– ¡Así! Lo has entendido. Me lo figuraba.
Morgan jadeaba como un perro.
– La próxima vez te doy en la pierna. Anda más despacio. Pronto tendremos que parar, no me da la gana seguir andando. Ya es tarde.
Errki se mordió el labio. Ya no faltaba mucho. Notó que se estaba acercando a algo, se encontraba justo al lado, y no estaba preparado. Miró a su alrededor. Sabía muy bien dónde estaban. El otro no lo sabía. Aflojó el paso. Tenía que acordarse de no irritarlo. Vio en su interior la herida en el árbol y la misma herida en su propia espalda, una explosión dentro de la médula, la piel reventada en pedazos, la sangre saliendo a chorros como de un grifo abierto y el gran salto a la eternidad.
La añoraba. Pero la iba aplazando hasta que estuviera preparado, hasta el día y la hora exactos. Sería pronto. Lo notaba en el cuerpo. Habían sucedido tantas cosas… Tal vez a ese hombre que iba detrás de él lo hubieran enviado para ayudarle. Así se lo imaginaba: se lanzaría al universo infinito, en una órbita que sería solo suya, y otros pasarían por la derecha y por la izquierda, fuera de su alcance, como simples y débiles temblores en la atmósfera, pequeños soplos que pasaban velozmente. Tal vez su madre flotara así, con los brazos extendidos como alas y la luz de las estrellas como cristales en su pelo negro. Y tras ella, el grave tono de la flauta. La alternativa era continuar como hasta ahora. Siempre con alguien jadeando detrás. Estoy agotado, pensó. ¿Quién nos ha azotado para comenzar esta carrera? ¿Quién está esperándonos en la meta, y hasta dónde coño se pretende que vayamos? Sangre, sudor y lágrimas. ¡Dolor, luto y desesperación!
Se encontraban en un bosquecillo. Los árboles cedieron y abrieron paso a una pequeña llanura. Morgan lo alcanzó por fin. La bolsa cayó al suelo con un chasquido. Sus ojos brillaban.
– ¡Vaya, mira por dónde! Una casa para nosotros solos. Aquí podemos jugar a las casitas.
Parecía contento de verdad.
– Joder, qué ganas tengo de meterme en ella.
Lo adelantó y fue hacia la puerta. Errki vio la mancha oscura sobre la losa, donde habían estado sus intestinos humeantes hacía solo veinticuatro horas. Morgan no se fijó, se limitó a empujar la puerta carcomida, que se abrió lentamente con un crujido. Luego miró el interior.
– Oscuro y fresco -constató-. Ven.
Errki seguía en la hierba. Intentó acordarse de algo, pero se le escapaba como una goma elástica. Lo de tener pensamientos elásticos era algo que llevaba años molestándolo.
– Esto está muy bien. Entra.
Morgan empujó a Errki hasta lo que había sido un cuarto de estar, en los tiempos en que había pastores en ese lugar. Luego se acercó a la ventana.
– Una laguna. Perfecto. Seguro que se puede uno bañar.
Sacó la cabeza por el cristal roto e hizo un gesto afirmativo. Errki sintió de repente una tremenda flojera. Vacilante, dio unos pasos hacia la alcoba.
– ¿Y tú, adónde vas?
Morgan lo miró. Errki abrió la puerta y clavó la mirada en el colchón a rayas. Se apresuró a quitarse la chaqueta y la camiseta, y cayó sobre la cama.
– ¡Joder! ¡Un camastro!
Morgan sonrió.
– Está bien. Por mí puedes acostarte. Así te tengo localizado.
Errki no contestó. Solo pensó que lo mejor que podía hacer era dormir, porque donde él estaba, no había más que muerte y miseria, y el que duerme no peca. Su respiración era pesada y regular.
– Has sido un guía cojonudo. Hablaremos más tarde.
Comprobó la ventana del cuarto para asegurarse de que Errki no podría escaparse por ella. El cristal estaba roto, pero quedaban el marco y los listones de los cuadraditos, y la ventana no podía abrirse. Estaba reseca y fijada al marco. Si el tío intentara algo, lo oiría. Salió. Cuando sus pasos se hubieron alejado, Errki abrió los ojos. Yacía sobre algo duro, por eso se retorció un poco para librarse: el revólver.
Majestuoso y sólido, apareció el hospital entre los árboles. Sejer se quedó un instante sin aliento ante lo que estaba viendo, aparcó al borde de la carretera y salió del coche. Permaneció un rato contemplándolo, abrumado. Tuvo la sensación de que el edificio le gritaba: ¡ESTO VA EN SERIO!
Estaba ubicado en el punto más alto de la comarca. Así debía ser un manicomio, y así podía mostrar a todo el mundo que el camino hacia la lucidez no era un jardín de rosas. Y si no lo habían entendido antes, lo entenderían ahora los que llegaban hasta allí, sumidos en la más profunda desesperación, y luego eran llevados de la mano dentro de ese gigante de institución.
La carretera era mala, estrecha y llena de baches. Pensó que, en los años que hacía que no iba por allí, la habrían mejorado, pero no era así. Recordó que una vez, siendo un joven policía, condujo a una joven hasta ese lugar. La habían encontrado en los servicios de la estación de autobuses, encerrada y desnuda. Reventaron la puerta. El rostro de la chica estaba desencajado de miedo. En la mano tenía un rollo de papel higiénico que empezó a comerse al instante, como si contuviera información vital y secreta que tuviera que proteger con su propia vida. La mano de Sejer estaba suspendida en el aire entre él y ella y la chica la miraba como si fuera una garra. Él llevaba una manta que quiso echar sobre los hombros de la joven, y no paraba de hablarle en voz baja. Aunque ella escuchara, era como si lo hiciera a través de un terrible ruido y tuviera que esforzarse al máximo para oírlo. Pero su cara hablaba por sí misma: el hombre había ido para imponerle un terrible castigo. Sus palabras, sus promesas, el suave tono de su voz, toda la credibilidad que intentaba mostrarle, no hacían sino rebotar en ella. Y por eso tuvo que hacer lo que menos quería: sacarla a la fuerza. Todavía recordaba los gritos de la chica y sus hombros angulosos y delgados.
Varden era un edificio magnífico, pero de cerca, la autoridad que irradiaba a distancia se debilitaba un poco debido a su mal estado de conservación. El ladrillo rojo se veía descolorido y poco a poco había ido adquiriendo el mismo tono grisáceo que el asfalto de la calle. Se estaba sumergiendo lentamente en la eternidad. Y, sin embargo, era hermoso a la espléndida luz del sol. A Sejer no le costó mucho esfuerzo imaginárselo en otras condiciones meteorológicas, por ejemplo, en el otoño, cuando los árboles mostraban sus ramas desnudas, y el viento y la lluvia azotaban los cristales de las ventanas; entonces se parecería más al castillo de Drácula. Sobre el tejado se levantaba una impresionante torre cubierta de planchas de cobre con cardenillo. La fachada tenía hermosos saledizos, pero las ventanas eran estrechas y altas, y desentonaban con el resto del edificio. La entrada principal la constituía un precioso pórtico con una elaborada escalinata. Al lado había una entrada típica de hospital con anchas puertas de cristal, por las que se podía entrar marcha atrás con una ambulancia para meter las camillas.
Entró en el edificio y, sin darse cuenta, pasó por una recepción casi invisible.
– Perdone, ¿adónde va usted? -gritó una joven tras él.
– Lo siento. Policía. Necesito hablar con la doctora Struel -contestó identificándose.
– Tiene que subir a la primera planta. Pregunte allí.
Le dio las gracias y siguió hacia arriba. En la primera planta tuvo que preguntar de nuevo, y le indicaron una sala de espera con una ventana que daba al jardín y al bosque. Era evidente que allí no se aplicaba el racionamiento de agua impuesto por el Ayuntamiento, pues el césped estaba verde y oscuro, parecía terciopelo. Sería mejor que emplearan el dinero en otras cosas. No se imaginaba que el verdor pudiera significar algo para los que vivían allí. Aunque pensó que en realidad no sabía nada sobre ese tema. Se volvió en ese instante porque tuvo la extraña sensación de que alguien estaba mirándolo fijamente.