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– ¿Dónde encontrasteis las huellas dactilares?

– En los pomos de las puertas y en el marco de la puerta de la cocina. Ninguna huella en la panera, salvo la de la propia Halldis. Si las huellas pertenecían al asesino, ¿por qué se veían tan débiles en la azada? ¿Y por qué no había ninguna en la panera? ¿Cómo pudo coger la cartera sin dejar huellas si tocó otras muchas cosas en la casa? No lo entiendo.

Skarre frunció el ceño.

– Pero alguien pasaría por aquí de vez en cuando, ¿no? Gente que también dejaría sus huellas dactilares.

– Casi nunca. Por cierto, encontramos una carta -señaló Gurvin- franqueada en Oslo esta misma semana. «Me pasaré por ahí un día de estos. Saludos de Kristoffer.»

– ¿Un pariente suyo?

– Aún no lo sabemos. Pero yo creo que la mató alguien que la conocía. La estadística está de mi parte. Le entraría pánico.

– Los seres humanos somos muy frágiles.

Skarre entró en el pequeño salón. Allí estaba la mecedora, con una manta de pelo. La levantó y la husmeó con cuidado, notó el olor a jabón y alcanfor. Un pelo le hizo cosquillas en la nariz. Lo cogió con dos dedos. Medía tal vez medio metro y era del color de la plata.

– ¿Tenía el pelo tan largo? -se extrañó.

Gurvin hizo un gesto afirmativo.

– De joven era una belleza. Los chicos no lo entendíamos, simplemente nos parecía gorda y maravillosa. Allí puedes verla en la foto de la boda.

Skarre se acercó. Ver a Halldis Horn de novia podía dejar sin aliento a cualquiera.

– Ese vestido está hecho de seda de paracaídas -dijo Gurvin-. Y el velo es una vieja cortina de hilo inglés. Ella nos lo contaba. Y nosotros escuchábamos cortésmente, como hacen los niños, pues algo teníamos que hacer a cambio de frambuesas y ruibarbo.

Se giró de repente y volvió a la cocina.

– ¿Dónde está el dormitorio? -gritó Skarre.

– Detrás de esa cortina verde.

La descorrió hacia un lado. La habitación era pequeña y estrecha, y la cama, alta. El lado donde había dormido Thorvald estaba intacto. Desde la ventana del dormitorio se veía el bosque y un extremo de la leñera. Un verso enmarcado colgaba encima de la cama:

Lo habían visto entre los halcones.

Llegó del sur, ardiente.

Sacadlo todo, no dejéis nada atrás.

Pues incluso por aquel mosquito

que escondiste en una grieta

te pedirá cuentas.

Debajo, alguien, tal vez la propia Halldis, había escrito el siguiente comentario con tinta azuclass="underline" ¡Qué cosa tan horrenda!

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Skarre. Luego descubrió que el agente estaba fuera. Fue hacia él y se puso a buscar por la hierba, esperando alguna que otra revelación, algo que los demás pudieran haber ignorado: una colilla, una cerilla, cualquier cosa. Volvió a mirar hacia la casa. Justo debajo de la ventana de la cocina, las tablas de madera presentaban un desperfecto ya reparado y, sin embargo, aún visible.

– Es del día en que Thorvald murió -explicó Gurvin señalando con la mano.

– Halldis se encontraba en la cocina. Thorvald estaba sentado en el tractor. Ella le hizo una seña con la mano, indicándole que la comida estaría enseguida. Le pareció que su marido iba a más velocidad que de costumbre, como si de repente se hubiera vuelto juguetón en su vejez y quisiera presumir un poco. El tractor rodaba con un enorme rugido. Al instante, chocó contra la pared. Halldis se encontraba junto a la ventana, mirando la cabina. Vio que Thorvald estaba caído sobre el volante. Había muerto instantáneamente.

Skarre volvió a mirar hacia el bosque.

– ¿Por dónde te parece que debemos buscar a Errki?

Gurvin cerró los ojos hacia el sol.

– Estará vagando por ahí, durmiendo en cualquier sitio. No ha ido al piso, al menos no hasta ahora. Tal vez esté todavía en el bosque.

– ¿Y por aquí arriba no hay más que bosque deshabitado?

– Más o menos. Un bosque deshabitado de cuatrocientos treinta kilómetros cuadrados. Al otro lado de la colina hay algunas casas de verano. Y además, están los cimientos de antiguos asentamientos finlandeses. Sobre algunos se han levantado granjas de verano. Los cazadores las emplean a menudo en otoño, y los que vienen a coger frutas del bosque descansan y comen sus bocadillos allí. Errki es un buen senderista. El problema es que resultaría bastante desesperado lanzarse al bosque y empezar a buscar al tuntún. Tal vez esté escondido en el sótano del hospital, o puede que haya hecho autostop y vaya camino de Suecia o de vuelta a Finlandia. Es de esas personas que siempre están en camino.

– Si es tan especial como dices, ¿no sería muy fácil de encontrar?

– No creo que sea tan fácil. Ese hombre merodea por todas partes. De repente está ahí, sin que nadie lo haya oído llegar.

– Tenemos unos perros muy bien adiestrados -dijo Skarre optimista.

– ¿Sabes si está tomando algún medicamento?

– Pregúntalo en el hospital. ¿Por qué quieres saberlo?

Skarre se encogió de hombros.

– Simplemente me pregunto qué puede pasar si de repente deja de tomarlo.

– Tal vez las voces interiores lo dominen.

– Supongo que todos tenemos alguna voz interior -afirmó Skarre sonriente.

– Sí, sí, ya lo creo -asintió Gurvin-. Pero no nos dan órdenes sin parar.

Gurvin, al bajar por el bosque, conducía el coche con cuidado. De las huellas que dejaba subía una nube de polvo.

– Donde aparece Errki, siempre sucede algo horrible -dijo con voz tensa-. Su madre murió cuando él tenía ocho años, ¿te lo dije?

Skarre asintió con la cabeza.

– Se cayó por una escalera y se mató. Errki se culpó de ello.

– ¿Se autoinculpó?

– Asustaba con eso a los demás niños. Estaban aterrados y lo esquivaban. Creo que era lo que pretendía.

Unos años más tarde, se encontró el cadáver de un campesino mayor junto a la iglesia. Oficialmente se dijo que se había caído de una escalera de tijera, pero se vio a Errki alejarse corriendo del lugar de los hechos. Así que, como comprenderás, tenga o no algo que ver con el asesinato de Halldis, este pueblo ya se ha formado una opinión. Y si me preguntas, me inclino a pensar lo mismo. ¡Mira a tu alrededor! Este es un lugar muy solitario. Nadie viene hasta aquí sin conocerlo de antemano. Errki lo conoce, se crió aquí.

– Y, sin embargo, es un hecho -señaló Skarre, esforzándose por no parecer pedante- que el mito sobre los pacientes psiquiátricos y su tendencia a la violencia es muy exagerado. Se trata de prejuicios, miedo e ignorancia. Tendrás que mantenerte sereno, tú que estás en medio de todo esto, y que lo conoces y conocías a Halldis. En cuanto los periódicos se enteren, lo presentarán como un monstruo.

Gurvin lo miró.

– Ese es el problema. Como siempre está solo, esquivando a la gente, y casi nunca habla con nadie, no sabemos realmente quién es. O qué es.

– Un enfermo -afirmó Skarre.

– Eso dicen. Pero no lo entiendo bien -dijo Gurvin sacudiendo la cabeza-. No entiendo cómo unas voces extrañas puedan invadir la cabeza de un hombre y conseguir que haga cosas de las que luego no se acuerde.

– No sabemos si lo ha hecho él.

– Tenemos huellas dactilares y de pisadas. Puede estar loco y olvidar en un instante, pero no puede escapar a las pruebas técnicas. Esta vez tenemos pruebas técnicas.

– Parece como si quisieras verlo inculpado.

La voz de Skarre sonó inocente. Gurvin no lo caló.

– Estaría bien. Estuvo muy bien para todos cuando por fin pudieron internarlo por el artículo cinco. Por fin sabíamos dónde lo teníamos. Ahora anda otra vez por ahí fuera hablando solo. Dios me ampare, al menos mis hijos tendrán que llegar a casa pronto por las noches mientras él ande suelto.