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– Siguen comparándolas en el laboratorio.

– Hay algo muy extraño en todo esto -dijo Sejer.

– Yo no creo en cosas extrañas -objetó Skarre-. Creo que habrá una explicación lógica. Suele haberla. Puede que Errki se muerda los dedos. He oído hablar de eso. Tal vez se esté comiendo sus huellas. Es un tipo raro. ¿Su doctora no te dijo nada de eso?

– ¿De que se muerda los dedos?

– Mira -dijo Skarre, extendiendo una mano-. Mira la punta de mi dedo índice. ¿Qué ves?

– La verdad que no mucho. Está… como pelada.

– Así es. Este dedo no deja huella. ¿Sabes por qué?

– ¿Porque te lo has quemado?

– No. Fue por un pegamento de esos fortísimos, hace mucho tiempo.

– Pero ese es solo uno de diez dedos.

– Solo digo que hay una explicación lógica. ¿Así que la doctora no cree que su paciente pudiera llegar a matar? -preguntó.

– Así es.

– ¿Tú la crees?

– No cabe duda de que ella sabe bastante sobre la manera de ser de Errki y de que tiene una sólida experiencia en su profesión.

– Pero tú no sueles tener en cuenta esas cosas. Yo personalmente creo que es fácil. Creo que fue él.

– Has hablado demasiado con Gurvin.

– Me limito a usar la lógica, Errki se crió allí. Sabía quién era Halldis. Nunca iba nadie a su casa, salvo el tendero. Errki fue visto en la granja la mañana del asesinato. Y está muy enfermo.

– ¿Estás dispuesto a apostar? -preguntó Sejer con una sonrisa.

– Sí, por qué no.

– Entonces yo apuesto en contra.

– Si pierdes, vendrás conmigo al pub a emborracharte.

Sejer se estremeció solo de pensarlo.

– Y si pierdes tú, saltarás en paracaídas. ¿De acuerdo?

– Eh… De acuerdo.

– ¿Me lo das por escrito?

– ¿No te fías de la palabra de un cristiano?

– Claro que sí.

Sejer sacudió la cabeza y dejó el palo apoyado en la pared.

– Vete ya. Pero que sepas una cosa. Los seres humanos no podemos explicarlo todo con la razón. -Se puso a buscar algo en un cajón para indicar que la conversación había terminado-. Y vete comprando un par de botas altas -concluyó.

– ¿Para qué?

– Para el salto en paracaídas. Para evitar roturas de tobillo.

Skarre se puso pálido y desapareció.

Sejer tomó deprisa y corriendo unas notas sobre la reunión con la doctora Struel. Al acabar, abrió la guía telefónica por la S, sin perder de vista la puerta como si tuviera miedo de que lo pillaran in fraganti. Enseguida encontró el nombre. Estaba entre Strougal y Stryken. Struel, Sara. Médico.

Y debajo: Struel, Gerhard. Médico. El mismo número de teléfono. Suspiró profundamente y cerró la guía con un estruendo. Sara y Gerhard. Sonaba muy bien. Decepcionado como un niño, empujó la guía hacia un lado.

La tienda de comestibles de Briggen estaba tan llena de carteles y anuncios publicitarios que parecía una feria. Letreros de color naranja, rosa y amarillo chillón por todas partes. Albóndigas caseras, hígado de buey congelado…

Si no fuera por los carteles, la casa habría resultado bonita: pintada de rojo y con dos plantas. Skarre supuso que el propio Briggen vivía en la planta de arriba. Aparcó el coche y entró. La tienda tenía dos cajas, y en una de ellas había una chica sentada, leyendo una revista. Su cabeza redonda estaba aprisionada en una dura permanente. Levantó la mirada y descubrió el uniforme. La revista se le cayó al suelo.

Skarre era guapo. Guapo en todos los sentidos, con un rostro amable y una nube de rizos rubios en la cabeza. Y tenía esa rara capacidad de prestar la misma y sincera atención a todo el mundo, también a aquellos que no le interesaban, como era el caso de esa chica. Ella llevaba gafas y le sobraban al menos diez kilos. Skarre la miró con una sonrisa deslumbrante.

– ¿Está por aquí tu jefe?

– ¿Odd? Está en el almacén desembalando congelados. Si pasas por donde la leche, allí al fondo, y sales por la puerta que hay junto a las verduras, lo encontrarás.

Skarre se dirigió al fondo de la tienda. En ese instante, entraba Briggen con una caja de pescado congelado en los brazos.

– ¿Policía? Vayamos al despacho. Sígame.

La cajera volvió a abrir la revista, pero ya no leía. Giró la cabeza hacia la izquierda y vio su propio reflejo en el plexiglás que protegía la caja. El pelo y la cara aparecían suaves y poco nítidos, y si se quitaba las gafas, se parecía un poco a una versión de Shirley Temple en mayor. En su cabeza repasó todo lo que sabía sobre Halldis Horn, porque no descartaba que el policía también quisiera hablar con ella. Por eso se preparó a fondo. En dos o tres minutos estaría junto a la caja y, si aprendía algunas respuestas de memoria, podría dedicarse a admirarle y a fijarse en cada detalle. Qué pena que no supiera nada realmente importante que él pudiera llevarse. Eso le habría proporcionado un lugar en la memoria de ese hombre. «Ah, sí, la cajera rellenita de Briggen, la que me aportó esa información decisiva, gracias a la cual pudimos resolver el caso. ¿Cómo se llamaba esa chica?»

Le daba pena tener un nombre tan desastroso. Volvió a echar un vistazo a la revista, a la foto de Claudia Schiffer. Desde el despacho le llegaban las voces, un murmullo secreto.

– ¿Cuántos años -dijo Jacob Skarre sacando su libreta de notas del bolsillo- lleva usted subiendo la compra a Halldis Horn?

Briggen se desabrochó la bata de nailon verde antes de contestar.

– Creo que pronto hará ocho años. Hasta entonces, era Thorvald quien se ocupaba de comprar lo que necesitaban. También a él lo conocía bien. Siempre han vivido aquí.

El tendero, que tendría entre cincuenta y sesenta años, era grande y regordete, con un buen color de cara, ojos oscuros, mejillas sonrosadas, y el pelo espeso, muy corto, y con flequillo. Tenía la boca un poco torcida, los brazos y las piernas cortos, y las manos pequeñas con dedos regordetes que entrelazaba constantemente. Un poco excitado tal vez, impaciente como un niño por contribuir a la solución de ese terrible asunto. Tenía las uñas muy mordidas, solo le quedaba un pequeño trozo junto a la cutícula.

– ¿Qué solía comprar? -quiso saber Skarre.

– Solo lo indispensable: leche, mantequilla, café, rollos de papel y huevos. No se permitía muchos lujos. No porque no pudiera, porque sí podía. Según ella misma, tenía bastante dinero. Supongo que ahora su hermana Helga Mai, que vive en Hammerfest, lo heredará todo.

– ¿Ella le contó que tenía dinero ahorrado?

– Sí que lo hizo. Estaba orgullosa de ello.

– ¿Lo sabía más gente?

– Supongo.

Skarre pensó que cuando corre el rumor de que alguien tiene dinero, corre tan deprisa como una lagartija en arena caliente. El hecho de que ese dinero se encuentre en el banco hace que se esfume el deseo de meterle mano. Al final, el rumor pudo haber adquirido grandes dimensiones. ¡Halldis tiene dinero, muchísimo dinero! Y tal vez lo tenga debajo del colchón o en un sitio parecido. ¿No es ahí donde suelen tenerlo los viejos? Ella había considerado poco arriesgado confesárselo al tendero, a quien conocía muy bien. Luego bastaría una sonrisa secreta, una pequeña insinuación y ya lo sabría todo el mundo. Tal vez cuando murió su marido y la gente se preguntaba por su situación económica comentara a alguno de sus clientes: Ah, ¿sabes? Halldis no es lo que se dice pobre. Muchos podrían haberlo oído. Al menos, Briggen se enteró.

– ¿Sabe usted? -prosiguió Briggen-, no tuvieron hijos. Por eso ahorraron mucho y, además, no les interesaba el lujo. Thorvald cuidaba de su tractor como de un niño. Se pasaba el día engrasándolo y sacándole brillo. Dios sabe en qué tenían pensado usar ese dinero. Bueno, si es que había tanto como ella insinuaba.

Skarre anotó: comprobar la cuenta corriente de Halldis Horn.

– ¿Y su hermana? ¿La del norte de Noruega?