– Muy eficaz -dijo el técnico-. Todo el mundo se queda paralizado. Tenía una sola idea en la cabeza: que el atraco fuera rápido. Nada de demoras, deprisa, deprisa. ¿Llevaba guantes?
La cajera asintió con un gesto.
– Guantes finos de lana.
Sejer se maldijo a sí mismo por no haberse quedado un rato más en el banco y haber interrumpido los planes del atracador. Pero en ese caso, el tipo habría vuelto otro día. Miró de nuevo los ojos de la cajera. Habían adquirido ese brillo particular que las personas tienen cuando se les arranca de su vida normal y obvia. Él lo entendía y no lo entendía.
– De acuerdo -dijo-. Tenemos mucho que hacer. Pongámonos en marcha.
Respiraba entrecortadamente. Se inclinó sobre el volante como queriendo ayudar al vehículo a salir de la ciudad. Llevaba mucho tiempo planeándolo. Había repasado una y otra vez el atraco en su mente, imaginándose, con todo lujo de detalles, cómo lo llevaría a cabo. Había descubierto errores. Todo había ocurrido muy deprisa. Tenía el dinero, así tenía que suceder y, sin embargo, no del todo así. Alguien iba sentado en el asiento de al lado.
Las calles estaban repletas de gente con prisa. Nadie miraba el coche blanco. Pisó el embrague y atravesó el cruce, fijando la vista obstinado en la carretera, dejando salir el aire caliente de sus pulmones. Después de haber pasado la primera manzana, se quitó el pasamontañas. Se sintió desnudo y, por eso, no se giró a mirar a la rehén, pero no tenía elección. No podía seguir conduciendo con el pasamontañas puesto. Todos los coches que venían en dirección contraria hubieran reparado en ello, y anotarían la marca del coche y la matrícula. La rehén estaba sentada en el asiento de al lado, con la cabeza agachada, inmóvil. Pasaron por delante del Salón de las Novias. Redujo la velocidad, vio acercarse por la izquierda un Mercedes y se concentró en clavar la mirada en la carretera. Hasta ahora, después de dos minutos, cuando su pulso se había calmado un poco, no se le había ocurrido que un extraño silencio reinaba en el coche. Miró de reojo a la rehén. Había algo que no encajaba. Sintió náuseas y, con la náusea, llegó el miedo y, con el miedo, el pavor a equivocarse, equivocarse más de lo que ya había hecho.
¿Qué coño iba a hacer con la rehén?
No había pensado en ello. Se había concentrado únicamente en alejarse lo más deprisa posible, en asegurarse de que nadie se le echara encima y lo tirara al suelo. Había leído sobre eso en los periódicos, sobre gente que jugaba a ser héroes.
– Me has visto la cara -dijo con voz ronca.
Su voz era frágil en comparación con su cuerpo fuerte.
– ¿Y qué se te ocurre que podemos hacer con eso?
Justo en ese instante pasaron por delante de una funeraria, y su mirada se posó en un ataúd blanco que había en el escaparate. Manillas de latón. Una corona de flores blancas y rojas encima. Llevaba años expuesta y era de plástico, claro. Daba la impresión de estar a punto de derretirse por el calor, lo mismo que él. El jersey se le pegaba al cuerpo, y a los pantalones de pana les faltaba poco para desprender vapor. Redujo la velocidad y frenó ante un taxi que venía por la derecha. La rehén no contestaba, pero sus hombros temblaban ligeramente. El atracador pensó: por fin reacciona. Para él sería un alivio. Lo necesitaba después de tanto esfuerzo. Una reacción fuerte, por ejemplo un rugido por la ventanilla medio abierta. Temblaba mientras se esforzaba por controlarse.
– Te he preguntado qué podemos hacer con eso.
Sonó muy pobre. Oyó su propio miedo, cómo presionaba la voz hasta alcanzar ese tono agudo y chillón. De repente sintió una imperiosa necesidad de estar solo, pero aún era demasiado pronto para parar. Primero tendrían que alejarse del centro y llegar a algún lugar desierto donde por fin poder sacar del coche a esa mujer no deseada. ¡A esa testigo!
Seguían en silencio. Se estaba poniendo cada vez más nervioso. Tras semanas de planificación, noches sin dormir, desasosiego y dudas, empezaban a pesarle muchas cosas. Generalmente, se limitaba a ir de chófer, sin responsabilidad sobre la planificación. De eso se encargaban otros, él esperaba fuera, con el coche en marcha, ni siquiera solía llevar arma. Había hecho una promesa y la había cumplido. Pero llevaba una rehén. En aquel momento, en aquel lugar, le había parecido una decisión inteligente. Fuera del banco, la gente se había quedado paralizada, no movieron ni un dedo por miedo a que se le disparara el arma y la rehén se hiciera trizas ante sus ojos. Y ahora no sabía qué hacer. Y tampoco estaba recibiendo ayuda alguna. El silencio era total.
– Solo hay dos posibilidades, claro -carraspeó.
Ya no aguantó el silencio.
– O sigues conmigo o te dejo en la carretera, en un estado en el que ya no podrás explicar nada.
La pasajera seguía callada.
– ¿Qué coño hacías en el banco tan temprano?
Como ella seguía sin responder, él bajó la ventanilla y notó cómo el aire le soplaba en el rostro ardiente. Pasaban coches. No debía mostrar su rostro, ni siquiera debía hablar, pero no estaba preparado para ese cúmulo de emociones que le subía por dentro, esa sensación de estar a punto de explotar. Había esperado mucho tiempo, había estado solo una eternidad, ya no era más que una goma cercana a romperse, y para más inri, había alguien sentado a su lado, mirándolo.
Todavía estaba saliendo de la ciudad, pasó por el hospital, giró repentinamente al llegar al Instituto Ortopédico, cruzó la calle principal, cogió la Calle Mayor Alta, pasó por la antigua farmacia, en dirección al Garaje Central, volvió a girar a la izquierda, atravesó el viejo puente y volvió por la parte sur, a través de las zonas industriales. Se estaba acercando a una vía de ferrocarril. En ese momento, el semáforo se puso rojo. Por un instante estuvo a punto de girar bruscamente, pero cambió de idea. No debía llamar la atención.
– Quédate quieta y cállate. El revólver está cargado -murmuró entre dientes.
La orden era innecesaria. De la rehén no salía ni una palabra. Por el espejo vio acercarse un Volvo rojo que se detuvo justo detrás de él. El conductor tamborileaba sobre el volante. Sus miradas se cruzaron en el espejo. Él clavó la suya en los raíles, esperando que apareciera el tren, ya lo oía rugir a lo lejos. Por un momento, su corazón enmudeció. Lo increíble era que la rehén siguiera quieta y callada, mirando por la ventanilla. Luego pasó el tren haciendo mucho ruido. Pero la barrera no se movía. Cambió de punto muerto a primera y esperó. El coche de atrás se acercó aún más, casi le rozaba el parachoques. Al otro lado había un Citroën verde. Al atracador le chorreaba el sudor hasta los ojos, y la barrera seguía sin moverse. Por un horrible instante, pensó que la policía la había bloqueado, que en cualquier momento se le acercaría y lo sacaría a la fuerza a punta de pistola. Estaba atrapado. No había sitio suficiente para dar la vuelta y regresar, ¿por qué coño no se levantaba la barrera? El tren ya se había alejado un buen trecho. El conductor del Volvo aceleró. El atracador levantó la mano en la que llevaba el revólver, y se la pasó por la frente. En ese momento pensó que quizá el hombre del Citroën de al lado hubiera visto que llevaba un arma. Por fin, la barrera se levantó, despacio y vacilante. Cruzó con prudencia. El Volvo de atrás desapareció por la derecha. Había pensado atravesar el río, de ese modo, pasaría por la plaza donde estaban los coches de policía y la aglomeración de gente por el lado opuesto. Mientras la policía estaba ocupada en interrogar a los testigos, él pasaría por delante de sus narices, a solo unos treinta metros. Su propio plan lo impresionó. El problema era la rehén. De pronto frenó y se detuvo. El coche quedó medio escondido detrás de un contenedor de basura, junto a la Estación de Autobuses. Echó el freno de mano.
– Lo que me pregunto -espetó- es qué coño hacías en el banco tan temprano.