La oscura figura se distinguía muy bien en todo ese claro verdor, pero nadie lo vio. Los demás dormían. Y otro había ocupado ya el lugar de Tormod. Tras el suicidio, fue reducido a ese fenómeno práctico tan necesitado por ellos: una cama libre. Un cambio asombroso, pensó. Tormod ya no era Tormod, sino una cama libre. Él mismo también se convertiría en una cama libre, con las sábanas muy estiradas. Escuchó la voz y asintió imperceptiblemente con la cabeza. Luego continuó con su peculiar andar por el tupido bosque. Cuando por fin la enfermera del turno de noche abrió con cuidado su puerta para echar un vistazo, él ya llevaba más de dos horas andando por la carretera. Ella no se atrevió a repetir la conversación que habían mantenido. No, no me percaté de nada fuera de lo normal, él estaba como siempre. El sol ya había salido y alcanzó a la mujer en el rostro a través de la ventana del cuarto de guardias, donde se celebraba la reunión de la mañana. Las palabras le ardían en la garganta como si fueran ácido.
El hombre pasó por delante del Centro de Equitación. Oyó cómo los animales oscuros y grandes escarbaban intranquilos con los cascos. Uno de ellos había reparado en su presencia y resoplaba ruidosamente. Errki los miró con el rabillo del ojo y notó un intenso deseo de estar con ellos, de ser como ellos. Puesto que nadie se acerca a un caballo para preguntarle: ¿Quién eres? El caballo recibe la carga que en cada momento sea capaz de llevar, y luego se le deja descansar. Y el caballo malo, el que no puede hacer nada, recibe una bala en la frente. Sencillo. Así un día tras otro: dar vueltas por el cercado con un niño a la grupa, beber de la vieja bañera, dormir de pie con la cabeza colgando, sacudirse para espantar a los insectos… Hasta que llegue el momento.
Anduvo un buen rato por la carretera. Pronto la gente saldría laboriosamente de sus sábanas y edredones. Emergerían dando tumbos de hormigueros y agujeros, lo notaba aproximarse como una vibración en el aire. Dentro de poco empezaría el tráfico. Errki movió los pies más deprisa. Lo mejor sería internarse de nuevo en el bosque. De vez en cuando levantaba la cabeza. Le gustaba el bosque vibrante, la luz que centelleaba a través de las hojas de los árboles, el olor a hierba en sus grandes fosas nasales, y el sonido de ramas y brezos que cedían suavemente bajo sus pies. Árboles grises y secos que se limitaban a estar allí, bien anclados en la tierra. Arrancó un helecho con raíz. Lo sostuvo delante de los ojos murmurando: Raíz, tallo y hoja. Raíz, tallo y hoja.
Al final acabó agotado. En la lejanía vio un peñasco, y debajo de él, una sombra oscura. Fue hasta allí y se acurrucó en la hierba. Escuchaba la voz sin cesar. Susurraba constante y cálidamente dentro de su cabeza, como una central eléctrica. En el bolsillo llevaba un frasco con un tapón de rosca. El sueño es el hermano de la Muerte, pensó, y cerró los ojos.
Se encontraba al principio de una llanura.
Solo Errki andaba así, con pasos pesados y cojeando, como una corneja con el ala herida, pero a gran velocidad. Le colgaba todo: el pelo largo, la chaqueta abierta y los pantalones de perneras anchas, que llevaban mucho tiempo sin abandonar su cuerpo. Unos pantalones viejos de poliéster con un fuerte olor a sudor y orina. Iba con la cabeza ladeada, como si se le hubiera roto un tendón del cuello, y casi nunca la levantaba. Tenía la mirada clavada en el suelo y lo único que veía eran sus propios pies, que seguían andando por su cuenta. Errki no necesitaba una meta, podía andar durante horas y horas sin cansarse, con energía, como un muñeco mecánico.
Era un hombre de veinticuatro años, estrecho de hombros, pero de pelvis sorprendentemente ancha. Debido a una predisposición genética de muchas generaciones atrás, tenía las caderas débiles, razón por la que se veía obligado a hacer una rotación muy particular con ellas para poder emplear las piernas. Un movimiento irritado, como si llevara algo desagradable a la espalda de lo que quisiera librarse. Eso había hecho pensar a mucha gente que Errki andaba como una mujer. El cuello también era más delgado y largo de lo normal para un hombre, casi demasiado delgado para sostener el peso de su cabeza. No porque esta fuera inusualmente grande, sino porque su contenido era sin duda mucho más pesado que el de los demás.
Pesaba solo sesenta kilos y no comía gran cosa. Le resultaba difícil saber lo que quería. ¿Pan o cereales? ¿Salchichas o hamburguesa? ¿Manzana o plátano? ¿Cómo se arreglaba la gente para hacer todas esas elecciones de que consta la vida? ¿Cómo podían saber con toda seguridad que habían elegido correctamente?
En el bolsillo llevaba un frasco de cristal con un tapón de rosca que contenía lo que necesitaba para hacer obedecer a sus pies y para que sus pensamientos se ordenaran en filas aceptables por el pasillo de Varden, en el autobús, en el tren o mientras caminaba por la carretera.
Cuando no estaba en movimiento se quedaba inmóvil, descansando.
Tenía el pelo largo, negro e hirsuto, y le colgaba como un ramillete sucio por delante de la cara. Múltiples cicatrices de acné se dibujaban en la piel de su rostro. Aparecieron más o menos a los trece años, hinchándose como pequeños volcanes. Dejó de lavarse. Le parecía que se volvían mucho más agresivas cuando las rociaba con agua y jabón. En cambio, cuando el polvo y la grasa rancios se adherían por gruesas capas sobre la superficie de la piel, los granos ya no se notaban tanto. Debajo del pelo hirsuto se vislumbraba la cara, larga y fina, con pómulos pronunciados y cejas estrechas y negras. Tenía los ojos hundidos, y eran muy especiales, casi siempre evasivos. Pero si uno lograba captarlos, lucían con un pálido resplandor. Miraba siempre de reojo al que le hablaba, de abajo arriba, y debido al pelo y a la ropa, tenía la piel blanca a pesar del soleado verano. Los pantalones le colgaban bajos sobre las caderas, sujetos con un cinturón de cuero. La hebilla era un águila de latón con las alas extendidas y el pico encorvado. El águila tenía pequeños ojos esmaltados y la mirada fija en una presa invisible, por ejemplo, el modesto órgano sexual de Errki, escondido dentro de los sucios pantalones. Estaba poco desarrollado para un hombre de su edad y jamás había entrado en una mujer. Esto era algo que nadie sabía, un doloroso hecho que él había enterrado en el subconsciente a favor de otras cosas más importantes. Además, el águila en sí era ya bastante impresionante, meciéndose al compás de la rotación de caderas de Errki. Tal vez pudiera engañar a la gente, haciéndole pensar que la herramienta que se encontraba debajo era una auténtica fiera.
Hacía calor y las carreteras estaban tranquilas. Campos amarillos hasta donde alcanzaba la vista. A lo lejos, una chica que iba empujando un cochecito de niño divisó esa figura negra contoneándose y comprendió que tendría que pasar por su lado. No había otro camino. El hombre tenía una pinta muy rara y, conforme se iba acercando, la chica notó que se ponía tensa. Su andar se volvió rígido. Esa extraña figura que iba avanzando mostraba una combinación de miedo y de agresividad, y ella pensó que no debía mirarle a los ojos, solo pasar muy deprisa por su lado. Mejor con un aire indiferente, superior. Al menos no debería traslucirse su pavor porque, igual que un perro que no es de fiar, pensó, ese hombre olería su miedo y la atacaría.