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– La causa fue una azada en la cabeza -comentó Philip y eructó por lo bajo.

– Tienen que saber exactamente dónde le dio. No pueden basarse en adivinanzas.

– Le dio en medio del ojo.

– Sí, pero tienen que hacer un certificado de defunción. No se puede meter a nadie en la tumba sin haberle hecho antes un certificado de defunción. Me pregunto por qué usó la azada -prosiguió Karsten-, seguro que podría haberla matado con los puños.

– Será que no quiso hacerlo así en ese momento -contestó Kannick. Luego hizo una enorme pompa que le tapó media cara hasta que reventó posándose sobre la nariz y la boca. La recogió con los dedos sucios y siguió masticando.

– Pero la policía lo está buscando ahora, ¿no? -Simon se tiraba del lóbulo de la oreja con el fin de calmarse.

– Seguro que sí. Habrá muchas patrullas buscándolo con los fusiles cargados. Y chalecos antibalas. Lo cogerán.

Karsten hizo un gesto de impaciencia.

– Lo absurdo es que siempre y a toda costa quieren cogerlos enteritos, y no heridos.

Los miró. Eso era algo de lo que él sabía.

– Es mucho más práctico en Estados Unidos. Allí les pegan un tiro y ya está. Se tiene mucha más consideración con la población. ¡Yo estoy a favor de la pena de muerte! -proclamó en tono solemne. Y con ese comentario, se levantó la sesión.

El que se hacía llamar Morgan estaba sentado entre unos matorrales. El arma estaba a su lado, sobre la hierba. Errki miró de reojo el pantalón corto con palmeras y frutas.

Morgan intentaba aclarar la situación. Podría haber sido peor. Había conseguido salir del banco, de la ciudad y del coche. Y tenía el dinero, tal y como había prometido. El coche estaba escondido, y si ese sendero era poco frecuentado, podrían pasar días hasta que lo localizaran. Dentro del coche no encontrarían sus huellas dactilares, pues no se había quitado los guantes en ningún momento. Luego se preguntó si habrían identificado al rehén. A veces, la calidad de la vigilancia por vídeo era muy mala en los bancos.

– Escucha -dijo en voz baja. A Errki le pareció que el redoble del tambor sonaba más bajo, eso quería decir que había conseguido algo más de orden en su cabeza-. Al menos podrás contestar a esta pregunta.

Miró a Errki, que estaba sentado en un tocón con las rodillas juntas.

– ¿Te has fugado de algún sitio? ¿De uno de esos centros o algo por el estilo? ¿O te las arreglas por tu cuenta y tienes tu propio piso, o vives con tu madre? Es pura curiosidad, ¿sabes? No son cosas horribles de preguntar, ¿no?

Esperó, mientras sacaba un paquete de tabaco de la bolsa. Errki no contestó. Néstor estaba a punto de adoptar su postura habituaclass="underline" en cuclillas, con la barbilla sobre las rodillas y las manos entrelazadas alrededor de las piernas. Esa era la postura. Cuando se sentaba así, Errki podía hablar.

– Quiero decir si te has fugado de un hospital o algo así. Si alguien te está buscando.

La pregunta hizo a Errki agitar la cabeza repetidas veces.

– Hagamos un trato -sugirió Morgan-. Yo te hago una pregunta y si me contestas, tendrás derecho a hacerme otra a mí, a la que estaré obligado a contestar, y así yo podré hacerte otra. Está bien, ¿no?

Se sintió orgulloso de esa propuesta y miró de reojo a su rehén. A pesar de la chaqueta de cuero y los pantalones oscuros, no parecía sudado. Era curioso. En cambio, él estaba empapado y tenía la camiseta llena de manchas oscuras.

– Es solo para averiguar quién eres -añadió-. No resulta muy fácil, ¿sabes?

– No se ve gran cosa allí donde el diablo lleva la vela -afirmó Errki con mucha calma.

Lo dijo con una voz cansada, como si le costara mucho esfuerzo gastar palabras en un pobre hombre como Morgan.

Morgan se estremeció al oír el sonido de su voz. Era una voz clara y hermosa, y hablaba con mucha seriedad. Errki echó la cabeza hacia un lado y escuchó con atención las murmuraciones de Néstor. La propuesta se parecía a algo que él ya conocía. Un juego al que solían jugar en el manicomio, en la terapia de grupo.

– Empiezo yo -dijo a continuación.

Morgan sonrió, aliviado por ese comentario tan normal.

– Pero vale lo mismo para ti, ¿verdad? Si yo contesto con sinceridad, tendré derecho a preguntarte, y a recibir una respuesta sincera.

Errki consintió con una mirada.

– ¿Qué piensas hacer ahora? -preguntó, y justo en ese instante oyó la risa silbante de Néstor desde las profundidades del Sótano.

Morgan frunció el ceño. Miró de reojo al hombre vestido de negro y se relamió los labios.

¿Qué piensas hacer ahora? Era una pregunta inesperada, aunque claro, podría inventar cualquier cosa porque ese chiflado no sería capaz de entenderla de todos modos. Pero habían acordado no mentir. Por cierto, parecía imposible mentir ante esos ojos brillantes. De alguna manera, se sintió muy solo. Se puso a sudar aún más. ¿Qué piensas hacer ahora? No tenía ni puta idea. Allí estaba sentado, con una bolsa llena de dinero y un tonto a quien no entendía en absoluto. Vaciló y se encogió de hombros.

– Estoy esperando la oscuridad.

Esperando la oscuridad. Néstor hizo una mueca parecida a una sonrisa. ¡Díselo, Errki! Abre los ojos a ese tío.

– No se hará de noche -dijo Errki-. Estamos en pleno solsticio de verano.

– No soy idiota -ladró Morgan.

Ah, sí, lo es, se rió Néstor, y empezó a mecerse hacia delante y hacia atrás, como una vieja desquiciada.

– Entre las doce y las dos de esta noche habrá una luz crepuscular. Cuando lleguemos a ese punto, ya veremos lo que haremos.

La voz sonaba amenazadora, y los tambores estaban tocando desacompasados.

– Ahora me toca a mí. ¿Qué te pasa?

Errki abrió los dedos. Ese gesto le daba asco a Morgan. Si no fuera por ese abrir de dedos y el asqueroso tic nervioso de la cabeza, el tío resultaría soportable.

Una respuesta sincera, pensó Errki. ¿Qué me pasa? En ese instante llegó un escalofrío que removió el polvo del suelo del Sótano. Néstor gruñó por lo bajo. ¿Qué me pasa? Miró hacia abajo. Una mancha roja como la sangre apareció en la hierba, junto a sus pies. Empezó a hincharse, creciendo lentamente. Si movía el pie un centímetro, se mancharía las zapatillas de sangre.

– ¿Bueno? ¿Vas a contestar o qué?

Morgan lo miró ofendido.

– Hemos hecho un trato. ¿Qué te pasa? Una respuesta sincera, venga.

Errki estaba como petrificado, mirándose los pies.

– Voy a ser más bueno que el pan -continuó Morgan-, al contrario que tú, que eres un poco especial. Te haré otra pregunta. Pero si no me contestas bien esta vez, entonces sí que voy a cabrearme.

Miró con dureza a Errki para recalcar la gravedad.

– Has subido muy deprisa estas cuestas. Nunca he visto nada igual. ¿Conoces esto?

– Sí -contestó Errki levantando la cabeza y cuidándose de no mover los pies. Morgan se animó.

– ¿Pero bien de verdad? Entonces tal vez conozcas un sitio donde podamos sentarnos a esperar la llegada de la noche. O también podemos hacernos una choza con ramas de abeto, ¿qué te parece?

Errki había vuelto a recibir dos preguntas. Se sintió un poco agobiado e irritado por la falta de claridad del otro. ¿Conoces esto bien de verdad? ¿Una choza con ramas de abeto?

– Sí -contestó, mientras controlaba la mancha de sangre, que había atraído a algunos insectos que estaban deleitándose con ella.

– Sí, tú conoces esto bien de verdad, y sí, haremos una choza con ramas de abeto -dijo Morgan contento-. Vale. Tú haces la choza y yo sostengo el revólver. No soporto esas ramas que pican tanto.

Señaló perezosamente con una mano la rama inferior de un abeto. Errki se quedó mirando el arma, que estaba en la hierba, a unos treinta centímetros de sus pies.