– ¿Ha matado a alguien antes? -quiso saber Jaffa, mientras libraba su cuerpo de la postura del loto para estirar sus piernas entumecidas.
– Empezó con su propia madre. Y luego siguió con ese viejo, cerca de la iglesia -afirmó Kannick muy seguro de sí mismo-. Y sin embargo, el tío anda suelto. Es terrible colocar un lugar como este -prosiguió, abarcando con la mirada la habitación y el patio-, una casa llena de menores en un pueblo en el que vive un asesino en serie.
– Estúpido -dijo Karsten con énfasis-. Este hogar estaba aquí primero, y luego Errki se volvió loco.
– Pero entonces, ¿por qué no lo encerraron?
– Lo encerraron. Pero se ha fugado. Seguro que golpeó al vigilante nocturno y robó las llaves.
Simon tenía ya demasiadas cosas en qué pensar. Se acercó a Karsten y se inclinó hacia él.
– Relájate, Simon. Tenemos cerrojos en la puerta -lo tranquilizó el mayor de los chicos.
– Además, Errki es de los que nunca se quedan en ninguna parte. Anda sin parar. En este momento estará camino de la ciudad para matar a alguien allí.
– ¿A quién? -gimoteó Simon.
– A cualquiera. Ese tipo no necesita odiar a nadie para matarlo.
– Entonces ¿por qué mata?
– Porque tiene que hacerlo. Es una necesidad interior.
Simon quería preguntar por lo de «necesidad interior», pero no se atrevió. Kannick cogió la caja de bombones y la abrió. Quitó el cartón ondulado y la hizo pasar generosamente. Su nueva posición le abrumaba. Nunca nadie había estado sentado tanto tiempo escuchándolo solo a él. Los chicos se sirvieron lo que pudieron y, por un momento, todos callaron mientras masticaban ruidosamente el chocolate. Karsten estaba de morros. No superaba no haber descubierto él el cadáver ni que fuera ese tonto de Kannick, que era dos años menor que él y además obeso, el que hubiera visto a una persona muerta. Ninguno de los demás chicos había visto un cadáver.
– ¿Tenía los ojos abiertos? -preguntó circunspecto.
Kannick meditó un instante antes de contestar, mientras continuaba masticando.
– De par en par. El que le quedaba.
De repente, Philip irrumpió en la conversación.
– Oí una vez una historia de una chica que tenía una muñeca que cobraba vida durante la noche. Empezaron a crecerle las uñas. Por la mañana, al despertarse la chica, estaba ciega. La muñeca le había sacado los ojos.
– ¡No estamos hablando aquí de una película de vídeo! -gritó Kannick irritado-. Da la casualidad de que esto es la realidad. Lo que te pasa es que no sabes distinguir entre realidad y fantasía. Por eso estás aquí, aunque no lo sepas.
Cerró los ojos para recordar mejor.
– El ojo tenía una expresión de horror, como si hubiera visto al mismísimo diablo.
– Que era más o menos lo que había visto -comentó Karsten-. Me pregunto si él le diría algo antes de hacerlo o si simplemente fue hacia ella y le clavó la azada en la cabeza, sin más. ¿Estaba tumbada en la puerta?
– Sí.
– ¿Con la cabeza dónde, fuera o dentro de la entrada?
– Fuera, sobre la losa.
– Entonces él estaría dentro de la casa buscando chocolate -razonó Karsten.
– Si se lo hubiera pedido, seguro que ella se lo habría dado.
– Errki no pide, solo coge. Eso lo sabe todo el mundo.
De repente, todos se sobrecogieron. Se abrió la puerta y allí estaba Margunn.
– ¡Qué bien estáis!
Margunn clavó la vista en el pequeño grupo de chicos sentados y en respetuoso silencio, masticando chocolate. Nadie podría decir que no se había logrado crear un ambiente de bienestar, incluso en ese lugar desalmado. Entendió lo que estaban haciendo y, sin embargo, se sintió orgullosa de ellos.
– ¿Quién está contando cuentos?
Guiñó el ojo inocentemente. Todos los chicos miraron al suelo. Parecían ángeles. Karsten hasta hizo aletear las pestañas.
– Os invito a una Coca-Cola.
Y desapareció por la puerta.
También Kannick pensó en lo de la «necesidad interior», mientras su nivel de azúcar subía y notaba esa maravillosa somnolencia que solo podían proporcionarle los dulces, un agradable cansancio e indolencia, como una suave embriaguez. En esa embriaguez, Kannick encontraba descanso. Nunca se hartaba de ella.
– Solo nos dará Coca-Cola light -suspiró y abrió una nueva tableta de chocolate. Había justo un trozo para cada uno. Ese día, su generosidad no tenía límites. Y el asesinato de Halldis los había unido de una manera a la que no estaban acostumbrados. Solían formar un grupo conflictivo y dividido en el que todos peleaban contra todos, luchando por mantener su pobre posición en esa pequeña sociedad de marginados. Ya habían dejado de soñar con el futuro, excepto Simon que, al parecer, tenía un tío rico que había insinuado que el chico iría a vivir con él a su granja, donde tenía treinta caballos de carreras. Pero primero tenía que cumplir una condena de cuatro meses, por irregularidades en la contabilidad. No quería ir a por Simon mientras estuviera esperando a cumplir condena, como él mismo decía. Empezarían de nuevo juntos, con todos los impedimentos ya vencidos.
Margunn volvió a aparecer, con la Coca-Cola sin azúcar, efectivamente, y una bandeja con vasos.
– No manchéis el suelo, chicos.
Lanzó una mirada amonestadora a Kannick. Margunn no sabía regañar porque eran sus chicos y los quería. Cualquier intento de reprimenda caía al suelo como un globo pinchado, y todos la querían porque era la única persona en sus vidas que se preocupaba por ellos. Bien es cierto que trabajaban más personas en la casa, por ejemplo, Thorleif, Inga y Richard. Eran buena gente, que hacían lo que tenían que hacer, pero eran jóvenes y procuraban encontrar algo mejor. Para ellos, los chicos eran un pedazo de terreno difícil por el que había que abrirse paso cuanto antes. Margunn, en cambio, ya había llegado a la meta. Margunn estaba cerca de los sesenta y no pretendía ir más lejos. Había acabado en esa casa fea, cubierta de planchas de asbesto, con olor a algo verde y húmedo en todas las habitaciones, y le gustaba, de la misma manera que a la gente le gusta ese cuarto mohoso en el último rincón del sótano, porque nunca abandonan la esperanza de que, algún día, encontrarán algo valioso escondido entre los trastos viejos. Los chicos se daban cuenta. Solo Simon era incapaz de sacar conclusiones. Preguntaba a los demás y creía las respuestas que recibía.
Karsten repartió la Coca-Cola y los vasos. Todas las mandíbulas estaban trabajando con los chicles. Kannick miró de reojo la colcha, preguntándose si debería repartir más o guardar el resto para días malos. Este era un momento estelar, y podría pasar mucho tiempo antes de que se diera otro igual.
– ¿Dónde está Halldis ahora? -preguntó Palte, una vez Margunn se hubo ido. En realidad, se llamaba Pal Theodor, y estaba allí por equivocación, solo que nadie lo entendía. En un punto del futuro, en su vida de adulto, le esperaba una formidable indemnización de varios millones de coronas. Eso era lo que lo mantenía a flote.
– En el depósito de cadáveres, claro -contestó Kannick, mientras bebía Coca-Cola-. Dentro de un congelador.
– Refrigerador -le corrigió Karsten-. Hay que hacerle una autopsia y si está congelada no se pueden hacer cortes en ella.
– ¿Cortes? -Los ojos de Simon se volvieron negros de miedo.
Karsten le puso un brazo alrededor del hombro.
– Cuando alguien muere, se hacen luego cortes en su cuerpo para encontrar la causa de la muerte.