– ¿Lleva mucho tiempo enfermo?
– Desde que puedo recordar.
– ¿Esquizofrenia?
– Seguramente.
Sejer se levantó y dio unos pasos para digerir la información.
– Pues sí, en ese caso el atracador se habrá llevado una sorpresa. De modo que buscamos a dos hombres, el uno, un enfermo mental grave y tal vez asesino, y el otro, un atracador desesperado y armado. Vaya pareja. Tal vez acaben juntos.
– Nadie se junta con Errki.
Sejer lo miró con gesto grave.
– ¿El psiquiátrico de Varden? ¿Has hablado con su médico?
– Con una enfermera, que confirmó que se había escapado.
– Y ese chiquillo que lo encontró, el que lo vio en el lugar de los hechos, ¿es de fiar?
– Probablemente no. Vive en la Colina de los Muchachos. Pero en lo que se refiere a esto, estoy bastante seguro. Admito que dudé cuando vino a verme a la oficina. Daba la impresión de ser algo maniático. Pero lo que dijo resultó ser verdad. En cuanto a Errki, no hay ninguna duda. Y el chico sabe muy bien quién es Errki.
– ¿Qué hacía en el banco tan temprano? ¿Fue a que le pagaran la pensión de invalidez?
– Ni idea. Puedes contar con que el atracador le ha hecho la misma pregunta y seguramente no ha recibido ninguna respuesta sensata. Me gustaría saber lo que están haciendo esos dos en este momento. No me alcanza la imaginación -dijo Gurvin con cara seria.
– Si es que siguen juntos. Tal vez haya soltado a Johrma de puro susto.
– No me extrañaría.
– Y claro, si eso fuera cierto, no vendría aquí a entregarse. ¿Cómo demonios debemos afrontar este caso?
Abrió una carpeta que había sobre la mesa, y leyó en voz alta:
– Un Renault Megane blanco nuevo fue robado en Frydenlund esta madrugada. Esos dos se marcharon en un coche parecido, puede que sea este. Tal vez hayan cambiado de coche. Puede que haya soltado a Johrma. Ojalá sea así.
Los otros dos estaban callados. Un atracador podía ser muchas cosas, rara vez eran peligrosos, pero nunca podía saberse.
– ¿A Johrma se le puede interrogar?
Gurvin se encogió de hombros.
– Supongo que sí, con un médico presente. Pero dudo que conteste a nuestras preguntas. Al menos, respuestas que podamos comprender. Y si realmente lo hizo, no creo que sea condenado por ello.
– Supongo que no.
Sejer se frotó con fuerza los ojos y volvió a abrirlos.
– ¿Estaba ingresado contra su voluntad?
– Sí.
– O sea, que representa un peligro para los demás.
– No sé mucho sobre eso. Puede que sobre todo sea un peligro para sí mismo.
– ¿Intento de suicidio?
– Ni idea. Tendrás que hablar con su médico. Lleva varios meses en ese hospital y supongo que le habrán encontrado algo. Aunque dudo mucho que se pueda sacar algo en limpio de un tío así. Me da la impresión de que es un caso crónico. Ya era diferente de pequeño.
– ¿Los padres viven?
– El padre y la hermana. En Estados Unidos.
– ¿Errki tiene una casa propia?
– Un piso para pensionistas por invalidez. Ya lo hemos investigado. Me he puesto en contacto con uno de los vecinos, que prometió avisarnos si Errki aparece. Pero, por ahora, no ha ido por allí.
– ¿Es finlandés?
– Lo es su padre. Errki nació y se crió en Valtimo. Vinieron a Noruega cuando Errki tenía cuatro años.
– ¿Ha estado metido en temas de droga?
– No, que yo sepa.
– ¿Físicamente fuerte?
– En absoluto. Sus fuerzas están en otra parte -contestó Gurvin, llevándose el dedo a la frente.
Skarre miró con atención la pantalla, intentando captar los ojos bajo el pelo negro, pero todo fue en vano.
– De alguna manera lo entiendo mejor ahora, viendo el vídeo -dijo-. Su comportamiento no es el de una persona que acaba de ser atracada en un banco y tomada como rehén. No opone ninguna resistencia. No dice ni una palabra. ¿Qué crees tú que pasa por su cabeza?
Skarre miró a Gurvin y señaló la pantalla.
– Está escuchando algo.
– ¿Voces interiores?
– Eso parece. Yo lo he visto varias veces andar moviendo la cabeza, como si estuviera escuchando un diálogo interior.
– ¿Pero nunca habla?
– Rara vez. Habla de una manera extraña, solemne. La gente no suele entender lo que dice. Y ese tipo desesperado con pasamontañas, seguro que tampoco lo ha entendido si es que han intercambiado alguna palabra, cosa que no sabemos.
– ¿Conoce bien esta región?
– Muy bien. Siempre anda vagando por los caminos y carreteras. Alguna vez hace autostop, pero poca gente se atreve a parar. Le gusta viajar de acá para allá en autocar y en tren, estar en movimiento. Duerme donde le conviene. En un banco del parque, en el bosque, en la parada del autobús.
– ¿No tiene ningún amigo?
– No quiere tenerlos.
– ¿Se lo has preguntado? -preguntó Sejer en tono brusco.
– Nadie pregunta nada a Errki. Todo el mundo se mantiene lejos de él -contestó Gurvin con sencillez.
Sejer se quedó pensativo. El sol brillaba en su pelo canoso cortado al cero. A Gurvin le recordaba a los ascetas griegos, lo único que le faltaba era la corona de laurel alrededor de la cabeza. Estaba absorto en sus pensamientos mientras se rascaba un codo con aire distraído.
– Yo creía que en el manicomio de Varden solo había viejos -dijo por fin.
– Antes sí -contestó Gurvin-. Ahora tienen un área de psiquiatría juvenil, repartida en cuatro secciones, una de las cuales está protegida, o cerrada, como decimos aquí. He estado allí una vez, con un chico de la Colina de los Muchachos.
– Tendré que averiguar quién es el médico de Errki para hablar con él. ¿Por qué resulta tan difícil saber si es peligroso o no?
– Corren muchos rumores.
Gurvin lo miró.
– Es de ese tipo de personas a quien todo el mundo echa la culpa por cualquier cosa que suceda. No conozco ni una situación en la que haya estado implicado que pueda considerarse delictiva, excepto subir sin billete al tren y robar en las tiendas. Yo ya no sé muy bien.
– ¿Qué roba?
– Chocolate.
– ¿Y no tiene ningún contacto con su familia?
– Errki no quiere verlos, y ellos tampoco pueden ayudarlo. El padre ya lo da por imposible. No se lo reprocho. La verdad es que no existe esperanza ninguna para Errki.
– Más vale que el médico de Errki no te oiga decir eso -dijo Sejer en voz baja.
– Es posible. Pero lleva enfermo toda la vida. Al menos, desde que se murió la madre, hace dieciséis años. Eso quiere decir algo.
Sejer se levantó y empujó la silla hacia la mesa.
– Vamos a tomar un café, y cuéntame todo lo que sepas.
Kannick estaba sentado en la cama como un majestuoso Buda. Asombraba a sus oyentes, sentados en semicírculo en el suelo, con su facilidad para sentarse con las piernas cruzadas, a pesar de sus kilos. Al principio, nadie lo creyó. ¿Cómo iban a creer que Kannick había encontrado un cadáver arriba, en el bosque? ¿Y encima, un cadáver hecho pedazos? Al menos eso decía. Hecho pedazos. Sobre todo le resultó difícil a Karsten, el mayor de los chicos, que poseía una especie de monopolio de la verdad. La expresión de su cara cuando la directora de la casa, Margunn, confirmó la historia, se mantenía viva dentro de Kannick. Fue uno de sus grandes triunfos. Ahora todos querían escucharlo de boca de Kannick, con todo lujo de detalles. Pero llevaban el tiempo suficiente en la Colina de los Muchachos como para saber que nada es gratuito en este mundo, y los regalos se amontonaban sobre la colcha delante de éclass="underline" tabletas de chocolate, una bolsa de patatas con sal y pimienta y una cajita de bombones. Pendiente: diez cigarrillos y un mechero de los corrientes. Todos estaban esperando con los ojos brillantes, así que Kannick tenía muy claro que no se contentarían con informes escuetos y correctos. Buscaban sangre, ni más ni menos. Además, conocían a Halldis. No se trataba de una pequeña nota en la prensa, se trataba de un ser de carne y hueso. Al menos, ella lo había sido.