– ¿Vas a contestarme o qué?
La voz, un buen tenor, era destruida por los tambores que mezclaban las palabras del hombre y le daban un matiz chirriante. Una pena, pensó Errki. Los hombres se preocupaban por otras cosas y no por sus voces: los músculos, el peinado, llevar la marca correcta de vaqueros, cosas miserables. Errki descubrió que era capaz de llevar a un hombre adulto al borde de la locura sin tener que esforzarse nada, simplemente manteniéndose callado. Resulta difícil para la gente no recibir respuestas. No saber quién eres, qué eres. Errki seguía callado.
A su lado, el atracador respiraba con dificultad. Tenía el pelo mojado de tanto esfuerzo. Miró por el espejo, frenó, se salió a la cuneta y se detuvo. El motor seguía en marcha. Echó un rápido vistazo a Errki y resopló entre dientes:
– Tengo que quitarme algo de ropa. ¡No intentes escaparte!
Errki no tenía intención de escaparse. El revólver le molestaba. Lo notaba como un rayo picante contra el cuerpo. Pero en ese momento, el atracador dejó el arma en el salpicadero, sobre el volante. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para quitarse con los guantes puestos el jersey y luego los pantalones de pana. El coche era pequeño, no resultaba fácil. Suspiraba y maldecía, sobre todo al quitarse los pantalones. Por fin lo logró, sudaba más que nunca. Se dejó puesto algo que debía de ser una especie de ropa de camuflaje, pensó Errki. Néstor se reía por lo bajo desde el Sótano. Debajo de los pantalones de pana llevaba un pantalón corto de colores chillones, con dibujos de frutas y palmeras. Y una camiseta azul con Donald escrito sobre el pecho. De repente se inclinó por encima de Errki y abrió la guantera. Encontró un par de gafas de sol que se colocó sobre la nariz. El atuendo era perfecto. Errki no podía dejar de mirarlo. Ese hombre fuerte tenía un aspecto curioso con el pantalón corto rojo. Luchó por controlar la voz.
– ¡De esto no tienes ni idea, así que puedes callarte! ¡Cállate hasta que te hablen!
Errki no había dicho ni una sola palabra y, a pesar de la chaqueta de cuero y el pantalón negro, no estaba sudando. Se esforzaba por mantenerse sentado sin moverse. Cuando estaba inmóvil, era casi invisible.
– ¡Joder, cómo apestas!
El atracador resopló por los orificios de la nariz para mostrar su repugnancia y abrió la ventanilla aún más. Errki se preguntó si el hombre deseaba una respuesta a esa exclamación, o si simplemente estaba vomitando un poco de mierda. Por si acaso, siguió callado. Además, Néstor estaba cantando en voz baja una canción religiosa muy bonita, y ahora que por fin estaba de buen humor, más valía disfrutarlo. No pensó mucho en adónde se dirigían o qué pasaría más adelante. Empleó todas sus fuerzas en encerrarse en sí mismo, dejando fuera todo lo demás: ese hombre, ese momento, ese revólver. Pero era incapaz de dejar quietas las manos. Se abrían y cerraban una y otra vez, cada vez más deprisa.
– ¡Estate quieto con las manos! -gritó el atracador alterado-. Parece enfermizo. ¡Joder, me estás volviendo loco!
Errki comenzó a mecerse en lugar de abrir y cerrar las manos. Allí, en el coche, resultaba imposible hacerse invisible pues llevaba en el asiento de al lado una tormenta que no se calmaría pronto. Intentó darse la vuelta para no verlo y se puso a mirar por la ventanilla. Los tambores le cansaban los oídos. Agitó levemente una mano para hacerle callar.
– A lo mejor no te interesa el dinero -dijo el atracador, ya un poco más calmado-. ¿Acaso no entiendes para qué es?
Errki escuchaba. El otro había bajado la voz. Parecía haber vuelto a la realidad, pues esa pregunta conllevaba algo de curiosidad. Interesarle el dinero. Pues sí, en cierto modo. Pero ya tenía unas cuantas coronas en el bolsillo. La respuesta era a la vez que sí y que no. ¿Debería contestar a eso?
– Me parece que te has escapado de alguna institución. Es duro tener que seguir el juego. Muchos se fugan. Y luego vuelven con el rabo entre las piernas. ¿Y tú? ¿Eres uno de ellos?
Eres uno de ellos. La pregunta era casi conmovedora en todo su interés disimulado para averiguar quién era él. Errki volvió a cerrar los ojos. La ciudad iba desapareciendo lentamente tras ellos. Malas intenciones o ninguna. Descubrió que era incapaz de saber en qué casilla colocar a ese hombre. Guisantes, carne y tocino, pensó; sangre, sudor y lágrimas. Resultaba inquietante.
El camino se empinaba. Más adelante, en lo más alto de una elevación del terreno, a la izquierda, había una especie de mirador. Lo reconoció, conocía bien esos parajes. Era esta una de las muchas carreteras por las que había andado durante años. Primero tuvieron que atravesar un túnel, y una repentina oscuridad se posó sobre el vehículo. El conductor se puso nervioso, como si temiera un ataque súbito. Iba conduciendo con el revólver en la mano derecha. De pronto se quitó violentamente las gafas de sol al darse cuenta de la oscuridad. Y enseguida volvieron a salir a la luz. Errki parpadeó varias veces. Solo quedaba un kilómetro hasta la barrera. El hombre tendría que pararse a pagar el peaje o forzar la barrera. En realidad, no era más que un palo de madera, pintado de rojo y blanco. Al parecer, el conductor había pensado lo mismo. Empezó a reducir la velocidad.
– ¡No intentes hacer ninguna tontería! -gruñó.
Errki ni soñaba con hacer alguna tontería. Solo intentaba estarse muy quieto, hacerse invisible, pero su cuerpo, incapaz de obedecer, vivía de alguna forma su propia vida.
El conductor frenó. Había tomado una decisión. Giró de repente a la izquierda y emprendió la subida hacia el mirador. Errki no estaba seguro de lo que haría el otro cuando llegaran arriba, pero todo estaba tranquilo. Aún era temprano y seguro que no habría ni un alma allí. El atracador apretó con fuerza el revólver y se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. El coche iba levantando polvo y arena conforme subía por la ladera. La carretera principal quedaba ya lejos, y los coches que circulaban por ella parecían juguetes de colores alegres allí abajo. Dio un último giro cerrado y acercó el coche a la barandilla. Desde allí podían ver la barrera de la carretera. Y la vieron los dos al mismo tiempo. Dos coches de policía estaban aparcados justo antes de la caseta de peaje. Se oyó un respingo y, a continuación, una especie de resoplido al soltar el atracador el aire por entre los dientes apretados. Dio marcha atrás y se alejó de la barandilla. Volvió a parar. El atracador se puso a dar golpes en el volante con el revólver. Errki podía escuchar el caos que reinaba en la cabeza del otro. Se estaba inflando, el sudor estaba a punto de saltarle de la frente, y el corazón trabajaba al límite de lo que era capaz de aguantar. Un minúsculo corte en la arteria carótida en ese momento, y la sangre saldría como un rayo rojo que llegaría hasta la barrera.
– Vale, compañero. ¿Qué sugieres tú?
Compañero. Era una petición miserable. El pobre estaba desconcertado, resultaba inaguantable. Errki quería escapar. Volvió con cuidado la cabeza y miró hacia el bosque. Algo parecido a un camino forestal serpenteaba hacia su interior. Se movió rápida y casi imperceptiblemente, pero el atracador se dio cuenta. También él miró. Giró el coche y volvió a cruzar la plazuela. Al principio, el camino era lo bastante ancho para un coche durante unos quince o veinte metros, luego se estrechaba hasta convertirse en un sendero. Cuando se paró, el coche ya no era visible desde el mirador, sino que quedaba oculto por el espeso follaje. Se volvió y cogió la bolsa del asiento de atrás.
– Vamos a dar un paseo.
Errki se quedó sentado. El atracador abrió, dio la vuelta al coche y agitó el arma.
– Tú primero. El camino está seco y sin problemas. Yo puedo esperar aquí dentro hasta que se haga de noche. Esos coches de policía no se quedarán ahí mucho rato, no tienen gente suficiente para eso. ¡Venga ya! ¡Deprisa!