– Venga ya, no es veneno.
Se llevó la botella a la boca y bebió. No salió ni una lágrima de sus ojos mientras el whisky le corría por la garganta.
Un súbito calor se le extendió por el diafragma, llenándole el estómago. Poco a poco le fue subiendo ese sabor dulzón, como si se tratara de bombones.
– Bueno, ¿verdad?
Morgan sonrió.
– ¿Dónde vives? Tendrás una casa, ¿no?
Al lado del mar, pensó Errki. En un lugar en medio de la naturaleza, pagado por el ayuntamiento. Una habitación, cocina y baño. Encima vive ese viejo que se pasea sin cesar por las noches y que alguna vez llora. Lo oigo, pero no me meto. Si le doy la mano y lo escucho, le doy esperanza, y no hay esperanza para nadie.
– ¿Por qué tienes que ser tan jodidamente reservado? -prosiguió Morgan, agarrando la botella de nuevo.
– Allí huele mal -dijo Errki en voz baja.
Morgan se sobresaltó al oír su voz.
– ¿Qué huele mal? ¿Tu casa? No me extrañaría. Tú también hueles mal. Tal vez sea hora de que salgas al aire libre.
– La carne cruda huele mal. Sobre todo con este calor.
– ¿De qué estás hablando?
– Está sobre el banco. La como todos los días para desayunar.
Lo decía muy serio. Morgan lo miró con desconfianza.
– ¿Estás bromeando o tienes alucinaciones? Bromeando, ¿verdad? No dudo que estés chiflado, pero me niego a creer que comas carne cruda para desayunar.
Notó que una especie de espanto le bajaba por la espalda, a pesar del calor. ¿Qué clase de ser humano era ese hombre que tenía delante?
– Tómate otro whisky. A lo mejor te sienta mal no poder tomar las medicinas. Pero yo creo que casi te irá mejor el whisky.
Se dejó caer al suelo, con el arma al lado.
– Oye, cuéntame. ¿Cuándo te diste cuenta de que estabas a punto de volverte loco?
Errki lo miró.
– ¿Fue como lo que se lee en los libros, que te levantaste una mañana sintiéndote fatal, fuiste al espejo, y allí viste, para tu espanto, que te salían gusanos rojos de los orificios de los ojos?
Se rió por lo bajo y tapó la botella.
Errki cerró los ojos. Un suave zumbido subía desde el Sótano, como una advertencia.
– No fueron gusanos -dijo con esa voz clara y tranquila-. Fueron escarabajos con caparazones brillantes. Relucían con la luz que entraba por la ventana, negros como el petróleo.
Morgan parpadeó perplejo.
– Estás bromeando, ¿verdad? No ocurre así. Aunque seas idiota, no puedes tratarme como si yo también lo fuera. Supongo -dijo meditabundo- que se convierte en algo muy importante averiguar por qué uno enfermó. Por eso te lo he preguntado. Tal vez sea hereditario. ¿Tu madre también estaba loca?
Errki callaba y escuchaba las palabras que salían de la boca del otro como basura, como papel mojado, cáscaras de patata, posos de café y corazón de manzana.
– ¿Y tú? -preguntó Errki tranquilamente-. ¿Cuándo te diste cuenta tú?
– ¿Cuándo me di cuenta de qué?
Morgan parpadeó y volvió a mirar por la ventana.
– No resulta nada fácil mantener una conversación contigo. Si hay algún tema que te parezca bien, podemos hablar de eso. Tú decides.
Lanzó un profundo suspiro.
– Falta mucho para que se haga de noche.
Nueva pausa. Errki estaba sentado en el diván con las piernas encogidas.
– Muchas partes del mundo están en guerra -dijo por fin.
– ¿Ah, sí? Pues puede ser. Cuéntame algo del manicomio -dijo Morgan, con una voz casi suplicante.
Podría si le diese la gana. Podría hablarle de Ragne, por ejemplo, que no era capaz de asumir el hecho de que había nacido niña, y a quien encontraban cada dos por tres llena de cortes, en medio de un charco de sangre en la cama o en la ducha, después de haber intentado cortarse los genitales, lo cual no resulta fácil tratándose de una chica. Refrescos, té y café, pensó Errki, cerveza, vino, licor. Contárselo a ese tonto de pelo rizado. Jamás.
– Vale, déjalo -dijo Morgan desalentado, mirando a Errki-. ¿Eres un genio? ¿Un cerebro brillante? No estoy bromeando, no descarto la posibilidad de que seas muy inteligente, aunque no lo parezcas.
Errki no contestó. El hombre no solo era un tonto, sino realmente miserable.
Morgan suspiró. Se sentía agotado. El otro no quería hablar. Morgan ya no aguantaba oír su propia voz, de todos modos no decía más que sandeces. Tampoco podía echarse a dormir ni beber más whisky. No estaba habituado a estar sentado en una habitación con otro hombre y no recibir respuesta alguna. Le ponía nervioso.
– ¿En qué vas a emplear el dinero? -dijo Errki de repente, con esmerada amabilidad.
– ¿El dinero?
– El dinero del atraco. ¿Te vas a comprar una Nintendo? Todos los chicos piden una Nintendo.
Morgan se levantó bruscamente y se acercó a la ventana, desde donde se quedó mirando la laguna. Brillaba como el cristal y tenía un color rojizo oscuro, como de mineral. Miró el islote desnudo y el pino reseco que se inclinaba hacia fuera. Pronto habría otra vez noticias. Luego pensó en el coche, en si lo habrían encontrado. En ese caso lo sabrían, sabrían que los dos habían subido por el bosque.
– Tengo que mear -dijo, saliendo de la habitación-. Tú quédate aquí. Estaré justo fuera.
Salió e inhaló el aire caliente. Era la hora más calurosa del día. Añoraba una oscuridad que no llegaría hasta el otoño. Todo es un rollo, pensó desanimado.
Errki se levantó del diván y se sentó en el suelo, apoyándose contra la pared. Oyó caer el chorro sobre la hierba seca y el pequeño clic cuando Morgan se subió la cremallera. El whisky le calentaba alegremente el cuerpo. Quería más. Morgan entró. Podría pedirle más, pero iba en contra de un principio que no se podía infringir bajo ninguna circunstancia. El de pedir algo. No, era impensable. Ahí llegaba Morgan, con pasos obstinados. Pasó por encima de la bolsa y se quedó de espaldas tocando la radio. Volvió a girar un poco la antena. Errki miró fijamente la camiseta y luego las piernas musculosas del hombre. Era curioso, un hombre dotado de todo lo que tiene que tener un hombre y, sin embargo, con un aspecto tan poco armonioso, como compuesto al azar por piezas sueltas que no encajaban las unas en las otras. Todo estaba en silencio. Errki se disponía a rezar una oración. No podía recordar cuándo había rezado por algo, hacía muchos años. Tuvo la sensación de que las palabras se le amontonaban, convirtiéndose en un nudo que no subía.
Clavó la mirada en la bolsa. Concentró toda su fuerza en un ojo y sintió su propia mirada como un rayo a través de la habitación. Alcanzó la lona negra de la bolsa y pronto salió una fina columna de humo de la tela. Luego notó un suave olor a quemado. Morgan se volvió. Empezó a oír ruidos desde el Sótano, como si enormes piedras se hubieran desprendido de algún lugar y se acercaran rodando. El ruido iba en aumento, se oían como truenos. Néstor se inflamó. Al poco rato, Errki vio cómo algo emergía a través del sucio suelo de tarima. Un río de sangre. Lo miró fijamente. Estaba a una pulgada de sus pies. La bolsa estaba al otro lado.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Morgan inseguro-. ¿Te encuentras mal?
Errki miró fijamente la bolsa.
– Oye, ¿por qué no te tomas otro whisky? Tal vez te alivie.
Parecía preocupado. Errki permaneció sentado, con la mirada clavada en la sangre.
– Te he dicho que puedes dar otro trago.
Pero Errki seguía sentado. No llegaría a la bolsa con la mano, tendría que dar un paso para alcanzarla y los pies le resbalarían en la pegajosa sangre.
– ¡Joder! ¿Por qué todo tiene que ser tan difícil contigo? ¿Quieres que le ponga una tetina a la botella y te la coloque en los brazos?
Morgan buscó violentamente la botella en la bolsa, la encontró y se la dio. Errki la cogió y bebió. La bolsa dejó de arder.