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– Por cierto, veremos cómo de bueno eres para los detalles. Si tuvieras que identificarme ante los maderos, por ejemplo, no porque vaya a darse el caso, solo para divertirnos. ¿Cómo me describirías?

– Me toca a mí -susurró Errki.

– Perdona, tienes razón. Dispara.

Chupó el papel del cigarrillo liado y se lo colocó entre los labios. A continuación buscó un encendedor.

– ¿Qué te pasa a ti? -preguntó Errki.

Morgan lo miró asombrado, frunciendo descontento el ceño. Néstor se reía por lo bajo. El Abrigo aleteaba las mangas en el rincón. Siempre estaba inerte, como si no tuviera fuerzas. A veces, Errki pensaba que Néstor no era más que un mero engaño, nada más que un jodido engaño.

– ¿Qué coño va a pasarme? -contestó Morgan rudamente-. No me pasa nada. Y hasta ahora no te hecho ni un arañazo. Si la cosa va a seguir así, depende de ti y de tu voluntad de colaborar.

Morgan se sentía incómodo. Resultaba complicado entender a la gente chiflada. Eran imprevisibles. Pero tenían una especie de lógica, eso ya lo sabía. Solo había que encontrarla.

– Voy a decirte una cosa -prosiguió-. No soy del todo ajeno a tu problema. Hice el servicio social como objetor en un hospital psiquiátrico. No te lo esperabas, ¿verdad? Pues fui objetor de conciencia. Alegué pacifismo.

Miró un instante el arma en la hierba y se echó a reír con gran entusiasmo.

– Recuerdo sobre todo a un chiflado que siempre se olía los calzoncillos. Por lo demás, nunca hacía mal a nadie. ¿Y tú? ¿También tú te hueles los calzoncillos?

Fue un hecho muy fastidioso para Errki descubrir lo pueril que era ese hombre. Controló la mancha de sangre. Todavía seguía allí.

– Por cierto -dijo Morgan-, ahora me toca preguntar a mí. ¿Qué descripción harías a la policía si te lo pidieran? Venga, cuéntame lo que sabes.

Un hombre verdaderamente tonto, pensó Errki. Un payaso arrugado con unos calzoncillos ridículos. Casi siempre tiene miedo. Si pierde el revólver, se queda inválido. En el manicomio dirían que de niño fue ignorado.

Errki se puso a estudiarlo con una mirada tan ardiente que Morgan se asustó.

Estatura: Casi un metro setenta, seguro que más no.

Morgan esperaba callado.

Peso: Veinte kilos más que yo. Edad: Tal vez veintidós. Pelo espeso, color arena. Cejas rectas de color gris. Ojos azul grisáceos. Boca pequeña con labios carnosos.

Morgan se sacó el cigarrillo de la boca y suspiró con impaciencia.

Orejas pequeñas con lóbulos carnosos. Dedos cortos, como pequeñas salchichas, muslos y piernas redondas. Un poco hinchado. Atuendo: Ridículo. Inteligencia: Dentro de lo normal, tirando a baja.

Reinaba un silencio total. Incluso los pájaros se callaron. Solo Errki escuchaba la risa contenida que subía desde el Sótano. Morgan se levantó de golpe y sacó el revólver.

– Quédate con tus putos secretos. ¡Levántate, vamos a seguir!

Tenía la desagradable sensación de que alguien se burlaba de él, sin entender por qué.

– Solo eres una imagen -dijo Errki de repente.

– ¡Te he dicho que te calles!

– Una foto de esas a las que a nadie apetece dar la vuelta para leer el texto escrito al dorso.

– ¡Levántate ya!

– ¿Has pensado en ello? -preguntó Errki con insistencia-. Nadie sabe quién eres. ¿No es eso bastante jodido, Morgan?

Morgan lo miró asombrado. Errki se levantó con intencionada lentitud, dio un largo paso para no tener que pisar la asquerosa sangre y empezó a bajar hacia el mirador, donde habían dejado el coche. Desde allí podría ver el mar, frío y azul. Y la carretera con los coches.

– ¡No, joder! ¡Seguimos hacia arriba! ¿Estás tonto o qué?

– ¿Qué vas a hacer si me voy donde quiera? -preguntó Errki en voz baja.

– Meterte una jodida bala entre los ojos y encontrar un puto agujero donde tirarte. ¡Deprisa!

Y Errki anduvo más deprisa que nunca. Había descansado y se sentía mejor cuando estaba en movimiento.

– Está bien. No hace falta que vayas tan deprisa. Si de verdad conoces esto, busca una cabaña abandonada o algo por el estilo, donde podamos meternos.

Una vieja cabaña. Había varias, y casi todas se encontraban al otro lado de la colina, a un par de kilómetros. El terreno era muy accidentado y hacía un calor de muerte. Errki tenía sed. No dijo nada, pero supuso que lo mismo le pasaba a Morgan. Oyó sus gemidos detrás y, un poco más tarde, su voz ya más calmada.

– Si ves un arroyo o algo parecido, avísame, tengo muchísima sed.

Errki avanzaba. Su pelo largo y negro se movía hacia los lados, igual que la chaqueta y los pantalones de pernera ancha. Morgan lo miró perplejo. Ese hombre era completamente diferente a todos los demás seres humanos. ¿Por qué no lo suelto?, pensó. ¿Por qué voy cargando con este negro fantasma? Podría haberlo dejado en el coche. ¿Es solo por miedo a la descripción que pudiera dar a la policía? ¿O es por otra cosa? Pensó que incluso sería posible que ese tipo no hablara si cayera en manos de la policía. Miró el reloj. En media hora habría noticias en la radio y se pararía a escucharlas. Andaba como podía mientras la sed le hacía estragos en la boca y la garganta. Tenía whisky, pero también suficiente sentido común para esperar a probarlo. Los locos podían ser peligrosos. Aunque ese tipo no era gran cosa físicamente hablando, Morgan sabía que la locura y la falta de inhibiciones podían proporcionarles una fuerza insospechada. Tal vez fuera más seguro estar a bien con él, no provocarlo demasiado. Tampoco eran enemigos, se había llevado al loco por puro impulso. Salir disparado del banco con ese idiota por delante fue como proveerse de un enorme escudo. Relájate, se dijo a sí mismo. Lo que pasa es que habla muy raro. Piensa en el año que trabajaste en el manicomio, en lo miedosos que eran.

Errki se detuvo y se palpó los bolsillos de la chaqueta, primero uno, luego el otro. Se metió una mano en el bolsillo de los pantalones, se volvió y miró fijamente la hierba.

– ¿Qué pasa?

Morgan lo miró.

– ¿Has perdido algo? Algo aparte del sentido común, quiero decir.

Errki volvió a palparse de nuevo todos los bolsillos, uno por uno.

– Puedes pedirme un cigarrillo, si es eso lo que quieres.

– El frasco -murmuró Errki, mirando a su alrededor.

– ¿Qué frasco?

– Las medicinas.

– ¿Tomas medicinas? ¿Dónde las has perdido?

Errki no contestó. Sus ojos pasaron revista al bosque, y sacudió la cabeza varias veces.

– ¿Tomas de esos medicamentos antipsicóticos? Vale, los has perdido. Tendrás que arreglártelas sin ellos. Quiero decir, no te pondrás colérico por eso, ¿no?

Colérico. Néstor sacó de nuevo ese sonido semejante a cuando la electricidad pasa por un cable. Ni siquiera entiende el significado de la palabra. Errki siguió andando.

– Esos productos químicos no son más que mierda -murmuró Morgan, mientras pensaba en el problema y en las consecuencias que podría acarrear-. No hacen más que mantenerte deprimido. En compensación, te daré un poco de whisky -concluyó.

Errki volvió a detenerse. Clavó la mirada en Morgan.

– Me llamo Errki.

– ¿Errki?

– Solo estoy de visita. La mano que no puedes cortar, la debes besar.

Y echó nuevamente a andar. Morgan lo seguía, sin quitarle ojo. De repente se dio cuenta de que él, el vigilante, andaba detrás del prisionero como un perro. El hombre era rápido, andaba mucho más deprisa que él y con más facilidad. Los papeles estaban cambiados. Él iba de remolque, como una mujer. Nadie sabía dónde estaban, nadie podía ayudarle si algo sucedía. Apretó el revólver. Un tiro en el muslo sería suficiente si algo pasara. El tipo no tenía escapatoria. En cuanto se hiciera de noche, seguiría solo, tal vez lo ataría para asegurarse una ventaja. Nada más. El tío era repulsivo. Y, sin embargo, había algo en él que le fascinaba: sus ojos, sus extrañas palabras, la sensación de solemnidad que le rodeaba, la sensación de que venía de otro mundo. Se sorprendió a sí mismo haciendo esa reflexión. Tal vez fuera una mente privilegiada, un genio. Le parecía haber oído eso en alguna ocasión, que los que estaban realmente locos eran los cerebros más agudos. Tal vez fuera ese el verdadero problema. Comprendían demasiado. Algo habría aprendido Morgan durante aquel año en el manicomio. De repente descubrió que la distancia entre ellos había aumentado de un modo considerable. Se apresuró para alcanzar al otro. Al cabo de un rato, se puso nervioso. ¿Adónde se dirigían realmente? ¿Cómo acabaría todo esto?