estaba orgulloso de sus huevos, más bien.

– ¡Vean y aprendan! -rugió. En un dos por tres se desabrochó la correa y Lituma vio que el pantalón caqui se le resbalaba, descubriendo unas piernas flacuchentas y peludas. Lo vio patalear para zafar los pies, atrapados en el pantalón, pero, o porque ya estaba muy borracho o porque hacía esos movimientos con demasiada cólera, se enredó más, trastabilleó y se vino de bruces desde lo alto del mostrador a la pista de baile. La botella que tenía en la mano se hizo trizas, su cuerpo rebotó como un costal de papas. Hubo una salva de risas. El Teniente Silva se puso de pie:

– Ahora es cuando, Lituma.

El guardia lo siguió. Cruzaron la pista de baile. El tenientito permanecía de espaldas, con los ojos cerrados, las piernas desnudas, el pantalón enroscado en sus tobillos, en medio de un círculo de pedazos y astillas de vidrio. Resoplaba, atolondrado. «Se ha pegado un coritrazuelazo de la puta madre», pensó Lituma. Lo cogieron de los brazos y lo incorporaron. Comenzó a manotear y a decir lisuras, a media lengua. Babeaba, hasta el cien de borracho. Le subieron el pantalón, le sujetaron la correa, y, pasándole los brazos por las axilas, cada uno de un lado, lo arrastraron hasta la salida. Polillas, clientes y macrós, aplaudieron, felices de que se lo llevaran.

– ¿Qué hacemos con él, mi Teniente? -preguntó Lituma, en el exterior. Hacía viento, las calaminas del bulín brillaban y había más estrellas que antes. Las luces de Talara parecían, también, estrellitas que hubieran bajado hasta el mar aprovechando la oscuridad.

– Llevémoslo a la playita ésa -dijo su jefe.

– Suéltenme, perros -articuló el tenientito. Pero se mantuvo tranquilo, sin hacer el menor intento de zafarse de sus brazos.