Выбрать главу

– Tal vez Errki tenga más miedo que tus hijos -dijo Skarre en voz baja.

Gurvin apretó los labios y aceleró.

– Tú no eres de aquí. No lo conoces.

– No -sonrió Skarre-. Pero admito que has despertado mi curiosidad.

– Está bien que tengas el don de creer en los seres humanos -dijo Gurvin-. Pero no debes olvidar que Halldis está muerta. Alguien tiene que haberlo hecho. Alguien estuvo allí, levantó la azada y se la clavó en el ojo. Sea Errki u otra persona, me parece una barbaridad que esa persona tenga derecho a una defensa por un acto que no se puede defender en absoluto.

– El acto no puede defenderse. Solo al ser humano que está detrás -corrigió Skarre-. Y no sabemos nada de por qué murió. ¿Puedo fumar en el coche?

Gurvin asintió y se puso a buscar sus propios cigarrillos.

– ¿Cómo es tu jefe? Háblame de él.

Skarre sonrió, una reacción inmediata cuando alguien mencionaba a Konrad Sejer.

– Severo y gris. Un poco autoritario. Introvertido. Muy competente. Afilado como un hacha. Minucioso, paciente, fiable y resistente. Siente debilidad por los niños y por las señoras mayores.

– ¿Y no por las del medio?

– Es viudo -contestó Skarre mirando por la ventanilla-. Se ha olvidado de que la única promesa que hizo fue la de estar con ella hasta que la muerte los separara. Cree que significa hasta que él muera también.

Sejer miró con atención la pantalla gris.

El local del banco. Los mostradores. Las ventanas que daban a la plaza y por las que entraba la luz oblicuamente, haciendo borrosa la imagen. Lo tenía todo visto, de principio a fin. Pero la grabación era mala. Resultaba difícil identificar a alguien. El coche ya estaba lejos. Habían cerrado todas las salidas, pero no había aparecido ningún coche blanco. Tal vez estuviera aparcado ya hacía tiempo, tal vez el atracador hubiera cruzado por alguno de los puentes y continuado hacia el sur, y luego se hubiera escondido él y hubiera ocultado el coche en el centro. En su interior contaba con que el atracador hubiera soltado a la rehén, pero no podía estar seguro. Se echó hacia atrás en el sillón y estiró sus largas piernas. Se había aflojado el nudo de la corbata y remangado la camisa, que estaba ya arrugada. La cajera, el director del banco y una serie de testigos que se encontraban fuera del banco cuando salió disparado el atracador, habían sido interrogados uno por uno. Él mismo había tomado notas sobre lo que había visto. Había dado a todo cien vueltas en la cabeza, con el fin de encontrar el máximo número de detalles. El dibujante de la policía había escuchado con gran atención y había hecho un buen dibujo. Incluso Sejer lo había aprobado, encontrando un parecido sorprendente. Al menos al principio. Luego empezó a dudar. Se enderezó en el sillón cuando alguien llamó a la puerta. Skarre entró con Gurvin.

El agente Gurvin miró con gran interés a Sejer.

– Me han dicho que tienes un problema de rehén.

Jugueteó con sus gafas de sol y se sentó en una silla. Los papeles estaban cambiados. Él se encontraba de visita en la comisaría donde estaban los tíos importantes con todo su equipo moderno.

– Estoy mirando esta película -dijo Sejer con voz sombría-. La calidad es malísima.

– ¿Podemos verla? -preguntó Skarre.

– Claro que sí. Que se pongan gafas los que las usan.

Volvió a poner la cinta y se dispuso a esperar la exclamación. Se veían los mostradores. Primero apareció la joven en la entrada que daba a la plaza. Miró insegura a su alrededor y se acercó a los folletos. No transcurrieron ni quince segundos hasta que apareció el atracador. Se detuvo casi en seco al descubrir a la cliente que había llegado antes que él. Cogió un impreso y empezó a rellenarlo. Luego se abrió la puerta por tercera vez y con ello llegó la exclamación que estaba esperando.

– ¡Pero qué veo! -gritó Skarre-. ¿No eres tú, Konrad?

Miró sorprendido a su jefe. Sejer había decidido tomárselo con mucha calma. Se echó a reír. Gurvin los miró sorprendido.

– Ya lo creo que soy yo. Me encontraba en la calle peatonal, camino del trabajo, cuando se me metió en la cabeza la idea de que un hombre que venía en dirección contraria parecía sospechosamente un atracador de banco. De modo que me di la vuelta para observarlo. Lo vi meterse en el banco, y lo seguí.

– ¿Y…?

– Como ves en el vídeo, eché un vistazo al local por dentro, vi a la joven, comprobé que todo estaba tranquilo y volví a salir.

Los miró resignado.

– Simplemente me marché.

La risa de Skarre sonó como cascabeles. En ese momento, Gurvin sintió en lo más profundo de su alma la falta de sus compañeros.

– En cuanto salí del banco, el tío dio el golpe. Mirad esto.

Vieron cómo el atracador cruzaba el local y cogía a la rehén. Un instante después se oyó el tiro. Gurvin se quedó sin aliento. Pestañeó varias veces y los miró, incrédulo.

– Tenemos que encontrar a esa chica -dijo Sejer-. Si no logramos liberarla, podría ponerse de moda el tomar rehenes. Es de lo peor que puede suceder. Y como esta cinta es tan mala, resulta casi imposible identificarla si alguien nos notifica su desaparición en el transcurso del día. Y, sin embargo… -rebobinó y volvió a pasar la cinta una vez más-, hay algo que no me cuadra.

– ¿El qué? -preguntó Skarre.

– Su reacción. O mejor dicho, su falta de reacción. No grita, no mueve los brazos. Parece como si estuviera en una especie de trance. O, por decirlo con otras palabras, no se sorprende. Como si el atraco fuera algo que estuviera esperando. Tal vez lo hubieran planeado juntos.

Skarre lo miró extrañado.

– ¿Y si fuera un plan acordado entre los dos? ¿Y si ella fuera su novia?

– Dudo que sea su novia -murmuró Gurvin con voz poco clara mientras miraba fijamente la pantalla oscilante.

– Ese rehén es un hombre. Y su nombre es Errki Johrma.

De repente descubrió la verdad. Fue como un mazazo. ¡Se había llevado a un loco!

Conducía a la velocidad a la que se podía ir sin llamar la atención y controlaba en todo momento el tráfico por el espejo retrovisor. Su pulso seguía muy acelerado, su cuerpo tenso y solo renovaba el aire de la parte superior de los pulmones. Eso le hacía sentirse mareado. Miró de reojo al hombre que estaba a su lado.

– Vuelvo a preguntarte. ¿Qué hacías en el banco tan temprano?

Errki oyó sonar los tambores. Tocaron un redoble rugiente muy desacompasado. No contestó. Abrió y cerró las manos, y se puso a mirar el suelo del coche como si estuviera buscando algo. Las palabras desaparecieron con el ruido de los tambores. No moverse, no decir nada. Se meció un poco en el asiento y cerró los ojos.

– ¡He dicho que qué coño hacías en el banco tan temprano!

Ahora Errki oyó la voz colérica. El tío tenía miedo. Se fijó bien en ese punto y empezó a formular una respuesta en la mente. Néstor escuchó sus pensamientos, tenía que aprobar la respuesta antes de que él la soltara. Por eso tardaba. Néstor era muy minucioso. Néstor era…

– ¿Estás sordo, tío?

¿Estoy sordo?, pensó Errki. Esta era una nueva pregunta que requería una nueva respuesta. Dejó la primera de lado y se puso a trabajar con la segunda. Néstor seguía escuchando. El Abrigo seguía callado. No, pensó, oigo bien. Oigo el pulso latiendo en sus venas, porque en este momento la presión es demasiado grande, y él está gastando muchísima energía en algo tan sencillo como entrar en contacto conmigo. ¿Pero querrá una respuesta que no esté bien meditada? ¿No es mostrarle respeto el tomarse el tiempo necesario para pensar en la respuesta? Por otro lado, ¿se merece ese respeto? ¿O ningún respeto en absoluto?

Sacarle dinero a la fuerza a una joven no era ninguna proeza, al menos eso pensaba Errki. Además, iba armado. Pero era obvio que el hombre estaba satisfecho con su hazaña. Le presionaba tanto que sus mejillas le abultaban mucho. Ahora necesitaba aliviar la presión.