Había una mujer en la puerta abierta.
– Soy la doctora Struel -dijo.
Sejer estrechó la mano que ella le tendía.
– Vayamos a mi despacho.
La siguió por el pasillo hasta un espacioso despacho. La doctora le ofreció asiento en el sofá. Se sentó justo donde estaba dando el sol y empezó a sudar inmediatamente. Ella se acercó a la ventana y permaneció un instante de espaldas a él, mirando el césped mientras jugueteaba con una pobre planta que parecía no recibir muchos cuidados.
– ¿Así que usted es el hombre que está buscando a mi Errki? -Mi Errki. Había algo conmovedor en la manera en que lo dijo, sin pizca de ironía.
– ¿Realmente lo considera así?
– No hay nadie más que lo quiera -contestó con sencillez-. Pues sí, es mío. Mi responsabilidad, mi obligación. Haya o no matado a la anciana, seguirá siéndolo.
– ¿Con quién ha hablado?
– Ha llamado Gurvin. Pero me cuesta mucho creerlo -contestó-. Se lo digo ahora para que sepa mi postura. Deje que se quede por ahí fuera un tiempo, ya volverá por su cuenta.
– No creo que vuelva por su cuenta. Al menos, no pronto.
Debió de notar algo en su voz, algo muy grave que le hizo sospechar que algo iba mal.
– ¿Qué quiere decir? ¿Le ha pasado algo?
– ¿Qué le ha contado el agente Gurvin?
– Me habló del asesinato de Finnemarka. Que Errki fue visto cerca de la casa en un momento, según Gurvin, sospechoso.
– No cerca. Fue visto en la propia granja. Así que comprenderá el motivo por el que tenemos que encontrarlo. Es un lugar muy solitario.
– Es típico de Errki refugiarse en el bosque. Evita a la gente, y con mucha razón.
Era muy escueta. Sejer notó que algo le estaba subiendo por dentro, una especie de irritación.
– Perdone mi arrogancia -dijo despacio-, pero, para serle sincero, tengo que considerar esa posibilidad. Fue un crimen brutal e innecesario ya que, al parecer, lo único que falta de la vivienda es una cartera con unas cuantas coronas. El que lo ha hecho sigue suelto. La gente de la comarca está asustada.
– Siempre echan la culpa a Errki -dijo ella en voz baja.
– Lo que ocurre es que fue visto junto a la casa de la mujer, y ella vivía en un lugar muy apartado. Y como es un enfermo mental, no podemos descartar que tenga algo que ver.
– ¿Quiere decir que se sospecha de él por estar enfermo?
– Bueno, yo…
– Se equivoca. Se limita a robar en las tiendas. Chocolate y cosas por el estilo.
– Circulan muchas historias sobre él.
– Usted lo ha dicho. Historias.
– ¿Cree usted que surgen sin motivo alguno?
La doctora no contestó.
– Pero eso es solo la mitad de la historia -prosiguió Sejer-. Esta mañana se ha cometido un atraco en el centro, un atraco a mano armada en el Banco Fokus.
Ella se echó a reír.
– Sinceramente, Errki no es capaz de concentrarse para llevar a cabo tal esfuerzo. Acaba usted de perder lo último que le quedaba de credibilidad.
– No he acabado -dijo Sejer en tono cortante. No le gustó lo último, lo de la credibilidad.
– El banco fue atracado por un hombre posiblemente algo más joven que Errki. Llevaba ropa oscura y pasamontañas, y no ha sido identificado todavía, claro. Pero el problema más grave es que se llevó un rehén, un cliente del banco. Con la ayuda de un revólver lo obligó a acompañarle hasta el coche y desapareció. El rehén ha sido identificado como Errki Johrma.
Por fin se hizo el silencio. Era como si pudiera oír lo perpleja que se sentía la mujer.
– ¿Errki? -tartamudeó-. ¿Tomado como rehén? -dijo poniéndose en pie-. ¿Y no tienen idea de dónde pueden estar?
– Por desgracia, no lo sabemos. Hemos interceptado las salidas de la ciudad, posiblemente el coche en el que se fugaron sea un Megane blanco, robado en la madrugada de hoy. Seguro que ha sido aparcado y abandonado hace rato, pero no lo hemos encontrado. Tampoco sabemos nada sobre la identidad del atracador, ni si es o no peligroso. Pero disparó una bala dentro del banco, probablemente con el fin de asustar al personal, y no daba la impresión de estar muy desesperado.
Ella volvió a sentarse y cogió de la mesa algo que luego no paraba de apretar.
– ¿En qué puedo ayudar? -preguntó en voz baja.
– Necesito saber qué clase de hombre es.
– Entonces tendríamos que estar aquí sentados hasta la noche.
– No tengo tanto tiempo. Usted rechaza la posibilidad de que haya matado a la anciana. ¿Desde cuándo es paciente suyo?
– Lleva cuatro meses con nosotros. Pero ha pasado gran parte de su vida en diferentes instituciones. La serie de informes y partes sobre Errki es infinita.
– ¿Mostró alguna vez tendencias violentas?
– ¿Sabe usted? -contestó-, la verdad es que siempre está a la defensiva. Solo cuando se siente realmente acorralado puede ocurrir que ataque. Y no concibo que una anciana pueda haberlo asustado o provocado tanto como para que la matara.
– No sabemos lo que puede haber sucedido allí arriba o lo que puede haber hecho la anciana, pero su cartera ha desaparecido.
– Entonces no ha sido Errki. Solo coge chocolate y cosas así. Jamás dinero.
Sejer suspiró por lo bajo.
– Menos mal que tiene usted fe en él. Probablemente él necesite eso más que la mayoría. Y no hay nadie más que apueste por él, ¿verdad que no?
– Escúcheme -dijo ella mirando a Sejer-. No estoy del todo segura. No soporto la arrogancia de los que se creen seguros de todo. No obstante, considero mi obligación creer en su inocencia. Antes o después, tendré que contestarle a esa pregunta cuando él esté sentado en el sofá donde está usted ahora y me pregunte: ¿Tú crees que he sido yo?
La doctora Struel tendría cuarenta y tantos años. Era rubia y angulosa, con el pelo muy corto y un flequillo muy largo. Su cara resultaba sorprendentemente femenina en comparación con su cuerpo fuerte, y tenía las mejillas redondas y cubiertas de un vello muy rubio que brillaba a la luz de ese sol que entraba sin piedad por la ventana. Llevaba vaqueros y una blusa blanca, y en las axilas se le veían manchas húmedas de sudor. Se apartó el pelo de la cara con una mano, pero el largo flequillo volvió a caerle en el rostro como una ola rubia.
Sejer se enderezó en el sofá.
– Me gustaría ver la habitación de Errki.
– Está en la planta baja. Se la enseñaré. Pero, dígame… ¿de qué forma la mataron?
– Fue golpeada con una azada.
Ella hizo una mueca.
– No parece propio de Errki ni de su naturaleza tan retraída.
– Eso lo diría cualquiera que creyera en él y se sintiera responsable de sus actos.
Sejer se levantó y se secó el sudor de la frente.
– Perdóneme, pero estoy sentado justo al sol. ¿Puedo cambiarme de sitio?
Ella asintió con la cabeza, y Sejer se sentó en una silla que había junto al escritorio.
En ese momento descubrió el sapo. Estaba al acecho, tras un montón de papeles. Era grande y gordo, pardo por la parte de arriba y más claro por la de abajo. No se movía, claro, porque no era de verdad, pero no le habría extrañado nada que de repente hubiera dado un salto, de lo real que parecía. Lo levantó con curiosidad. La doctora lo siguió con la mirada y sonrió cuando Sejer lo cogió. El sapo estaba frío a pesar del calor de la habitación. Lo apretó con cuidado y entonces lo entendió. Por dentro tenía una sustancia gelatinosa que hacía que pudiera adquirir distintas formas. Apretó y empujó todo el contenido del cuerpo a las delgadas patas. Entonces se quedó completamente deformado y parecía un engendro. Siguió apretando y notó cómo el animal se le iba calentando entre las manos.