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No moverse, no decir nada. Desde lejos oyó que el Abrigo se había despertado y empezaba a agitarse. Néstor le estaba poniendo al día de los últimos detalles. Sus risas rugían dentro de él con tanta fuerza que su cuerpo vibraba. Se puso una mano sobre el pecho para atenuar la presión.

– ¿Qué te pasa? No hace falta que te hagas el enfermo. A mí no me engañas. ¡Sal ya, joder!

Errki salió con dificultad. El atracador fue hasta la parte de atrás del coche, abrió el portaequipajes y miró dentro. En un instante de locura, Errki temió que lo encerrara en ese minúsculo espacio donde no podría moverse ni ver nada. Pero el atracador removió lo que había dentro y sacó algo, una especie de paquete de plástico. Lo abrió y extrajo una lona. Miró el follaje verde. La lona también era verde. Luego miró a Errki.

– Pon esto sobre el coche. Hay que fijarla por abajo con unos ganchos. Así el coche será casi invisible. Cuanto más tiempo tarden en encontrarlo, mejor.

Le puso la lona en los brazos y Errki se quedó con la tela verde en las manos. La lona, que era de nailon, fina, lisa y difícil de manejar, se le escapó y cayó al suelo.

– Venga. Primero tienes que abrirla bien, y luego la colocas sobre el coche.

Errki dejó la tela verde en el suelo y empezó a desdoblar las esquinas, en las que había una pequeña correa con un gancho de metal. Luego la levantó de un lado e intentó colocarla sobre el capó. Volvió a caérsele. Nunca había tenido entre las manos una cosa tan asquerosa como esa tela verde y lisa, era repugnante.

– ¡Eres un inútil, joder!

Errki lo intentó de nuevo. Notaba la culata del revólver como un pinchazo en el costado. Por fin logró que se quedara quieta sobre el techo, pero en el momento de intentar ajustarla por los lados, la lona volvió a caer al suelo. El atracador gruñía y sudaba ante tanta torpeza. Se metió el revólver en la tirilla del pantalón, arrebató la lona violentamente a Errki y la colocó en cuestión de segundos. Luego volvió a coger el arma.

– A ti hay que devolverte cuanto antes al manicomio, tío. ¿Eres capaz de vestirte solo o qué? ¿O andas siempre con la ropa puesta? Eso parece. Venga ya, vamos otra vez de paseo.

Por fin, Errki pudo andar. En eso era bueno, podía andar durante horas. Seguía un ritmo que le calmaba, contoneándose y meciéndose ladera arriba. Detrás iba el atracador, con el revólver apuntando y la bolsa al hombro. La bolsa con el dinero. El sendero se iba estrechando, el bosque se cerraba silenciosamente en torno a ellos, solo les llegaba un pequeño rayo de luz a través de tanta hoja. El atracador se relajó. Se sentía más seguro lejos de la gente. Nadie podía verlos allí. Debería haber pensado en ello antes. No buscarían en el bosque, se limitarían a controlar las carreteras y los coches.

Y había cumplido con su promesa. Tenía el dinero.

Errki daba pasos largos, y el atracador lo seguía sin aliento. Hacía calor y la bolsa pesaba. Dentro había un transistor, una botella de whisky para celebrarlo, una caja de munición y el dinero.

– Relájate ya, nadie nos persigue.

Pero Errki seguía andando. Oía cómo al otro le costaba seguirlo. Respiraba con dificultad al cabo de solo unos cientos de metros. La subida era pronunciada y el terreno bastante difícil.

– ¡Oye, tú! ¡Yo soy el jefe!

Tres tambores tocaron muy desacompasados. Errki oyó a Néstor escupir una flema, lo que sería su comentario a lo que el atracador acababa de decir. Siguió andando, sin aflojar el paso. Errki solo tenía una velocidad, o andaba, o estaba tumbado descansando. Y, sin embargo, avanzaban con más lentitud porque el sendero era cada vez más empinado. Desde arriba podrían ver la carretera nacional y comprobar si la policía seguía allí. Echaba el cuerpo delgado hacia los lados al andar, el otro hombre andaba como a sacudidas. Tenía más músculos que Errki, pero menos resistencia. Poco a poco, también el atracador fue cogiendo un ritmo. Además, los músculos se le habían calentado. Y llevaba una bolsa llena de dinero. Tuvo un acceso de euforia y decidió compartir su alegría con el loco. Carraspeó ruidosamente.

– ¿Cómo te llamas? -gritó.

La voz era casi amable. La pregunta dejó en el aire un toque débil, como si la piel del tambor se hubiera aflojado. Errki callaba y seguía andando. La pregunta parecía inocente, pero nunca podía saberse. Néstor estaba en cuclillas, mirándole desde la penumbra. El fuego de sus ojos ardía con una llama azul baja.

– ¡Al menos puedes contestarme a eso! ¿No? -prosiguió el hombre a sus espaldas ofendido-. Si no contestas, creeré de verdad que eres mudo o algo por el estilo. ¿O es que eres extranjero? Tienes pinta de ser extranjero. Gitano, por ejemplo. ¡Contéstame, coño!

Errki giró a la izquierda para evitar un enorme álamo blanco que estaba tirado sobre el sendero. Se abrió camino entre los matorrales, apartando ramas y hojas con sus flacos brazos. El hombre que le seguía debía hacer aún más esfuerzos pues tenía que sostener la bolsa con una mano, y el revólver con la otra. Ni por un instante pensó en meter los brazos por las asas y llevar la bolsa como si fuera una mochila. Estaban de nuevo en el sendero y podían ver cómo el bosque se aclaraba más arriba.

– Ya que eres tan parco en palabras, coño, yo seré algo más generoso.

Errki oyó cómo el atracador se paraba detrás de él.

– Me llamo Morgan.

Errki escuchó. Dijo Morgan con consonantes agudas, como si ese nombre fuera algo que había deseado tener desde hacía tiempo. Seguro que no se llamaba así. Néstor se rió por lo bajo. Sonaba como cuando alguien echa un vino caro en una copa con gran devoción. Podrías decir lo que quisieras de Néstor, pero tenía estilo. Errki continuó andando incansablemente y oyó al otro, al que quería llamarse Morgan, gritar tras él.

– Hagamos un pequeño descanso. ¡No tenemos prisa!

Sigue andando. No usará el revólver.

Errki se volvió. Morgan lo miró a la cara y pensó en un trozo de granito. No sonreía, no temblaba, tenía una expresión completamente inanimada. Ni siquiera parpadeaba. Se le extendió por dentro una fuerte sensación de malestar. Ese cabrón que andaba como una máquina era una piedra dura. ¿Quién coño era?

– Párate arriba en la pequeña colina. Vamos a descansar un poco.

Haz lo que te digo. Enfermedad, muerte y miseria.

Néstor susurraba entre los finos labios. Errki obedeció. Puso rumbo hacia una pequeña colina gris, a unos veinte o treinta metros de distancia.

Morgan estaba agotado. No tenía el control total que creía que le daría el arma. Tuvo que soltar algo de veneno.

– Perdona que te lo diga. ¡Pero joder, andas como una mujer!

Errki se detuvo en seco. Un pensamiento le llegó a la cabeza.

No provoques al cocodrilo hasta que hayas cruzado el río.

Sejer miró como paralizado a Gurvin.

– ¿Puedes repetir eso?

– Puedo, pero has oído bien.

– ¿Estás diciendo que el rehén es el paciente fugado del hospital psiquiátrico de Varden, el mismo al que estamos buscando por el asesinato de Halldis Horn?

Gurvin hizo un gesto con las manos.

– Estoy seguro. El atracador se habrá llevado un buen susto.

Sejer tuvo que mirar por la ventana para asegurarse de que el paisaje seguía como siempre. ¿Cuál era entonces la situación? Miró a Gurvin.

– ¿Y es peligroso?

– No sabemos con seguridad.

– ¿Cuándo se fugó exactamente?

– Antes de ayer por la noche. A través de una ventana.

Sejer volvió a poner en marcha el vídeo y lo paró en la imagen bien enfocada del rehén.

– Creía que era una chica -murmuró.

– Es comprensible -dijo Gurvin-. Es por la manera como sostiene la cabeza, por su forma de andar y por el pelo largo.