Los ojos del sapo lo miraron. Eran de color verde pálido, con una raya negra. La espalda era rugosa e irregular, pero la superficie de debajo estaba más lisa. Le dio por apretarlo en la parte baja, empujando así todo el contenido hasta la parte superior. Ahora parecía muy atlético, con los hombros anchos y el pecho hinchado.
Luego probó otra variante. Desplazó el contenido de la parte de arriba de la tripa hacia el estómago de modo que la cabeza le quedó colgando hacia un lado, como un pellejo. Lo dejó en la mesa y la gelatina no volvió a su sitio, como había pensado. Volvió a cogerlo y lo apretó como pudo para que volviera a su forma inicial. Cuando logró que de nuevo pareciera un sapo, lo dejó por fin en su sitio.
– Divertido -dijo Sejer en voz baja.
– Útil -señaló la doctora Struel, acariciando la espalda del sapo con un dedo.
– ¿Para qué sirve?
– Para tocarlo, como acaba de hacer. Y su manera de tocarlo me dice algo sobre quién es usted.
– No me lo creo -dijo, negando con la cabeza.
Ella sonrió, casi maternal.
– Sí, sí, sin duda. Me dice algo de cómo cada persona se aproxima a las cosas. Por ejemplo, usted.
Sejer escuchaba lleno de dudas, pero a la vez atraído por la voz de la mujer.
– Lo levantó con mucho cuidado, y se lo pensó un instante antes de empezar a apretar. Cuando se dio cuenta de que podía cambiar su forma, quiso probarlas todas, una por una. Muchos lo encuentran asqueroso, pero usted, no. La manera en la que ladeó la cabeza al mirarlo a los ojos me dice que se enfrenta a las cosas extrañas de la vida con una mente abierta y amable. Apretó con cuidado, casi con ternura, como si tuviera miedo de que reventara. Pero no puede reventar. Al menos tiene la garantía del fabricante de que no va a hacerlo. Si no se tienen las uñas muy afiladas, claro -añadió-. Pero usted desistió más bien pronto, quizá pensando que podía convertirse en un juego peligroso si continuaba. Y por último, aunque no menos importante: volvió a darle su forma inicial antes de dejarlo otra vez en la mesa.
Se calló un instante y lo miró.
– Eso me dice que es usted un hombre prudente, pero no carente de curiosidad. También está un poco chapado a la antigua, temeroso ante nuevas e inusuales formas. Le gusta que las cosas parezcan lo que son, que se queden como están, como aquello que conoce.
Sejer dejó escapar una risa insegura. La voz de la mujer le hizo ablandarse de un modo extraño. De hecho, se sentía un poco gelatinoso.
– Y mediante ese sapo, y otras mil pequeñas cosas, con otros juguetes y tareas, y sobre todo con ayuda de tiempo, puedo saber de usted casi más que usted mismo.
Caray, no le falta fe en sí misma.
– ¿Errki lo ha visto? -preguntó en voz alta.
– Claro. El sapo siempre está aquí.
– ¿Qué hizo con él?
– Dijo: Aparta ese asqueroso y repulsivo bicho antes de que le arranque la cabeza de un mordisco y vierta su contenido sobre la mesa.
– ¿Usted lo creyó?
– Nunca ha mentido.
– Pero dice usted que no es violento.
La doctora Struel cogió de repente el sapo y empezó a tirar de las cuatro patas con todas sus fuerzas. Se estiraron como gomas elásticas y Sejer casi sintió pena al verlo. Al final hizo un nudo, primero con las patas delanteras, y luego con las traseras. Luego lo colocó boca arriba sobre la mesa. Resultaba doloroso verlo tan desvalido. Al percatarse de la expresión de su cara, la doctora se echó a reír con cordialidad.
– Déjeme enseñarle la habitación de Errki.
– ¿No va a desatar los nudos? -preguntó Sejer pensativo.
– No -contestó ella con aire burlón.
Él sintió como una especie de marejada por dentro. Escuchó extrañado.
Contemplaron el interior de la habitación de Errki. Una habitación sencilla con una cama, una cómoda, un lavabo y un espejo, tapado con una hoja de periódico. Tal vez quisiera evitar verse a sí mismo cuando pasaba. La ventana era alta y estrecha, y la habían dejado abierta. Por lo demás, la estancia estaba totalmente desnuda. Nada en el suelo ni en las paredes.
– Se parece bastante a lo que podemos ofrecer nosotros -dijo Sejer pensativo-. A una celda, ni más ni menos.
– Nosotros no cerramos las puertas.
Sejer entró en el cuarto y se quedó de pie, apoyado contra la pared.
– ¿Qué le hizo decidirse por la psiquiatría? -preguntó mientras leía la tarjeta con el nombre de la mujer, doctora S. Struel, y pensaba qué podía significar la S. Solveig, tal vez, o Sylvia, por ejemplo.
– Porque -contestó cerrando los ojos- porque la gente normal -y acentuó la palabra «normal», como si se tratara de algo despectivo- quiero decir, los que triunfan, esos seres bien dotados que saben lo que quieren y que siguen todas las reglas, que alcanzan sus metas sin problemas, que saben relacionarse, que navegan con la mayor naturalidad, y que llegan donde quieren y consiguen lo que quieren… ¿hay algo interesante en esas personas?
Era un planteamiento curioso. Sejer no pudo reprimir una sonrisa.
– Lo único interesante en este mundo son los perdedores -prosiguió-. O a los que llamamos perdedores. En toda clase de desviaciones hay una rebelión. Y yo nunca he podido entender esa falta de rebelión.
– ¿Y usted? -preguntó de repente Sejer-. ¿No es usted uno de esos seres triunfadores que saben lo que quieren? ¿Acaso usted se rebela?
– No -admitió-. Y no lo entiendo. Porque en lo fundamental estoy tremendamente desesperada.
– ¿Tremendamente desesperada? -preguntó preocupado.
– ¿No lo está usted? No se puede ser una persona ilustrada, inteligente, social en esta Tierra, sin al mismo tiempo estar profundamente desesperado. No puede ser -dijo ella mirándolo.
¿Estoy profundamente desesperado?, pensó él.
– Además, son las personalidades íntegras las que más éxito tienen en esta sociedad -prosiguió ella-. Esas personas completas, seguras, consecuentes. Ya sabe, ¡con fuerza de carácter!
Sejer ya no pudo reprimir la risa.
– Aquí dentro tenemos sitio para la rebelión y no nos asustamos ante el barullo. Y tampoco tenemos miedo a no llegar.
Volvió a apartarse el flequillo de la cara.
– Y supongo que yo no podría haber existido en un colectivo distinto al que tenemos aquí.
Sejer estaba fascinado por la manera de pensar en voz alta de esa mujer, de hacerlo partícipe de sus pensamientos, aunque era un extraño. Al mismo tiempo, no se sentía como un extraño.
– ¿Y cómo son las cosas donde ustedes?
– ¿Donde nosotros?
Reflexionó un instante.
– Donde nosotros hay orden, estructura y un montón de asquerosas personalidades íntegras.
Le costaba un poco controlar la voz, estaba a punto de ponerse demasiado locuaz.
– Poco espacio para la improvisación y la imaginación. Gran parte de nuestro trabajo consiste en buscar minúsculas cosas físicas, como pelos, restos de sangre, huellas de zapatos o tal vez de cubiertas de coche. Y luego viene la parte filosófica que, aunque nunca llega a ocupar una parte muy grande en nuestros informes, está siempre presente. Y que, naturalmente, es la única parte emocionante del trabajo. Si no hubiera espacio para esa parte, supongo que me habría dedicado a otra cosa.
– ¿Y qué pasa con los que cogen y enjaulan?
– No empleamos precisamente esa expresión -contestó mirándola consternado.
Lo dice para provocarme, pensó. Tal vez sienta que no tiene necesidad de seguir las reglas normales de educación. Le interesa mucho la rebelión.
– Me gustaría enviarlos a otro lugar -dijo tranquilo.
Estaba tan fascinado por esa mujer, por su ancha y luminosa cara, y sus ojos oscuros con círculos claros, que estaba empezando a tener miedo de lo que pudiera llegar a decir. Él, que nunca se sorprendía a sí mismo…
– Si ese lugar existiera -añadió-, pero en nuestra pobreza no hemos conseguido más que… una jaula.