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– ¿De modo que no tiene tendencias suicidas?

– No. Pero en este negocio nunca hay nada seguro.

– ¿Usted lo entendería si llegara a hacerlo?

– Claro que sí. Suicidarse es un derecho humano.

– ¿Un derecho humano? ¿Eso opina?

La doctora se miró las manos.

– No me gustan nada esos terapeutas que dicen al paciente: Has de entender que la muerte no es la solución. Claro que es la solución para la persona en cuestión. El que algunos elijan la muerte es una consecuencia lógica y clarísima de nuestra capacidad de elección, y una solución que el ser humano ha conocido y algunos han elegido en todos los tiempos.

– Pero usted hará todo lo que pueda para evitarlo, ¿no?

– Digo: Es tu elección. Y no siempre me siento bien cuando debo meterles la vida por la fuerza o cuando les robo una psicosis que ellos, al fin y al cabo, viven como su única vía de escape.

No voy a poder dormir esta noche, pensó Sejer. La cara de esta mujer flotará ante mí en la oscuridad, sujetándome. Sus palabras me retumbarán en los oídos. Se sorprendió a sí mismo dando vueltas a la alianza, pensando que si ella, contra toda razón, hubiera sentido cierto interés por él en ese aspecto, necesariamente habría tenido que descartarlo enseguida. Tal vez debería dejar de ponérsela. Por otra parte, hacía mucho tiempo que había decidido que siempre estaría en su dedo y que se la llevaría a la tumba. Y sin embargo, esa alianza indicaba que existía una mujer. La doctora también la había visto. La idea le molestaba.

– A Errki le gusta andar por el bosque y a lo largo de la carretera. ¿Y nunca suele acercarse donde hay gente?

– No -admitió ella.

– Si ahora es eso lo que al parecer ha hecho, es decir, ha ido hasta el centro de la ciudad e incluso ha entrado en un banco, ¿cree usted que eso puede significar que algo le pesa? ¿Que sentía que necesitaba ayuda porque había sucedido algo?

De repente, la doctora pareció muy preocupada. Sejer volvió a sentir una especie de marejada por dentro. Cuando se retiró, se miró el corazón, que desde hacía tiempo era una playa abandonada. Por primera vez en muchos años había en él una mujer.

– ¿Ha pasado algo?

Skarre lo miró.

– ¿Qué quieres decir?

– Has tardado mucho.

Sejer no contestó. Estaba de espaldas, junto al lavabo. Skarre se sintió inseguro. El jefe era a veces bastante reservado, pero ahora su espalda recta indicaba que algo se estaba fraguando.

– Tengo algunos datos que pueden sernos útiles -contestó Sejer, sin volverse. Abrió los grifos y se echó agua fría en la cara sofocada. Por fin, cuando se había secado esmeradamente y alisado el pelo corto con los dedos, preguntó:

– ¿Hemos recibido las fotos de las huellas que vimos en el lugar de los hechos?

– Aún no, pero están a punto de llegar. Según los del laboratorio, se trata de unas magníficas fotos en blanco y negro. Apuestan a que son zapatillas de deporte. Se trata del mismo dibujo en zigzag que tiene esa clase de calzado. Las huellas miden treinta y nueve centímetros de largo, lo que corresponde a un cuarenta y tres de número de zapato. Es lo que sé por ahora.

– A la doctora Struel le cuesta imaginarse que Errki haya podido matar a alguien. Dice que el hombre muerde si le provocan.

– ¿La doctora? ¿Que Errki muerde?

Skarre lo miró con interés.

– ¿El doctor era una doctora? ¿Te dijo algo sobre cómo cree que se comportaría Errki de rehén?

– Cree que se encerraría en sí mismo. Dice que solo se defiende si lo atacan. Pero tampoco sabemos gran cosa del atracador o de qué tipo de hombre es.

– Quizá se estén divirtiendo.

– No sería la primera vez. Pero se me está ocurriendo algo. ¿Qué crees que pasaría si el atracador se enterara de que al rehén que acaba de llevarse lo está persiguiendo la policía por un caso de homicidio?

Skarre sonrió.

– Tal vez le entrara miedo y lo soltara.

– Tal vez. Y tampoco es improbable que esté escuchando las noticias con el fin de averiguar cómo está la situación.

– Pero la prensa no sabe que el rehén es el hombre que fue visto en la granja de Halldis.

– Es cuestión de poco tiempo ya, ¿no crees?

Miró la puerta, que daba a un largo pasillo en el que los despachos estaban colocados en fila.

– Aquí trabaja mucha gente. No tardará mucho en saberse.

– Y entonces podría ser peligroso, ¿verdad?

Sejer lo miró.

– ¿Qué harías tú? Piensa con la parte criminal de tu cerebro.

– ¡Ah, es tan pequeña esa parte! -se quejó Skarre-. Me asustaría y lo mandaría a paseo. Y como es un enfermo mental, supongo que no es fácil de tratar. Pero si han conectado -prosiguió- puede que se apoyen el uno en el otro. ¿Y por qué iba uno a denunciar al otro? Los dos están fuera de la ley. Pero si se desencadenara un conflicto…

– Y uno está loco y el otro armado… Tenemos que encontrarlos antes de que se maten el uno al otro -dijo Sejer-. Propongo que hagamos llegar la información a la radio.

– ¿Crees que lo soltará?

– Tal vez. Mientras tanto, tú irás a la tienda de comestibles de Briggen a hablar con el tendero de Halldis. Es el único que hablaba con ella a intervalos regulares, una vez por semana durante muchos años. Se conocerían bien. También tienes que averiguar quién es ese Kristoffer que le envió la carta. ¿Has comido algo?

– Yo sí, ¿y tú?

– Yo iré a la Colina de los Muchachos a hablar con el chiquillo que encontró el cadáver. Luego me pasaré por el Hospital General de Oslo.

– ¿Para qué?

– Para ver si hay papeles sobre la madre de Errki, datos sobre su muerte.

– ¡Pero si hace dieciséis años de eso!

– Seguro que encuentro algo. ¡Pero una cosa antes de que te vayas! Ve al pasillo y coge un palo para fregar suelos.

– ¿Un qué?

– En el armario de los utensilios de limpieza. Un palo de esos a los que se ata el trapo de fregar el suelo.

– Nadie friega ya con palos de esos -dijo Skarre con indulgencia-. Se utilizan fregonas.

– Entonces ve a buscar una fregona. Algo que tenga un palo largo.

Skarre se fue y volvió con una fregona. Igual que en la azada de Halldis, el mango era de fibra de vidrio. Sejer tomó posiciones.

– Yo soy Halldis Horn -dijo muy serio-. Y tú eres el homicida.

– No me costará mucho esfuerzo -indicó Skarre colocándose delante de él.

– Estoy fuera, con la azada en la mano. Bien es verdad que soy más alto que ella. Pero seguramente la tendría cogida así, con las manos juntas en el centro del mango.

Skarre asintió con la cabeza.

– Tú vienes hacia mí desde dentro de la casa e intentas coger la azada. Hazlo, Jacob.

Miró por un instante el mango y lo agarró con las dos manos. Automáticamente, puso una mano por encima de la de Sejer y la otra por debajo.

– Quédate así.

Sejer miró con atención las cuatro manos.

– Las huellas de Halldis estaban más o menos así, en el centro de la azada. Muy arriba encontramos otra huella pequeña. Y esa misma, muy abajo en la azada. Significa que él le arrebató la azada así, con un solo movimiento, luego la arrancó violentamente de sus manos, la levantó y la golpeó. Pero dime, Jacob, ¿dónde están sus huellas dactilares o los restos de ellas?

Skarre no se lo pudo decir.

– ¿Y si las limpió a toda prisa y solo consiguió quitar algunas?

– ¿Mientras las de ella quedan en medio del mango? No parece probable.

– ¿Y si por alguna razón u otra, los dedos de él dejan malas huellas?

– ¿Debido a qué, por ejemplo?

– Ni idea. Pero si alguna vez se ha quemado los dedos, las huellas serán imposibles de sacar.

– Me parece que estás especulando muchísimo.

– Tienes razón -dijo Skarre parpadeando-. Yo tampoco lo entiendo.

– ¿Coinciden con las huellas que se han encontrado dentro de la casa?