Más silencio.
– ¿Estás sorda? Me cago en la puta, ¿es que no me oyes?
La rehén levantó la cabeza. Por primera vez, el atracador clavó la mirada en los ojos errantes. En el coche reinaba el silencio y el calor aumentaba. Inseguro, intentó interpretar la expresión facial de la pálida chica. Muy a lo lejos oyó una sirena, primero muy débil, luego un poco más fuerte y, al final, el sonido se extinguió. Tuvo la extraña sensación de que no había atracado un banco, sino que estaba teniendo un sueño sin acción lógica en el que figuras extrañas entraban y salían sin que él entendiera qué papeles estaban desempeñando.
– Bueno -dijo, dando un pequeño empujón a la rehén con el revólver.
– También el sordo oye, si le tocas el hombro.
Puso el motor en marcha, cruzó el puente y pasó por delante del banco. Había decidido no mirar en aquella dirección, pero fue incapaz de controlar su miedo. Echó un rápido vistazo a la izquierda. Un montón de gente se había congregado en torno a la entrada del banco. Una persona destacaba por encima de todas las demás. Un poste de hombre, con pelo corto, color plata.
Debería estar trabajando en el asesinato de Finnemarka. Pero en lugar de eso, estaba sentado junto a un escritorio, con la mirada clavada en una hoja de un blanco estridente. Cuando cerraba los ojos, veía claramente en su interior el rostro del atracador, casi como si de una foto se tratara. El problema residía en transmitirlo al hombre que estaba sentado al otro lado de la mesa.
Así habían estado muchos antes que él, sudando y esforzándose por recordar un rasgo característico, el color de los ojos, si la nariz era larga o corta. Opinaba de sí mismo que tenía buena memoria y que era una persona observadora, que se fijaba en los detalles. Pero ahora empezaba a dudar. Estaba seguro de que el hombre era rubio, pero luego se le ocurrió que el sol brillaba con mucha fuerza en la calle peatonal y que podría haber dejado un brillo dorado sobre algo que no lo era. Además, el hombre llevaba ropa oscura, lo que podía provocar que el pelo pareciera más rubio de lo que en verdad era. Pero la boca era pequeña, de eso estaba seguro. El color de la piel, ligeramente bronceado por el sol, tal vez un poco enrojecido. Y recordó la vestimenta. Era un hombre muy musculoso, seguramente se entrenaba. No tan alto como él mismo, en realidad no era nada alto para ser hombre.
Sejer clavó la mirada en el dibujante que tenía enfrente. En sus orígenes era un dibujante de periódico que aterrizó en ese puesto por pura coincidencia y resultó ser especialmente apto, sobre todo en el aspecto psicológico.
– Primero tendrás que conseguir que me relaje -dijo Sejer sonriendo-. Luego tendrás que establecer una relación de confianza, ¿verdad que sí? Demostrarme que me escuchas y que me crees.
El dibujante esbozó una sonrisa ácida.
– No tengas tanto miedo a perder el control, Konrad -dijo secamente-. En este momento no eres el jefe. Eres un testigo.
Sejer levantó una mano, retrocediendo.
– Lo primero que quiero que hagas -dijo el dibujante- es olvidarte del rostro del hombre.
Sejer lo miró asombrado.
– Olvida los detalles. Cierra los ojos. Intenta ver la figura en tu mente y concéntrate en la impresión que te causó, en la clase de señales que emitía ese hombre. Caminaba hacia ti en una calle muy luminosa y, por alguna razón, te fijaste en él. ¿Por qué?
– Daba la impresión de ir muy concentrado y decidido.
Sejer cerró los ojos, como le había pedido el dibujante. Pero la cara que veía en su mente no era más que un punto nublado en la memoria.
– Pasos duros y rápidos. Los hombros, como encogidos. Una mezcla de miedo y determinación. El pánico al acecho, justo debajo de la superficie. Tan asustado que ni siquiera se atrevía a levantar la vista para mirar a alguien. No necesariamente un atracador profesional. Demasiado desesperado.
El dibujante asintió con la cabeza y anotó un par de cosas en la parte inferior de la hoja.
– Intenta describir su cuerpo, cómo se movía al andar.
– Se movía poco. Pequeños movimientos bruscos. Nada de oscilar los brazos, balancearse de un lado para otro ni cojear. Iba derecho hacia delante. Las piernas, rectas. Los hombros, rígidos.
– Piensa en las proporciones -prosiguió el dibujante-. Brazos y piernas en relación al torso. El tamaño de la cabeza. La longitud del cuello. El tamaño de los pies.
– Ni los brazos ni las piernas largos. Más bien un poco cortos. La verdad es que llevaba una mano en la bolsa, y la otra en el bolsillo, pero creo que no eran largas. Cuello corto y grueso. No tenía los pies grandes. Más pequeños que los míos, calzo un cuarenta y cuatro. Llevaba ropa suelta, pero su cuerpo daba la impresión de ser musculoso y abultado.
Nuevos gestos aprobadores. El lápiz alcanzó por primera vez el papel y oyó el ligero roce del grafito contra la superficie. Debido a la estructura del papel, el trazo adquirió un tembloroso realismo, como si se estuviera moviendo.
– Los hombros, ¿anchos o estrechos?
– Anchos. Redondos. Esos hombros que se te desarrollan cuando haces levantamiento de pesas. No como los míos -añadió.
– Bueno, los tuyos no son estrechos.
– No, pero no están hinchados. Son más planos y huesudos, no sé si me entiendes.
Se rieron un poco. El dibujante, cuyo apellido era Riste, pero que era conocido por el apodo de el Esbozo era bajito y rechoncho, calvo, con gafas pequeñas y ovaladas, y dedos largos y finos.
– ¿Y la cabeza?
– Grande. Redonda. Mucha mejilla, pero no exactamente mofletes. Barbilla redonda. Ni angular ni decidida. Ninguna cicatriz ni nada por el estilo.
– ¿Cómo se asentaba la cabeza sobre el cuerpo? No sé si entiendes lo que quiero decir.
– Muy encajada en los hombros. Como si colgara un poco por delante del cuerpo. Como en un niño enfurruñado.
– Excelente -dijo-. ¿La línea del pelo?
– ¿Eso es importante?
– Sí, es importante. La línea del pelo de una persona contribuye a decidir gran parte de su rostro. Mírate a ti mismo. Tienes la línea del pelo casi perfecta. Recta y regular sobre la frente, y bien arqueada hacia las sienes. Igual de poblada por todas partes. De hecho, no es muy corriente.
– ¿Ah, no?
Sejer hizo un gesto negativo con la cabeza. No era muy vanidoso. Al menos ya no, y lo último a lo que dedicaría tiempo sería a su línea del pelo. Reflexionó.
– Arqueada, no recta. Tal vez un pequeño pico hacia el centro de la frente. Llevaba el pelo muy corto, por eso pude verlo bien.
Esa manera lenta de aproximarse a los rasgos hizo que el hombre le apareciera más nítido que nunca. Ese dibujante sabía lo que hacía. Sejer miró fascinado el papel, observando cómo poco a poco iba emergiendo una figura, como el negativo de una foto en un baño de revelado.
– Y ahora el pelo.
No paraba de dibujar trazos ligeros para poder añadir constantemente otros nuevos encima y al lado. No usaba goma de borrar. Los múltiples trazos finos también contribuían a dar vida a la figura.
– Rizado y poblado, casi tipo afro. Crecía derecho hacia arriba, pero estaba cortado al cero, como lo llevo yo.
Al decirlo, se alisó el pelo, hirsuto y corto como un cepillo.
– ¿Color?
– Rubio. Posiblemente rubio claro, pero sobre este punto la verdad es que estoy dudando. ¿Sabes? Hay pelos muy rubios en algunas situaciones, y que pueden parecer rubios oscuros cuando están mojados. O depende de la luz. No sé seguro. Un color parecido al tuyo, tal vez.
– ¿Al mío? -el Esbozo levantó la vista-. Pero si yo no tengo pelo.
– No, pero como el pelo que tenías antes, tal vez.
– ¿Y cómo sabes tú cómo era mi pelo?
Sejer vaciló. No sabía si lo había ofendido, o si había hecho el ridículo, o qué.
– No sé -dijo-. Me limito a adivinar.
– Adivinas bien. Mi pelo es… es decir… era… casi rubio claro. Bien adivinado. Eres observador.