Hablaba en voz baja y muy despacio. Sejer notaba cómo se dejaba meter en los pensamientos de esa mujer, casi le parecía estar en la habitación en la que estuvieron sentados los dos.
– Tenemos exactamente una hora -empecé-. Y hoy decides tú cómo quieres que la empleemos. Él no contestó. Dejé que el silencio se prolongara, no me asusta el silencio, es normal que no digan mucho, o nada, si de eso se trata, la primera vez. Y la segunda. De modo que no me extrañó nada. Él estaba cómodamente sentado, relajado, como descansando. No estaba nervioso ni atormentado. Pasado un rato, opté por hablar yo sobre mí misma, en voz baja y calmada.
– ¿De qué habló? ¿Pueden entonces hablar de ustedes mismos?
– Claro, dentro de unos límites.
Su voz se volvió didáctica.
– He de ser personal sin ser íntima, interesada sin parecer invasora, decidida sin ser cortante o autoritaria, compasiva sin parecer sentimental, etcétera. Dije a Errki que lo que haríamos sería buscar un lenguaje especial para nosotros, un lenguaje que solo entenderíamos él y yo, y que nadie más entendería. Por «nadie más» quería decir las voces interiores que lo empujan de un lado para otro, amargándole la vida. Le dije que podíamos buscar una manera de comunicarnos y que podríamos mantenerla en secreto. Una clave. Que si quería decirme algo, podría hacerlo en clave, si lo prefería, que yo la entendería con un poco de tiempo, y que lo de descifrarla era mi problema.
Se paró para tomar aliento.
– Pero él seguía callado, el tiempo transcurría, y yo no dejaba de esperar una señal. Por fin entré en un estado de somnolencia. Errki tiene una manera de ser tranquilizadora. Allí estaba, como si fuera el dueño de la habitación. Cuando por fin se levantó, me sobresalté. Sin mirarme, fue hacia la puerta. Va en contra de las reglas, de manera que lo detuve. Él se limitó a señalar su muñeca izquierda, en la que no llevaba reloj. La hora había pasado. No había ningún reloj en la habitación. Y sin embargo, era la hora justa, habían transcurrido sesenta minutos.
– ¿Y qué hizo usted? -preguntó Sejer curioso.
Ella se rió por lo bajo.
– Intenté un truco. Dije que aún quedaban cinco minutos, pero lo dije con una sonrisa. Entonces pronunció su primera palabra, la primera palabra que me dirigió: Mentirosa.
Sejer miró el césped a través de las ventanas de la cafetería. Se dio cuenta de que era tarde, pronto debería volver a la Comisaría, a poder ser, con algunas notas relevantes. Ni siquiera había hecho ninguna llamada telefónica en todo el tiempo que llevaba allí. Tal vez hubieran encontrado ya a esos dos, mientras él andaba perdido en la psiquiatría y sus secretos. O en esa mujer, en todo lo que podía haber sido, en un futuro diferente al que él se había imaginado.
– Luego -prosiguió ella- anoté en mi diario: Uno cero a favor de Errki.
– ¿Cómo cree usted que reaccionará Errki si se siente amenazado?
La mujer lo miró y en su rostro apareció un aire de preocupación, como si estuviera pensando en cómo estaría Errki.
– Se encierra en sí mismo hasta que no puede más. Siempre está a la defensiva.
– Pero si no puede retraerse, si lo amenazan o le provocan lo suficiente, ¿entonces qué hace?
– Intenté decírselo antes, pero usted no captó mi insinuación. Simplemente muerde.
– ¿Muerde? ¿El qué?
– Lo que puede.
Errki dormía. Morgan lo observaba desde la puerta. Una cicatriz roja y dentada iba desde la garganta hasta el ombligo. Se le había cerrado muy mal. Morgan reflexionó, incapaz de encontrar una explicación razonable a la causa de esa cicatriz tan fea. Se quedó mirándolo fijamente, aunque había ido con el propósito de despertarlo. Llevaba mucho tiempo sentado en el viejo diván del cuarto de estar, mirando la pared. Escuchó la radio, no había ninguna novedad. Cien mil coronas, dijeron. Morgan las había contado, era correcto.
Permaneció inmóvil. Estar observando a un hombre dormido le pareció demasiado íntimo. Mirar a una chica habría sido diferente. O así le parecía a él. Errki respiraba levemente y sus párpados vibraban, como si estuviera soñando. Su chaqueta negra y su camiseta estaban en un montón en el suelo. ¿Por qué quiero despertarlo?, pensó Morgan. ¿Estoy aquí como un perro ávido de compañía, sintiéndome solo? ¿Por qué coño no le dejo dormir? Si de todos modos no habla, está demasiado preocupado por su jodido interior como para escucharme a mí. Y sin embargo, cuando duerme se parece a todos los demás.
Se preguntó si la locura del hombre también estaría presente mientras dormía, si también sus sueños eran de loco o si muy dentro tenía un lugar donde todo era normal, algo que él no quería admitir.
Se estremeció. Sin previo aviso, Errki había abierto los ojos. En cuestión de un segundo estaba despierto. No se había movido un ápice antes, como suele hacer la gente al despertarse, retorciéndose un poco, gruñendo, gimiendo. Él se limitó a abrir los ojos. Eran sorprendentemente grandes antes de enfocar a Morgan. Luego se estrecharon.
– ¿Qué te has hecho en el pecho? -preguntó Morgan, incapaz de resistirse a hacer la pregunta-. Parece un harakiri fallido.
Errki se calló, porque los dos del Sótano estaban haciendo ruidos y moviéndose para tomar posiciones. A veces eran muy lentos.
– Tengo ganas de charlar -dijo Morgan. Le pareció mejor ser sincero-. Es tarde. ¿Nos tomamos un whisky?
Errki se levantó despacio de la cama. No ocurrió nada. Miró de reojo el revólver de Morgan, se puso la camiseta y lo siguió hasta el cuarto de estar. Morgan había colocado la radio en el marco de la ventana, con la antena saliendo por los vidrios rotos. La temperatura dentro de la vieja casa era agradable, pero sobre el bosque había una calurosa bruma, y le pareció ver brillar la laguna muy a lo lejos en el calor.
– Tengo hambre -dijo Morgan-. Así que me tomaré un trago de whisky.
Sacó la botella de la bolsa y desenroscó el tapón. Era una botella de litro. Errki estaba a la expectativa observándolo. Como de costumbre, miraba de abajo arriba y daba la impresión de estar tramando algo.
– El whisky es un buen remedio contra cualquier cosa -señaló Morgan, mientras seguía extrañándose por esa mirada intensa que parecía preservar un conocimiento muy especial, algo funesto sobre la vida y la muerte que nadie más que él hubiera visto-. Sirve de remedio contra el hambre y la sed, contra las penas de amor y el aburrimiento, las desesperaciones y angustias.
Dio un buen trago.
– No hay nada tan agradable como un problema moderado con drogas legales -prosiguió-. ¿Entiendes lo que quiero decir con la palabra moderado?
Errki lo entendía. Morgan se secó la boca.
– Yo bebo regular y constantemente. Pero nunca por la mañana ni tampoco demasiado, y menos cuando tengo que conducir. Yo tengo el control, no el alcohol.
Dio otro trago.
– Y si ahora crees que voy a emborracharme para que te puedas escapar, estás muy equivocado.
Ofreció la botella a Errki, que la miró extrañado. No le gustaba mucho el alcohol, pero se sentía vacío y agotado por dentro, y como era lo único que tenían, no necesitaba hacer una elección. Solo había eso, una botella de whisky. Y él no lo había pedido, el otro casi le obligaba a beber. Estudió la etiqueta y dio la vuelta lentamente a la botella. Luego olió su contenido.