A Kannick le habían prohibido hablar demasiado sobre el asesinato.
Margunn quería evitar que los chicos se excitaran. Ya eran de por sí irascibles y, con los pocos recursos con que contaba la institución, le costaba mucho esfuerzo mantener bajo control a ese grupo tan variopinto.
Kannick cerró sus oscuros ojos azules. Decidió comenzar por Simon y acabar por Karsten. Simon no tenía más que ocho años y parecía un ratoncito de chocolate medio derretido, igual de gracioso, oscuro y blandito.
– Iba por ahí con el arco- empezó Kannick, clavando sus ojos en los marrones de Simon.
– Y acababa de matar una enorme corneja con la segunda flecha. Tengo dos flechas en un bolsillo secreto de la maleta. Las he encargado de Dinamarca. No se lo digas a nadie. No están permitidas en Noruega -dijo, dándose importancia.
Karsten adoptó esa expresión de sufridor que solo él sabía adoptar.
– El pájaro cayó como un saco de azúcar y aterrizó a mis pies. No se veía ni un alma en el bosque, pero tenía la incómoda sensación de que había alguien cerca. Ya me conocéis. Sabéis que siempre ando por el bosque. Noto en la sangre cuando algo se está fraguando. Tal vez porque siempre estoy en contacto con el reino de los animales.
Tomó aliento, bastante satisfecho con ese dramático prólogo. Simon le seguía. Nadie se atrevía a suspirar, por miedo a que Kannick perdiera el hilo.
– Dejé la corneja donde estaba y empecé a bajar hacia la granja de Halldis.
Ahora se volvió hacia Sivert, un chico pecoso de once años con una trenza en la nuca.
– Todo estaba en silencio. Halldis siempre se levanta muy temprano, de modo que fui a ver si la veía. Se me ocurrió que podría pedirle un vaso de zumo o algo así. No había ni un alma, pero las cortinas estaban abiertas, y pensé que a lo mejor estaba tomando café y leyendo el periódico, como siempre hacía.
Jan Farstad, apodado Jaffa, miró a Kannick a los ojos, esperando con gran emoción.
– Y entonces -prosiguió Kannick- también tendría la posibilidad de pedirle una rebanada de pan, hecho por ella, y queso. Una vez llegué a comerme ocho rebanadas, y porque no quiso darme más.
Parpadeó varias veces al recordar ese triste suceso.
– ¡Al grano, tío! -gritó Karsten, mirando los bombones, su propia aportación, que estaban sobre la colcha.
– Lo vi nada más dar la vuelta al pozo. Y os digo -tragó saliva- que lo que vi se me quedará grabado en la mente para el resto de mi vida.
– ¿Pero qué viste? -preguntó Karsten con voz aguda. Era el único de los chicos con amago de bigote y un incipiente acné alrededor de la nariz.
– ¡Vi el cadáver de Halldis Horn! -gritó Kannick, tomando aliento, pues tenía por costumbre olvidarse de respirar-. Estaba tumbada boca arriba en la puerta de su casa, con una azada clavada en el ojo. Y por el agujero chorreaba pura masa cerebral. Parecía arroz con leche. Sus ojos adquirieron de súbito una expresión ausente.
– ¿Qué quiere decir masa cerebral? -preguntó Simon en voz baja.
– El cerebro, tío -dijo Karsten desesperado.
– Pero un cerebro no puede chorrear, ¿no?
– Ya lo creo que puede, chorrea de puta madre. ¿No sabías que lo que tienes entre las orejas es como una sopa?
Simon estaba jugueteando con un hilo de su camisa y no desistió hasta que lo rompió.
– Yo he visto un cerebro en un frasco de cristal, y no chorreaba nada.
Su voz sonaba ofendida y, a la vez, un poco preocupada por haberse atrevido a protestar en medio de ese grupo de gente tan experimentada. Cuando eres el más pequeño es que eres el más pequeño.
– Que no, no chorreaba, tonto, porque estaba coagulado. Y entonces se vuelve más o menos como una seta que se puede cortar en láminas finas. Lo he visto en la tele.
– ¿Qué quiere decir coagulado?
– Cuajado -contestó Karsten-. Le echan algo para que se cuaje. Pero no tendrán que hacer eso con el cerebro de Kannick, porque ya está cuajado.
– ¡Cállate ya! Deja acabar a Kannick.
Esta vez fue Philip quien interrumpió. Si esos dos empezaban a discutir, corrían el peligro de no oír el final de la historia. Margunn podía llegar en cualquier momento. No es que ella pensara de verdad que Kannick no iba a contar nada, pues los conocía bien. La cuestión era cuánto tiempo tenían por delante, para cuántos detalles.
Kannick esperaba con la paciencia de un cura, mientras miraba de reojo los beneficios reunidos sobre la colcha. Decidió empezar por los bombones.
– El cuerpo ya había empezado a pudrirse -prosiguió, recalcando la palabra pudrirse.
– ¿Qué?
Karsten resopló por la nariz.
– ¡No digas chorradas! Un cadáver tarda varios días en empezar a pudrirse, ¿sabes? Si Errki aún no había tenido tiempo de alejarse, no vengas a decirme que…
– ¿Sabes el calor que hacía en el bosque?
Kannick se echó hacia delante en la cama con la voz temblorosa de indignación.
– Se pudre en minutos con este calor.
– No tienes ni idea. Se lo preguntaré a los polis, si es que vienen. Pero no debes de ser muy importante para el caso, Kannick, porque si lo fueras, ya estarían aquí.
– El agente dijo que vendrían seguro.
– Ya lo veremos. Pero deja ya lo de la putrefacción, porque no nos lo creemos. Además, he pagado para que me cuentes la verdad.
– ¡Vale! Puedo saltarme las cosas peores. Al fin y al cabo, hay niños presentes. Pero volvamos a la azada…
– ¿Qué clase de azada era?
Era Philip quien había preguntado de nuevo.
– Una de esas que se usan para cavar la tierra, para sacar patatas y las malas hierbas. Parecía un hacha, con el mango más largo. En realidad podría haber sido un hacha, porque faltaba muy poco para que la cabeza estuviera partida en dos. Y el ojo se había desprendido y le colgaba por la mejilla, hecho una piltrafa, y…
Karsten puso los ojos en blanco.
– Has visto demasiadas películas. Háblanos de Errki -dijo.
– ¿Quién es Errki? -preguntó Simon. Venía de otra ciudad y no llevaba mucho tiempo en la casa.
– El terror del bosque -se mofó Karsten, explotándose un grano.
– Escapará de esta también. Siempre se libra. Además, está completamente chiflado y a los chiflados nunca se les condena. Están encerrados en manicomios tomando pastillas, y luego vuelven a salir y vuelven a matar. Si a ese tío le pusieran una camisa de fuerza, mataría con los dientes.
– ¿Volverá a salir? -preguntó Simon preocupado.
– Está fuera, tonto. Aún no lo han encontrado.
– ¿Dónde, fuera?
– Justo aquí arriba, en el bosque.
Simon lanzó una mirada asustada por la ventana a las copas de los árboles.
– Errki está loco. Pero estar loco no es lo mismo que ser tonto -explicó Kannick meditabundo-. Se dio cuenta de que lo vi. Tal vez venga a por mí. En realidad, deberían haberme puesto protección policial.
Les lanzó una mirada preocupada para ver si este último dato realmente les había llegado, si sabían lo que significaba tener una amenaza de ese tipo sobre la cabeza. Un loco vengativo pegado a tus talones. No podía ser peor.
– Bah. Estará ya muy lejos de aquí. Como has dicho, tonto no es. ¿Qué pinta tenía? -quiso saber Karsten-. ¿Estaba manchado de sangre?
– Estaba detrás de un árbol -dijo Kannick en voz baja-. De pie y con una postura muy rara, con las manos caídas y la mirada clavada en algo. Tiene unos ojos muy raros. Se parecen a los de los perros groenlandeses de mi tío. Son como blancos, igual que los de un pez muerto.
Recordó el terrible momento en que se encontraba delante de la casa de Halldis, con el corazón palpitante, mirando asustado hacia el bosque, a los árboles oscuros, y de repente divisaba esa extraña figura entre los troncos. Primero estaba inmóvil, pero luego se movió, y algo negro se inclinó hacia delante. Entonces vio que era una cara. Una cara blanca de mirada intensa. El mismo diablo no podría haber asustado más a Kannick. Corrió como una liebre camino abajo, quiso tirar la maleta con el arco, pero no pudo, y siguió corriendo sin mirar hacia atrás.