Has tenido suerte. No esperes tanto la próxima vez.
– No soy tacaño -dijo Morgan de repente-. Puedes decir lo que quieras de Morgan, pero no que sea tacaño.
Miró de reojo a Errki, que bebía con avidez.
Luego se fue a la cocina. Errki comprendió que era verdad. Morgan era muchas cosas raras, pero no tacaño. Estaba buscando algo en los cajones, y luego Errki lo oyó abrir la puerta de la despensa. Mientras estuvo fuera de su vista, Errki dio varios tragos. Morgan maldecía por lo bajo y tiraba las cosas con movimientos enérgicos. Luego se oyó un crujido. Eso significaba que estaba tocando las velas, empaquetadas en plástico. A continuación, se metió en la alcoba. Errki bebió más y oyó cómo el otro golpeaba las paredes. Luego sonó su voz, como un eco por toda la casa:
– ¡Me cago en la mar, mira!
Errki se levantó y lo siguió balanceándose.
– ¿Ha llamado, señor?
Seguía con la botella en la mano. Morgan había dejado el revólver en la ventana.
– ¡Mira lo que he encontrado debajo de la cama! -dijo Morgan enseñándole unos papeles marrones y resecos, doblados varias veces-. Un mapa de Finnemarka. Veamos dónde estamos.
Leyó en voz alta:
– Mapa de Finnemarka, Mapas del Estado, 1965. Ayúdame, Errki.
Morgan cogió el revólver y volvió al cuarto de estar. ¿Puedes averiguar dónde se encuentra esta casa?
Desdobló el mapa, que casi se le deshizo entre los dedos. Errki echó un vistazo. Luego señaló con el dedo una pequeña mancha azul y dijo:
– Estamos aquí.
– ¿Tan fácil es? -preguntó Morgan mirando atentamente-. ¿Cómo puedes saberlo con tanta seguridad?
– Mira la laguna de fuera -dijo Errki-. Mira la forma que tiene. Compara con el mapa. Se llama la laguna del Cielo.
– Joder. Al menos tienes algunos momentos de lucidez.
Morgan fue hacia la ventana y miró por ella. La laguna tenía exactamente la misma forma que la del mapa.
– Joder, ¿tan bien conoces esto? En realidad, no hemos andado tanto -añadió-. Esta noche puedo cruzar la colina y bajar por ahí -dijo señalando el mapa de nuevo-. Para divertirnos, podemos cambiarnos la ropa.
Cogió la botella de whisky. Por fin se sentía mejor. Sabía dónde estaban. Ya no se encontraba dentro de una mancha blanca, ahora todo tenía un nombre, cimas y lagunas rodeadas por la red de carreteras, claramente enumeradas.
– Tú vuelves por el mismo camino por el que hemos venido. Y yo continúo hacia… hacia el noreste. Te dejo mi pantalón corto. Vas a tener una pinta estupenda con mis pantalones hawaianos. Entonces te soltaré. Entre las doce y la una de esta noche.
Parecía contento. Tenía una meta.
– Las noticias -dijo de repente, y se levantó de un salto. Fue dando tumbos hasta la radio y subió el volumen. Ahora era una mujer la que leía las noticias. Errki volvió a dejarse caer en el suelo y cerró los ojos. Tenía los labios entumecidos y agradablemente laxos por efecto del whisky.
– Y ahora al asesinato de Finnemarka. El brutal asesinato cometido en la persona de Halldis Horn, de setenta y seis años, sigue siendo la prioridad absoluta de la policía, además del atraco al Banco Fokus. La policía declara que está siguiendo una pista que podría llevarles al autor del crimen, pero con el fin de no entorpecer la investigación, no dice nada más sobre el asunto. No obstante, confía en una pronta solución del caso.
Morgan miró a Errki.
– ¿Dónde crees que vivía esa mujer? ¿Tú la conocías?
Se rascó la cabeza.
– ¿Podrían venir aquí a buscarnos? ¿Puedes entender cómo alguien es capaz de hacer algo tan horrible?
Errki movió la cabeza con tanta fuerza que su pelo bailó, pero no contestó.
– ¿Por qué lo ingresaron a la fuerza? -preguntó Sejer-. ¿Amenazó a alguien?
La doctora Struel negó con la cabeza.
– Dejó de comer. Cuando llegó aquí, estaba muy desnutrido.
– ¿Por qué no comía?
– No conseguía decidir lo que quería comer. Se sentó a comer y no hacía más que llevar la mano de un fiambre o queso a otro.
– ¿Y qué hizo usted?
– Cuando se dio por vencido y subió a su habitación, le preparé una rebanada de pan con salchichón y se la llevé. Nada de leche ni café para acompañar, solo el pan con salchichón. Se lo dejé en la mesilla de noche y no lo tocó.
– ¿Por qué?
– Cometí un gran error. Partí la rebanada en dos, y no sabía qué rebanada comerse primero.
– ¿Quiere decir que es posible dejarse morir de hambre por tener problemas para tomar una decisión?
Sejer sacudió la cabeza mientras intentaba entender lo difícil que podía llegar a ser la vida para algunos.
– ¿Y cree realmente que ese hombre tiene poderes fuera de lo normal?
Ella hizo un gesto desalentador con las manos.
– Yo solo le cuento lo que vi. Otros cuentan otras cosas.
– ¿Le ha preguntado a él cómo lo hace?
– Una vez le pregunté: ¿Quién te lo ha enseñado? Sonrió y dijo: The Magician. El mago de Nueva York.
– ¿Pero no son más bien casualidades?
– No lo creo. En el transcurso de la vida, ocurren cosas que no somos capaces de explicar.
– A mí no me pasan -dijo Sejer con una sonrisa.
– ¿No? -preguntó ella con aire burlón-. ¿De manera que es usted de los que entienden casi todo?
Se sintió ridiculizado.
– No he querido decir eso. ¿Qué más cosas sabe hacer?
– Una vez estaba jugando a las cartas con un grupo en la sala de fumar. Errki también estaba allí, pero no jugaba. Odia jugar a cualquier cosa. Era tarde y fuera estaba oscuro, y la lámpara estaba encendida. De repente, Errki dijo de esa manera suya tan rara, tan calmada: Deberíamos tener una vela en la mesa. Es verdad, pensé, resultaría más acogedor con una vela encendida. Le pregunté si quería ir a la cocina a buscar una, pero no quiso. Los otros tampoco. Dijeron que una vela entorpecería el juego. Entonces Errki me dio pena. Por primera vez había sugerido algo y nadie lo escuchó. En ese momento se fue la luz. La sala de fumar se quedó completamente a oscuras y también el resto del edificio. Se formó un gran barullo mientras nos movíamos a tientas buscando una vela. Intenté avisar, dijo Errki escuetamente.
»Pero no siempre acertaba con todo lo que hacía. Entre otras cosas, quiso aprender a volar, y en una ocasión saltó por la ventana desde un segundo piso. Fue un milagro que no se matara. Aterrizó sobre un aparcamiento de bicicletas y le quedó una cicatriz bastante fea en el pecho. Ocurrió mientras vivían en Nueva York.
– ¿Consumía LSD o algo así?
– No lo sé. El padre tampoco lo sabía. No se preocupaba mucho de su hijo.
– ¿Es tan feo como dicen?
– ¿Feo?
Lo miró aturdida.
– No es feo. Poco aseado, tal vez.
– ¿Es infeliz?
Su propia pregunta le pareció estúpida, pero la doctora no se rió.
– Naturalmente. Pero él no lo sabe. No deja aflorar esa clase de sentimientos.
– ¿Y cuáles son los sentimientos que deja aflorar?
– Desprecio, condescendencia, arrogancia.
– Eso no suena tan bien.
La doctora suspiró hondo.
– En el fondo, no es más que aquel niño superdotado que solo quería el bien, que quería hacerlo todo correctamente y que tenía tanto miedo de cometer un error que se quedó paralizado. En el colegio no era muy bueno en la parte oral, se limitaba a quedarse sentado junto a la ventana, murmurando, y nadie lograba oír lo que decía. Pero en la parte escrita era un as indiscutible.
– ¿Y usted le hizo hablar poco a poco?
– Habla cuando le conviene. A veces puede llegar a ser extremadamente elocuente, incluso divertido. Tiene un sentido del humor muy cáustico.
– ¿Ha intentado alguna vez quitarse la vida?
– Aparte de ese vuelo por la ventana en Nueva York, que no he podido estudiar a fondo, no creo.